España

Giorgia Meloni y la voz del campanero blanco

Giorgia “Samsagaz” Meloni tenía el apoyo del 4% de los italianos en 2018. Pero recibió el 26% de los votos en las elecciones del pasado 25 de septiembre

Giorgia Meloni nació en Roma el 15 de enero de 1977. Es la menor de las dos hijas que tuvieron Francesco Meloni Incrocci (ya fallecido), sardo cuya profesión merece párrafo aparte, y su esposa, Anna Paratore, siciliana que publicó alrededor de 140 novelas románticas con el seudónimo de Josie Bell; una especie de Corín Tellado italiana.

Una familia complicada. Francesco se lio con otra señora y abandonó a la familia cuando Giorgia tenía apenas un año. Se subió a un barco (que se llamaba, curiosamente, Caballo loco) y se plantó en la isla de La Gomera, donde rehízo su vida por medios poco recomendables. Más tarde se estableció en Baleares. Aquel ostentoso comunista, que se pavoneaba de serlo, fue detenido en 1995 en Mahón (Menorca) con tonelada y media de hachís a bordo de su velero. Sus hijas, Arianna y Giorgia, fueron a verlo a Canarias algunas veces, un par de semanas al año. Pero cuando Giorgia tenía apenas once, en una de aquellas visitas mantuvo una terrible discusión con su padre y lo sacó de su vida para siempre. Jamás le perdonó: el suyo fue un odio larga y cuidadosamente cultivado. Cuando Francesco falleció de leucemia, hace unos años, Giorgia no sintió la menor emoción, “como si se hubiese muerto un personaje de televisión”. O al menos eso dijo.

Meloni y su hermana fueron criadas en el barrio romano de Garbatella, un reducto obrero y claramente izquierdista. Su caso tiene obvias semejanzas con el de la española Macarena Olona, cuyo padre también abandonó a la familia, pero produjo en la jovencita un efecto inmediato: ella había de ser lo opuesto de su padre. Si él era comunista, Giorgia decidió ser todo lo contrario. Y con el mayor de los ímpetus, que le impidieron dedicar su vida a otra cosa.

Giorgia Meloni terminó el bachillerato en instituto Amerigo Vespucci, bastante lejos del centro de Roma, y ya no estudió nada más. No tiene formación académica. De joven trabajó como camarera o cuidando niños para ayudar en casa. Su profesión de “periodista”, que aparece en la mayoría de sus biografías, procede de que colaboró durante un par de años en el periódico Il Secolo d’Italia, órgano de propaganda del partido neofascista MSI (Movimiento Social Italiano). También publicó artículos, ocasionalmente, en otros medios. Nada más.

Su cultura, por lo tanto, es escasa y procede solamente de su enorme curiosidad. Meloni salió bajita (1,63 de estatura), rubia, nerviosa, hiperactiva, con una voz muy peculiar y desde luego soñadora. Tenía capacidad de liderazgo, eso se le notaba, y aprendió a hablar en público muy pronto. Se aficionó desde niña a la literatura y al cine fantásticos, singularmente a las obras de Michael Ende (La historia interminable) y J. R. R. Tolkien. Tendía a identificarse con los héroes de esas aventuras.

Es posible que su falta de estudios se deba a la pasión política, que la arrastró desde la adolescencia. A los 15 años se apuntó al “Frente de la Juventud” (FdG), organización juvenil del partido neofascista MSI. En aquellos años, los 90, muchos militantes del FdG estuvieron implicados en atentados terroristas que causaron muchos muertos, algo que Meloni olvida en su autobiografía Io sono Giorgia (Rizzoli, 2021); es una hagiografía edulcorada en la que Meloni se parece mucho al personaje de Campanilla en Peter Pan. No es exactamente así. Ni mucho menos.

Aquellos del FdG eran los tiempos en que Meloni fundaba y dirigía organizaciones juveniles con nombres como “Atreyu” (el chico protagonista de La historia interminable) o “Hobbit Camp”; la chica estaba seducida por la mitología de El Señor de los Anillos y hay fotos suyas en las que aparece disfrazada de Samsagaz Gamyi (en inglés: Samwise Gamgee), el gran amigo del pequeño héroe Frodo Bolsón. Meloni, en su libro, explica que identificaba a los hobbits de Tolkien con sus ideas, entonces explícitamente mussolinianas. Quizá leyó mal o entendió mal. No se dio cuenta de que la extrema derecha eran los de Mordor. 

El MSI cambió la piel en 1995 y se transformó en la Alianza Nacional (AN). El “nuevo” partido metió en el cajón algunos postulados claramente fascistas (no tantos, ¿eh?) para adaptarse a los nuevos tiempos. Meloni hizo lo mismo y se integró en Acción Estudiantil (“Azione Studentesca”), que así se llamó una organización juvenil de AN; curioso nombre, ya que lo único que no había hecho Meloni desde niña era estudiar. En 1996, con 19 años, ya era la líder nacional de aquel grupo. Atrás quedaron las cantarinas excursiones campestres vestidos de hobbits y los románticos viajes juveniles a Argelia para visitar a los refugiados saharauis, a los que la muchacha probablemente identificaba con el pueblo de Rohan atrincherado en el Abismo de Helm para defenderse de los orcos de Saruman. Esos rojos.

Meloni supo explotar muy bien su extracción popular y hasta su cultura más bien escasa (Tolkien aparte). Eso la diferenciaba de la inmensa mayoría de los políticos italianos, que sí habían pasado por la universidad. En el mismo estilo que luego dominaría Donald Trump (y que también usó Hitler casi un siglo antes), le sacó mucho partido a aquello de “no pertenecer a la elite que acapara el poder” y a ser “una más entre vosotros, el pueblo”. Hablaba bien. Quizá un poco demasiado alto, pero bien. Tenía don de gentes. Huía rápidamente de las ideas y teorías complicadas, quizá porque no las entendía, pero era muy eficaz simplificando, proponiendo “soluciones sencillas para problemas complejos”, como hacen todos los populistas, aunque eso sea imposible. Su receta era fácil de digerir: patriotismo y rechazo a Europa; catolicismo integrista e intransigente (pero ella vive con su novio sin casarse y tiene una hija que se llama Ginevra; además, no va mucho a misa); rechazo de la “ideología de género” y de las tenebrosas maquinaciones del lobby gay, que pretendía controlar el mundo desde la sombra; recuperación del orgullo nacional; expulsión de los inmigrantes; defensa contra las “islamización” de Italia; oposición radical al aborto y… bueno, de la economía ya, si eso, hablamos en otro momento, ¿verdad? De aquello sabía menos. Pero ese cóctel, en los mítines y en la cabeza de los italianos, acabaría por funcionar.

Meloni siguió dirigiendo organizaciones juveniles de extrema derecha durante bastantes años más. En 1998 la eligieron concejala por la provincia de Roma. En 2000 fue “directora” de Azione Giovani (más tarde Giovane Italia), la rama juvenil de la Alianza Nacional, y en 2004 la hicieron presidenta. 

En 2006 fue, por fin, elegida diputada por la extrema derecha, AN. Ahí debieron de cambiar algunas cosas para ella, por que la política italiana no tiene nada que ver con el enfrentamiento entre elfos y orcos ni hay ningún anillo que los controle a todos. La política italiana, desde el final de la segunda guerra mundial y sobre todo desde la catarsis de la Tangentopoli, inmenso escándalo de corrupción que barrió del mapa a los partidos tradicionales, funciona a base de alianzas, componendas, pactos y acuerdos… que a veces hay que lograr con el mismísimo Sauron. Meloni tenía que lograr algo muy difícil: seguir pareciendo “nueva” y fresca, no contaminada por los cambalaches del poder, pero a la vez participar en ellos. 

Su partido seguía siendo, no lo olvidemos, pequeño. Todavía en las elecciones europeas de 2014 logró apenas el 3,7% de los votos. Pero el taimado Berlusconi la hizo ministra de Juventud en 2008, participó en la creación de aquella ensalada que se llamó Popolo della Libertà (doce partidos unidos por hilos de araña bajo el inestable liderazgo de Berlusconi) y por fin, a finales de 2012, fundó su propio partido, Fratelli d’Italia. Toma su nombre de las primeras palabras del himno nacional, el célebre himno de Mameli.

Meloni anduvo en tratos poco confesables con la Liga Norte, otro grupo (mucho mayor) de extrema derecha acaudillado por otra personalidad atrabiliaria, Matteo Salvini. No logró ser elegida alcaldesa de Roma en 2016, pero ya quedó tercera. Su partido empezó a hacer de ella, de su nombre y de su cara, la marca electoral. La pequeña Giorgia se vino arriba y, en los mítines, ya tronaba, chillaba más que hablaba. La volvieron a elegir diputada y eurodiputada, esto último en 2019.

Italia, después de once años de gobiernos equilibristas, de traiciones entre socios de coalición y de gravísimas dificultades (fue el primer país europeo devastado por la pandemia de la covid-19 y uno de los que peor lo pasó), estaba “a punto de caramelo” para lanzarse a una solución radical, sí, pero que por lo menos pareciese distinta del largo avispero del que venían los ciudadanos. Giorgia Meloni tenía el apoyo del 4% de los italianos en 2018. Pero recibió el 26% de los votos en las elecciones del pasado 25 de septiembre. Antes de eso había viajado a España para participar en la campaña de Vox (lo considera su partido gemelo) a las elecciones andaluzas. En aquel mitin gritó de tal forma, dio tales y tan atronadoras voces y soltó tales inconveniencias que, según los analistas, el efecto fue el contrario al que buscaban Abascal y Olona. Como se acabó viendo en las urnas.

Pero eso no pasó en Italia. Giorgia “Samsagaz” Meloni ganó claramente unas elecciones en las que los votantes de izquierda, hartos ya de todo, se quedaron mayoritariamente en casa: la participación fue bajísima. Meloni triunfó mientras que sus dos socios de coalición recibían un palo de escalofrío. Salvini se quedó en el 8,77% y Berlusconi no pasó del 8,11%. Pero Meloni, que no deja de recordar que nació el mismo día que Juana de Arco, logró ella sola 119 diputados. Sumando los de sus dos “amigos” logra la mayoría absoluta. Será, pues, la primera mujer presidenta del Gobierno en Italia.

Otra cosa será lo que dure. Porque Meloni es joven, apasionada, soñadora, radical, ultraconservadora, hiperventilada y un punto infantil (esa foto de los melones podría haber acabado con la carrera política de muchos otros; como si se hubiese disfrazado de flamenca, vamos), pero no es una serpiente venenosa. Y los dos compañeros de viaje que tiene, a los que necesita para gobernar, sí lo son. Berlusconi y Salvini son dos redomados judas que han demostrado cien veces su condición iscariótica: han traicionado a quien han querido o podido, siempre. Ahora ya empiezan a gruñir que ya se verá cómo se reparten los ministerios, que a ver qué se ha creído esta mussoloni, como la llaman. 

Y eso tiene mal arreglo para la futura presidenta. Por más que chille. Que vaya si chilla.

La voz del campanero blanco

El campanero blanco (procnias albus) es un ave paseriforme de la familia de las cotíngidas, lo cual le hace primo más o menos lejano de los gorriones, de las oropéndolas y hasta de los alcaudones. Pero eso a él le da igual porque a lo que más se parece es a una paloma. Vive en Sudamérica. El plumaje del macho es completamente blanco y del pico le cuelga un apéndice carnoso y largo, parecido al de los pavos, que no está claro para qué sirve. Seguramente para llamar la atención. Porque si hay algo que al campanero blanco le encanta es llamar la atención.

En realidad es un pájaro difícil de ver. A pesar del crecimiento de los populismos en muchas partes del mundo, campaneros, lo que se dice campaneros blancos propiamente dichos, hay pocos. No es que esté en peligro de extinción; es sencillamente que hay pocos. Los equilibrios de la biodiversidad son así. Escarabajos hay muchísimos. Campaneros blancos hay pocos. No se puede hacer nada.

El campanero es difícil de ver, pero todo el mundo sabe que está ahí. Y esto por una característica singularísima: su voz. Es terrible. El campanero blanco tiene la voz más desagradable, más espeluznante y más potente de todas las aves del mundo. Cuando chilla, llega a los 130 decibelios. Arma un estrépito mayor que un taladro industrial, que un concierto de heavy metal, que la sirena de los bomberos o que un momento de euforia mitinera de Macarena Olona. Es terrorífico. El campanero blanco se pone a gritar y en la selva se espantan todos los demás pájaros, los jaguares, los capibaras, las anacondas, los tapires y los militantes de ultraderecha en un radio de nueve kilómetros. Pone los pelos de punta el alarido del pajarito.

Quizá esa es la razón de su escasez. Esas ganas de llamar la atención causan la envidia, la malquerencia y hasta el hambre conspiratoria de muchos otros animales, entre ellas las aves de presa vecinas del campanero, y que dicen: Shhh, un momento, criatura, ¿quién te has creído que eres para dar esas voces? Tú a callar, que quienes llevamos mandando aquí toda la vida somos nosotros.

Y al final se lo comen. Tardarán más o tardarán menos, pero se lo comen. Al tiempo.

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