Francisco Martínez Vázquez es un hombre esencialmente serio. Nació en Madrid el 27 de mayo de 1975, con lo cual no tiene memoria personal alguna ni de la dictadura ni de los años más difíciles de la Transición. Todo eso, que conoce bien, lo ha leído o lo ha aprendido. Su familia, nada boyante en lo económico, no podía proporcionarle una educación de privilegiados, pero Francisco tiene la virtud de la tenacidad y del esfuerzo: se licenció en Derecho (premio extraordinario) y en Económicas, nada menos que por la universidad Pontificia de Comillas, una de las mejores y más renombradas universidades de España. Católico serio y convencido –todo en este hombre parece serio–, está casado y tiene tres hijos.
Lo suyo, desde muy joven, parecía ser el Congreso. Pero no como diputado (al menos no al principio) sino como jurista, que son gente seria. Con solo 29 años ingresó por oposición en el Cuerpo de Letrados de las Cortes, con el número uno de su promoción. Se adscribió como letrado titular a la comisión de Agricultura. Al año siguiente, 2005, accedió al puesto de director de Relaciones Internacionales del Congreso. Hablaba inglés y francés, y demostró su competencia al organizar la agenda internacional de la Cámara Baja. Y allí, como es natural, conoció a mucha gente afín a su manera de pensar, que siempre ha sido conservadora. Destacaban su facilidad de palabra, su claridad expositiva y su solidez intelectual. Y también ese hábito que tiene de mirar a la cara a quien habla con él, de huir de los circunloquios y de los lugares comunes, de mostrar tanta convicción como mesura en lo que dice. Es un hombre que sonríe poco y al que se le entiende cuando habla. Pronto le llamarían como profesor de Derecho Administrativo en su universidad de Comillas. Y en otros centros.
En el Congreso de los Diputados pasó lo que pasa siempre: que hizo mejores migas con unos que con otros y que llamaba la atención por su manera de ser, discreta y seria
En el Congreso de los Diputados pasó lo que pasa siempre: que hizo mejores migas con unos que con otros y que llamaba la atención por su manera de ser, discreta y seria. Trabó amistad con la entonces poderosa Soraya Sáenz de Santamaría, como ella misma reconoció alguna vez. Pero también llamó la atención de Jorge Fernández Díaz. Esto es curioso porque el que luego sería ministro del Interior es casi lo contrario de Martínez: es expansivo, impetuoso, lenguaraz, intenso; es un echao p’alante de los que “no se andan con tonterías” cuando quieren conseguir algo. Martínez, por el contrario, es discreto, juicioso… y abogado. En lo único en que parecen coincidir es en las ojeras, prematuras en el caso de Martínez. Otra discrepancia: el futuro ministro y la futura vicepresidenta, amigos ambos de Martínez, mantenían entre ellos, por decirlo suavemente, ciertas diferencias de carácter en aquellos años del gobierno de Zapatero. Más tarde ya no se podrían ni ver.
En noviembre de 2011, el Partido Popular obtuvo una aplastante victoria en las elecciones anticipadas, tras el desastre económico y el colapso del presidente Zapatero. Mariano Rajoy llegó por fin a la presidencia; Soraya Sáenz fue la vicepresidenta y Fernández Díaz fue nombrado ministro del Interior. Ahí comenzó la carrera verdaderamente política del fiable Francisco Martínez. Y fue una carrera velocísima. Fernández Díaz nombró a “Paco”, al que trataba casi como a un hijo, director de su Gabinete en Interior. Eso fue en enero de 2012, aunque Martínez no era miembro del PP; no lo sería hasta 2017. Un año después, en 2013, el ministro le hizo nada menos que secretario de Estado de Seguridad. Es decir, su mano derecha. Le veía como a un amigo querido más que como a un posible rival, visión que otros no compartían en absoluto. El caso es que Martínez alcanzó el mando directo de casi 150.000 policías y guardias civiles. Eso es poder.
Pero el impetuoso ministro Fernández Díaz trató de hacer de su buen Paco algo más que un secretario de Estado. Trató de hacerle –presuntamente, hay que decir– su cómplice en algunas cosas. En enero de aquel mismo 2013 comenzó a abrirse algo parecido a un volcán bajo la sede del PP en la madrileña calle de Génova: el caso Bárcenas. El tesorero del Partido Popular habría estado pagando cuantiosos sobresueldos a numerosos altos cargos del partido, con dinero obtenido de comisiones ilegales. Y Bárcenas, cuyo carácter es muy semejante al de Fernández Díaz (extravertido, sanguíneo, descarao), tenía la costumbre de anotar todos aquellos pagos a mano, en cuadernitos de hojas cuadriculadas. Lo llevaba haciendo décadas. Aquellos cuadernos, los célebres “papeles de Bárcenas”, eran pura nitroglicerina. Si el orgulloso y anímicamente inestable Bárcenas dejaba de “ser fuerte”, como le pidió el propio presidente Rajoy, o si se cabreaba con sus compañeros y contaba todo lo que sabía, el PP podía estallar. Y mucha gente muy importante podía acabar en la cárcel.
Francisco Martínez era muy consciente de la frase que dijo una vez el teniente general José Antonio Sáenz de Santamaría (nada que ver con Soraya, a pesar de la coincidencia de apellidos), que también fue jefe máximo de la Policía y de la Guardia Civil: “En cuestiones de seguridad, hay cosas que no se deben hacer. Si se hacen, no se deben decir. Y si se dicen, hay que negarlas”. Es lo que hacen todos. Cuando se lucha contra el crimen hay que ser extraordinariamente discreto. Pero el ministro, su ministro, no parecía serlo. Presuntamente se organizó, con dinero público y utilización de agentes y funcionarios públicos, una operación encubierta para encontrarle a Bárcenas documentos comprometedores para el partido; o bien hallar algo en la vida de Bárcenas que ayudase a convencerle para que se estuviese callado. Lo que fuera. Intervinieron personajes que hay que calificar, como mínimo, de peculiares, como el chófer de Bárcenas, varios policías o el sempiterno comisario (entonces lo era) Villarejo Pérez, un hombre que se ha hecho muy popular porque está metido en todas las salsas, sobre todo si empiezan a heder, y por esa costumbre que tiene de ocultar su cara detrás de una carpeta cada vez que ve una cámara.
También por ese tiempo, meses arriba o abajo, el ministro Jorge Fernández Díaz organizó –presuntamente– otra operación encubierta, con la autorización del presidente del Gobierno
También por ese tiempo, meses arriba o abajo, el ministro Jorge Fernández Díaz organizó –presuntamente– otra operación encubierta, con la autorización del presidente del Gobierno –también presuntamente, sí; pero hay cosas que un ministro no puede hacer solo, ni aunque sea Fernández Díaz–, para tener controlados a los cada vez más levantiscos independentistas catalanes. La célebre “policía patriótica”, cuyo tufo hizo dimitir y salir corriendo al predecesor de Francisco Martínez (Ignacio Ulloa) en la secretaría de Estado. En todos estos enjuagues, Martínez trató de actuar como se esperaba de él, con eficacia y con lealtad. Pero entre junio y octubre de aquel 2013, el desenvuelto ministro Fernández Díaz envió a su secretario de Estado cuatro mensajes escritos, vía móvil, en los que hablaba con toda claridad –él es así– de las maniobras que se estaban haciendo contra Bárcenas. Francisco Martínez no necesitaba haber terminado la carrera de Derecho para darse cuenta de que aquellos mensajes le estaban convirtiendo no ya en confidente, sino en cómplice de un delito. Y, por lo que pudiera tronar, los guardó.
Con el paso de los meses, fueron saliendo a la luz documentos, llamadas telefónicas, grabaciones sobre todo aquello. También Francisco Martínez fue elegido diputado por Madrid en la XII legislatura (2016-2019): un premio y una muestra de confianza. Pero la marea seguía subiendo. La acción de la Justicia, lenta pero segura, quizá convenció a Martínez de que, efectivamente, le habían convertido en cómplice de muchas cosas que a él, en la universidad de Comillas, le enseñaron a identificar como ilegales. Fernández Díaz dejó el Ministerio del Interior en noviembre de 2016. Pero siguió como diputado dos años y medio más, hasta mayo de 2019. Y en junio de 2018, el nuevo líder del PP, Pablo Casado, le hizo secretario nacional de Interior y Libertades… en el Partido Popular. El mismo Pablo Casado que “olvidó” incluir a Francisco Martínez en las listas electorales del partido en los comicios de noviembre de 2019. Ya no había ni premios ni confianza. El nuevo presidente hacía lo posible para salvar al exministro, pero a su “número dos” no. Y Francisco Martínez debió de recordar aquella vieja frase de jugadores de póker: “Cuando en la mesa de juego tratas de averiguar quién es el primo y no lo encuentras, es que el primo eres tú”.
Francisco Martínez Vázquez fue destituido de la secretaría de Estado de Seguridad en noviembre de 2016, al mismo tiempo que su antiguo amigo Fernández Díaz dejaba de ser ministro. Se dio de baja en el Partido Popular el junio de 2019, días después de perder su acta de diputado. Apenas una semana después de perder su aforamiento, volvió al Congreso de los Diputados… pero otra vez como letrado: ganó una plaza de asesor jurídico en el Departamento de Comisiones Legislativas. Y a principios de 2020 se fue a un notario e hizo autentificar aquellos tremendos mensajitos que le había enviado “su” ministro por el móvil, varios años atrás. Siempre negó que hubiese “policías patrióticas” o políticas y que ni él ni ningún cargo político del gobierno hubiesen dirigido jamás operaciones policiales. Pero la Justicia y las investigaciones policiales le señalan: él estaba allí. Y debía reunir elementos para defenderse, como estaban haciendo los demás.
Y ahora que ya no va a ser ministro y que casi se diría que no es nadie; ahora que el presidente del PP dice que no le interesa ni le incumbe todo lo que ocurrió antes de su elección (incluido él, Martínez); ahora que se ha convertido en el último de la nutrida lista de denominados como “esa persona de la que usted me habla”, Francisco Martínez Vázquez, letrado de las Cortes, siente que sus antiguos jefes le han dejado exactamente en el lugar de la plaza política en que le puede pillar el toro de la justicia. Y revienta. Este hombre que se dejó barba –una barba que le envejece– cuando empezó a darse cuenta de quién era el primo en la partida de póker, este hombre al que no le gusta decir tacos ni soltar exabruptos, clama que su error fue ser leal. A su ministro, a María Dolores de Cospedal, a Mariano Rajoy. No mencionó al lucero del alba. Pero bien podría haberlo hecho.
El husky siberiano es un perro noble, muy trabajador, fuerte y poco dado a los melindres y a los mimos. Se le conoce porque tira de los trineos, indiferente a las temperaturas y a las dificultades del terreno. Es un perro serio y dotado de un extraordinario sentido de la lealtad. Pero también es uno de los cánidos que guarda más parecido –y más analogías genéticas– con el lobo, que es el antecesor de todos los perros. Cuando alguien ataca a su amo, se convierte en un animal peligroso. Pero cuando es su amo el que se vuelve contra él, el husky, que hace lo imposible para convencerse de que eso no puede ser, se convierte en su ancestro: un lobo imprevisible. Nadie sabe lo que puede llegar a hacer.
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