Francisco Javier Almeida López de Castro nació en Logroño el 13 de abril de 1967. Es el mayor de cuatro hermanos, aunque tiene un mellizo que se llama Juan Carlos. El padre de la familia, policía, se suicidó hace dos décadas. La madre también ha fallecido. Francisco Javier nació sietemesino, con problemas en el habla (es lo que popularmente se conoce como gangoso) y con una sordera parcial, a pesar de lo cual estudió música: llegó hasta el cuarto curso de solfeo en el Conservatorio. No se sabe que tenga más educación, aunque su cociente intelectual (IQ) es de 122, por encima de la media.
Su personalidad ha sido siempre cambiante. Fue víctima de malos tratos en su infancia: su padre le pegaba y los chicos de su edad se reían de él, por su sordera y por su peculiar forma de hablar. Quizá fue eso lo que le llevó siempre a mostrarse arisco, huidizo y temeroso con las personas a las que no conocía, pero cuando cobraba confianza era lo contrario: parlanchín, forzadamente simpático, extravertido. Era cruel desde niño con los animales: estrangulaba pájaros y se los enseñaba a los demás (a su hermana, por ejemplo) asegurando que estaban dormidos. Su inteligencia le proporcionaba una gran capacidad de fingimiento y habilidad para la mentira, como ha demostrado numerosas veces. Pero nadie sabe qué ni cuánto se averió en su cabeza para que tuviese una relación podrida con el sexo. Alguna vez dijo que “nunca había tenido una relación normal con una mujer”. Eran evidentes sus dificultades para conseguir pareja: alto, flaco, feo, sordo y gangoso. Lo tenía difícil.
En octubre de 1989 Almeida tenía 22 años. Fue entonces cuando engañó a una niña de 13 que vivía en su mismo bloque, en la calle de San Millán de Logroño. Ven, tu madre se ha puesto enferma, le dijo; pero no está en tu piso sino en el mío. La niña se lo creyó, entró en la vivienda de Pachi (por ese diminutivo se le conocía) y allí fue cuando él saltó sobre ella, la ató a una silla, gritó todas las obscenidades que se le ocurrieron y, después de obligarla a practicar sexo oral, se masturbó. La investigación dice que no llegó a violarla. Pero casi la estrangula con una cuerda. La cría perdió el conocimiento y, cuando lo recuperó, su agresor le dijo –increíblemente– que se fuera a su casa.
Lo juzgaron en 1990. Lo condenaron a siete años en la cárcel por agresión sexual, aunque no los cumplió todos. En la prisión de Tenerife no dio un solo problema, era el típico preso modelo que parece encontrarse cómodo en el penal. Incluso tuvo allí una “novia” efímera. Fue allí donde le pusieron los motes de Mortadelo y El Sordo. Como suele suceder con los agresores sexuales encarcelados, era muy trabajador, cumplidor y eficaz. Colaboraba en todo y era muy educado con los funcionarios.
Cuando salió, todo fue normalmente hasta que Almeida cometió lo que entonces (1998) se llamó el “crimen de la inmobiliaria”. Pachi contactó con una agente de venta de pisos, María del Carmen López, de 26 años. Se interesó por varios. Se ganó su confianza y se hizo acompañar por ella. Y en una de esas, mientras la muchacha le enseñaba un dormitorio, Almeida la empujó sobre la cama, sacó una navaja y empezó a hacerle cortes por todas partes, de nuevo mientras gritaba obscenidades (estaba obsesionado con su minifalda), la mordía y la amenazaba. La violó o, al menos, lo intentó. Le seccionó la tráquea. Y esta vez no dejó que la víctima se fuese a su casa: le clavó la navaja en el corazón.
Le cayeron 30 años, 20 por asesinato y diez por agresión sexual. En el juicio dijo muchas cosas. Que tenía un instinto que era superior a él. Que no era capaz de controlarse. Los médicos que le examinaron dijeron que de eso nada: que ni estaba loco ni oía voces ni entraba en trance de ninguna clase, que sabía muy bien lo que hacía y que lo hacía porque quería hacerlo, lo planeaba meticulosamente. Y que lo que él decía, que era impotente, también era puro cuento. Cumplió la condena en los penales de El Dueso y Logroño.
Pachi se convirtió otra vez en un preso encantador. Cuando apenas llevaba dos años en la cárcel, en 2000, habían pasado dos años de prisión provisional. Pachi tenía la posibilidad de pedir que le dejaran libre. Pero no fue el juez; fue él mismo quien dijo que no. Que era un peligro para la sociedad y para sí mismo. Que le pusieran un tratamiento. Que le dejaran dentro. Y dentro se quedó.
Trabajaba en el economato, en la limpieza, en el reparto de comidas, en el vestuario. El dinero que ganaba en la cárcel se lo gastaba… en audífonos. Consiguió ser un interno “de confianza” de los funcionarios. Llegaron a concederle 16 permisos penitenciarios durante los que se comportó como un santito. Hizo terapias de rehabilitación que pareció completar con todo éxito. Incluso tuvo algún “vis a vis” con alguna mujer: es verdad que los problemas continuaban, porque hubo que proporcionarle viagra para que el asunto acabase bien.
Le dieron la libertad condicional, como marca la ley (ya estaba en la prisión de Logroño, pero en tercer grado), al cumplir las tres cuartas partes de la condena. Fue en abril de 2020. Su familia, en Logroño, prefirió que no viviese con ellos y se fue a un pueblo cercano, Lardero. Trabajaba (o eso decía) en una empresa de limpieza. Bebía bastante, sobre todo cerveza. No se relacionaba con mucha gente. Seguía siendo un tipo raro y básicamente solitario.
Son casi media docena las familias que ahora, cuando ha pasado lo que ha pasado, aseguran que Almeida abordó a sus hijas pequeñas (pasaba el tiempo viendo salir a las niñas del colegio) para tratar de convencerlas de que le acompañasen, que quería enseñarles pajaritos de colores y cosas así. Las niñas siempre se negaron.
Pero la pasada noche de Halloween sí lió a una niña para que fuese a su casa a ver un supuesto cachorrito de perro. El problema es que no era una niña. Era un niño de nueve años, Álex, que iba disfrazado como la niña de la película El exorcista. Cuando Almeida se dio cuenta del error… no se sabe bien lo que pasó. La gente que estaba en el parque con los críos se alarmó: habían visto a Álex entrar con un señor mayor (mayor y raro, todos lo sabían) en un portal. Subieron a trompicones. Se encontraron a Almeida en el descansillo de la escalera con el niño exánime en brazos. El tipo trató de convencerles de que se lo había encontrado desmayado. La llegada de la Guardia Civil evitó, por muy pocos segundos, que lo lincharan allí mismo. Todo indica que Álex fue estrangulado.
El sistema ha fallado. Los médicos y psicólogos que trataron a Almeida durante su encarcelamiento han fallado. “Mortadelo”, “El Sordo”, Pachi, no estaba curado ni reinsertado ni nada por el estilo. Era el mismo de siempre. Un tipo listo y paciente que, por tercera vez, hizo lo que le pedía su mente agusanada: abusar del débil, matar para satisfacerse. Toda la vida igual. Ahora ya es tarde para lamentarse, pero no para corregir los fatales fallos que se han producido.
El escorpión
El escorpión (Buthus occitanus, por ejemplo, un artrópodo muy común en España y que tiene patas amarillas) quería cruzar el arroyo pero tenía miedo de ahogarse; y con razón, porque los escorpiones de esa especie no saben nadar, son bichos de secano. Vio a la rana (Pelophylax perezi, la candorosa ranita común) que estaba tan tranquila en la orilla.
–Por favor, ranita, llévame al otro lado –suplicó el escorpión.
–No, porque seguramente me picarás y moriré –respondió la rana.
–Eso que dices es absurdo –dijo el escorpión, muy convincente–, porque si te picase, los dos moriríamos ahogados. Así que no debes tener miedo de que te pique. Todo lo contrario, te enseñaré unos pajaritos de colores y un cachorrito que tengo allí.
La ranita pensó que lo que decía el escorpión, tan sonriente y con sus patas amarillas, tenía sentido. Así que, toda confiada, dejó que el escorpión se subiese en su lomo y se echó al agua.
A mitad del viaje, el escorpión alzó su aguijón venenoso y picó a la rana. Con sus últimas fuerzas, mientras se ahogaba, la rana dijo:
–Pero ¿por qué lo has hecho? ¿No dijiste que si me picabas tú también morirías?
–Y así será –contestó el escorpión mientras se hundía–, pero no puedo evitarlo. Es mi naturaleza.
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