Los descendientes directos, indirectos, colaterales, lejanos, remotos y más o menos ilusorios del dictador Francisco Franco Bahamonde (1892-1975) pelearán hasta el último aliento (que, en el terreno judicial, aún no ha llegado) por el Pazo de Meirás, su continente y su contenido, sus obras y sus pompas.
Es una familia complicadísima en la que todos se parecen pero todos son distintos. Tanto Francisco Franco como su esposa, Carmen Polo Martínez-Valdés, formaban parte de proles numerosas, como era costumbre a principios del siglo XX. Ambos tuvieron numerosos hermanos, pero de su matrimonio nació solamente una niña, María del Carmen Ramona Felipa María de la Cruz Franco Polo; es decir, Carmen Franco, a quien su padre llamó siempre Nenuca. La hija única del “caudillo” se casó con un cirujano, comisionista de motocicletas, playboy y aristócrata por parte de madre que se llamaba Cristóbal Martínez Bordiú, décimo marqués de Villaverde. Este matrimonio de Nenuca con aquel señor a quien todo el mundo llamaba el Yernísimo recuperó con la mayor brillantez la demostrada fecundidad de los abuelos maternos. Nenuca y Cristóbal le dieron al dictador siete nietos, también todos muy diferentes entre sí. La tercera generación es algo más escasa, como corresponde a los tiempos, pero tampoco escasa: catorce bisnietos.
La familia entera, o casi entera, se ve en muy pocas ocasiones. La última fue el acto de exhumación del cadáver de Francisco Franco, que dejó el sepulcro del Valle de los Caídos el 24 de octubre de 2019 (ahora descansa en el cementerio de El Pardo, junto a los restos de su esposa). Al acontecimiento asistieron 22 familiares. La penúltima, la boda de uno de los bisnietos, Javier Ardid Martínez-Bordiú, que se celebró en México en enero de 2019.
La nieta mayor del dictador, María del Carmen Martínez-Bordiú Franco, nacida en 1951, estuvo a punto de ser Reina de España. Siempre fue muy guapa y un poco cabeza loca, y le hicieron ilusión las maniobras que urdieron su padre y su abuela para casarla con Alfonso de Borbón Dampierre, el primo del entonces príncipe de España, Juan Carlos de Borbón. Alfonso no era demasiado listo (bueno, ella tampoco) pero sí muy fiel al régimen franquista, y la abuela dedicó ímprobos esfuerzos para convencer al dictador de que cambiase su decisión y nombrase sucesor a Alfonso. Pero Franco no cedió y, siete años después de su muerte, la Nietísima se divorció del triste Alfonso y empezó una vida muy ajetreada, en lo sentimental y en lo profesional. Vivir (y muy bien) de vender exclusivas a las revistas requiere más esfuerzo del que a primera vista parece. Hoy, después de una interminable lista de amoríos, la duquesa de Franco (porque tiene el título) vive en un pueblo de Portugal acompañada de un coach y profesor de yoga australiano, Tim McKeague, 34 años más joven que ella.
Otro de los nietos, Francisco Franco Martínez-Bordiú, es el XI marqués de Villaverde y el segundo Señor de Meirás, título creado por el rey Juan Carlos para la viuda de Franco, Carmen Polo. Es el ideólogo –diríase el “jefe” actual– de la familia, el primer nieto varón del “caudillo”, el niño al que se le alteró el orden de los apellidos (se antepuso el Franco) por una decisión de las Cortes de la dictadura; el que mantiene un provechoso enjambre de empresas mezcladas entre sí, el que fue a la exhumación del dictador dispuesto a armarla y con una bandera franquista bajo el brazo, y, en fin, el que más ha peleado y seguirá peleando por la propiedad, o al menos el disfrute, del Pazo de Meirás y de su contenido.
Si una de las nietas quiso ser reina, uno de los bisnietos quiere ser rey. Concretamente de Francia. Luis Alfonso de Borbón y Martínez-Bordiú, nacido en 1974, se hace llamar duque de Anjou y los monárquicos franceses (no todos) le llaman Luis XX de Francia. Casó muy bien con la hija de un poderosísimo banquero venezolano. Es amigo personal de Santiago Abascal, es presidente de honor de la Fundación Francisco Franco, apoya a Matteo Salvini y a otros neofascistas europeos, fustiga la homosexualidad, apoya a los movimientos evangélicos norteamericanos (los creacionistas) y sus hijos estudian en un colegio privado que segrega a los alumnos por sexo. Naturalmente, el “duque de Anjou” también quiere que el Pazo de Meirás se quede en la familia.
Otros descendientes, más discretos
Otros descendientes de Franco son mucho más discretos: la nieta María de la O, Mariola, que se casó en el Pazo como varios de sus tíos y sobrinos. O María del Mar, Merry, la favorita del “caudillo”, cuya boda –en 1977, también en el Pazo– con el periodista Jimmy Giménez-Arnau fue una de las primeras “exclusivas” de la prensa del corazón en España: un millón de pesetas de la época pagó la revista ¡Hola! por aquellas fotos. Merry fue, junto a su hermano Cristóbal, una de las dos testigos del proceso físico de la exhumación del féretro del dictador.
O Arancha, también nieta, que se dedica a la restauración de muebles y huye de los medios de comunicación. O Jaime, abogado con un pasado doloroso por culpa de algunas adicciones. O Cristóbal, el indeciso, que quiso ser militar, médico, publicista, inversor, y que estuvo casado con la modelo y presentadora Jose Toledo, con quien tuvo dos hijos –hoy adolescentes– a quienes se pudo ver en el Valle de los Caídos durante la exhumación de su bisabuelo. Así todo y así todos. Como en tantas familias, algunos se relacionan entre sí e incluso tienen negocios juntos. Otros apenas se conocen. Unos se llevan bien. Otros, pues no tanto, quizá por el crecido número de los parientes.
Pero todos se oponen, unos con más fuerza y otros con menos, a devolver al Estado el famoso Pazo. Aquel “regalo” que mandó levantar la escritora Emilia Pardo Bazán a finales del siglo XIX y que las autoridades franquistas gallegas obsequiaron a Francisco Franco antes de que concluyese la Guerra Civil. Con todo lo que tenía dentro: no se permitió a las herederas de doña Emilia recoger lo que era suyo. Con los años, y con el increíble ojo que tenía para la decoración la esposa de Franco, Carmen Polo, el Pazo se fue llenando de tesoros que “regalaban” los anticuarios, los joyeros, los libreros, los obispos, todo el mundo. El pasado 10 de diciembre, tras la obligada entrega de las llaves, el pazo dejó de ser propiedad de los Franco y se integró en el patrimonio del Estado.
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Las hormigas cortadoras o arrieras son unos himenópteros del subgénero Atta, de la familia de los mirmicinos. Se encuentran en casi toda América, hasta el sur de EE UU. Se caracterizan por un tamaño mucho mayor que el de sus primas europeas. Son muy prolíficas y sus hormigueros pueden contener hasta un millón de individuos, todos parecidos entre sí pero todos diferentes; unos más descarados que otros, o más tímidos, o más vivales, pero todos coordinados entre sí para la defensa de su hormiguero o de lo que consideran su territorio.
Lo característico de las hormigas cortadoras es su alimentación. Comen hongos, como tantos artrópodos o himenópteros de todo el mundo, pero cultivan esos hongos en hojas de árboles y plantas. Y les arrebata a todas una especie de avaricia: se suben a los árboles, empiezan a cortar hojas a mordisco limpio y las llevan hasta el nido. ¿Las arrastran trabajosamente, las acarrean entre varias con mucho esfuerzo? Pues no. Tienen una fortaleza prodigiosa y las suelen llevar en alto, muchas veces a plena luz del día, sin el menor disimulo, como si fuesen candelabros o muebles de época o estatuas románicas, para que el bosque entero vea quién manda. A las hormigas cortadoras les importa un rábano que en los árboles aniden pájaros, habiten roedores o simios o cualquier otra especie, o que sean frutales que alimentan a los campesinos: el árbol es suyo, lo consideran su finca, por así decir, y lo esquilman sin contemplaciones. Hay no poca chulería en eso. Cuando la emprenden con un árbol, pueden dejarlo sin una sola hoja en apenas una noche, lo cual debería alertar a las autoridades, porque da lo mismo que tengas las llaves del campo si, en cuanto te descuidas, entran las hormigas cortadoras. Que son, por decirlo de una vez, las responsables del 20% de la destrucción del follaje en el continente americano. Y no dejan de multiplicarse callada, silenciosamente.
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