Quienquiera que se inventase el aplauso a los médicos ha cambiado la vida de nuestra familia. Pero no sabría explicar si la ha mejorado o empeorado. Porque si vivir enclaustrados junto a nuestro hijo de dos años en un piso sin terraza ni balcón ni por supuesto jardín es un reto de por sí complicado, más difícil todavía se torna cuando pasamos las horas esperando que llegue el momento favorito del pequeño, que naturalmente es la ovación a los facultativos.
Todo cambió el sábado por la noche, a las 22.00 horas, cuando faltaba poco para empezar de manera oficial el confinamiento (aunque ya llevábamos casi dos días confinados para evitar contagios). Acaso por hartazgo respecto al inefable espectáculo de la política, acaso por venganza contra el coronavirus, que extiende con especial ahínco su mortífero poder en nuestra ciudad, Vitoria, o acaso sólo por solidaridad con quienes se dejan la piel combatiendo la enfermedad, abrimos la ventana del salón para aplaudir.
Nuestro retoño, que para variar andaba desvelado y jugaba con cinco o seis pelotas y un tren de madera, se sumó a nosotros con gran entusiasmo para provocar que, como en aquella canción, el amor saliera por la ventana. Ver a tanta gente aplaudiendo en los balcones le pareció una magnífica y emocionante idea, aunque no entendiera que ese aplauso era lo único sano en un día para el bochorno por obra y gracia de nuestra querida clase política. Lo que no le pareció tan magnífico fue que, cinco minutos después, los "nenes" de otras casas dejasen de aplaudir.
Él quería que la fiesta continuase y, con la pasión desatada en forma de lágrimas, se aferraba a esa ventana como a un juguete nuevo. Con pretendida astucia, le explicamos que el aplauso colectivo era el paso previo para ir a dormir. Conseguido, pensamos, cuando por fin transigió. Pero era un espejismo. Al llegar a la cama seguía queriendo aplaudir. "Nenes, más, más, más", repetía mientras hacía gestos ostensibles para que subiéramos la persiana de su cuarto. No diré que convencerlo para desistir fuera una tarea titánica, porque los tuiteros sin hijos o con varios niños me pondrán a caldo, pero sí diré que no fue fácil.
Lo mejor del día
A la mañana siguiente, exactamente a las 7.51 de este domingo, su primera petición del día fue ir al salón. Se dirigió a la ventana y se puso a aplaudir a raudales, pero para su sorpresa y disgusto no había nadie más haciéndolo. Le convencí para que esperase hasta la noche, si bien deseaba con todas mis fuerzas que no aguantase despierto tantas horas después. Por suerte y para nuestra felicidad, a algún cráneo privilegiado se le ocurrió adelantar el horario del homenaje a los médicos. Sabia y conciliadora decisión.
Durante la mañana volvió en varias ocasiones a la ventana, pero no para escuchar a los agentes de la Ertzaintza abroncando a los runners, ciclistas y otros despistados que debían volver a sus casas ni porque tuviera alguna irrefrenable pulsión espía como la de James Stewart en la película de Hitchcock. Sólo quería aplaudir junto a los vecinos.
Mil juegos y algunas discusiones después, a las ocho de la tarde de este primer día de confinamiento obligatorio para los que no tenemos perro, ahí estábamos de nuevo los tres, en la ventana del salón, desafiando a la lluvia y el frío, con nuestro hijo aplaudiendo enardecido como si tuviera delante a su payaso favorito. Esa emoción conjunta, empujada por un sentimiento común y aderezada con los motivos ocultos de cada uno, fue lo mejor del día.
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