España

José Andrés y el milagro de la multiplicación de las sardinas

Nuestro Señor, a la hora de hacer milagros, no dudaba en usar audazmente recursos a veces muy lejanos, exactamente igual que José Andrés, y para el bien de muchísima gente

José Ramón Andrés Puerta nació en Mieres (Asturias) el 13 de julio de 1969. Es uno de los cuatro hijos que tuvieron Mariano Andrés, nacido en Puebla de Valverde (Teruel), y su esposa Marisa Puerta, de Baracaldo (Vizcaya) pero criada en Mieres. Ambos eran ATS y han fallecido ya. Puede advertirse, por los orígenes familiares, cierta tendencia migratoria en la familia. No es en absoluto desatinado eso. En 1976, cuando José tenía apenas cinco años, la familia se afincó en Barcelona: allí nació Eduardo, el pequeño de los cuatro hermanos.

La formación académica de José Andrés es muy especializada. Quizá no podía ser de otra manera porque es fama que su padre, Mariano, era sencillamente imbatible preparando paellas. Alguna llegó a preparar para 500 personas en las fiestas de fin de curso del colegio en que estudiaban los chicos. Eso dejó huella en los cuatro hermanos, que, unos antes y otros después, se dedicaron a la hostelería. Hoy es el día en que en la familia se sigue debatiendo qué paella era mejor, si la del padre o la del hijo. El propio José admite que como la de su padre no había ninguna.

Hoy es el día en que en la familia se sigue debatiendo qué paella era mejor, si la del padre o la del hijo.

José empezó a cocinar para toda la familia cuando tenía doce años. Jamás hubo que llamar al médico, así que estaba claro que el guaje tenía mano de santo para aquello. Entró en la Escuela de Restauración y Hostelería de Barcelona cuando cumplió los quince. Y desde entonces ha sido el no parar, porque José demostró desde el primer momento que, sobre ser grandón y sonriente, tan inteligente como audaz y decidido, era un chaval hiperactivo, completamente incapaz de estarse quieto. Un pícnico y un sentimental, quizá más lo segundo que lo primero.

Del mismo modo que la inmensa mayoría de los políticos tienen un padrino que les ayuda a dar los primeros pasos y les hace concejales de su pueblo, el joven José Andrés llamó la atención de Ferran Adriá, apenas siete años mayor que él, que ya dirigía el legendario restaurante El Bulli (1962-2011). El contacto entre José Andrés y los hermanos Adriá ha continuado durante décadas. El asturiano no es de los que olvidan a los amigos.

Una cosa más, y muy importante, aprendió José Andrés de Mariano, su padre: la preocupación por los demás, por ayudar a los demás. Cuando le dieron el premio Príncipe de Asturias de la Concordia, en 2021, citó a su padre: “Decía que los grandes problemas suelen tener soluciones muy sencillas: añades un poco más de arroz y come todo el mundo”.

La leyenda de José Andrés comenzó a dibujarse a principios de los 90, cuando el chaval, con 21 años, se fue a Estados Unidos. En Nueva York trabajó en restaurantes como Paradis Barcelona (dominaba la gastronomía catalana), El Cid o El Dorado Petit. Luego dio el gran salto y se fue a Washington. Allí se instaló, allí sigue viviendo hoy (al menos cuando puede) y allí abrió, dirigió, inspiró o supervisó una sorprendente cantidad de establecimientos dedicados a lo que los miles de funcionarios del gobierno estadounidense sin duda llamarán “cocina exótica”, muy apreciada allí porque la cocina local, pues… en fin, cómo decirlo, ¿verdad? Aparecieron el Café Atlántico, de cocina “hispanoamericana” (sea eso lo que sea); el Zaytinya, greco-turco; el el Oyamel, mexicano, y sobre todo las dos joyas de la corona: el Minibar by José Andrés, un pequeño y apreciadísimo local de cocina de autor en el que los Obama celebraron su aniversario de bodas, y desde luego el Jaleo, ubicado en el edificio Lansburgh, a dos pasos del Smithsonian y a cuatro de la Casa Blanca. Allí pudieron probar los washingtonianos algo tan revolucionario y tan extraterrestre como las tapas, que les encantaron, aunque las pagasen a precio de platino iridiado. José Andrés se hizo famoso en todo el país. Y, cosa rara, no ha perdido un gramo de esa fama.

El 12 de enero de 2010, la tierra tembló bajo el suelo de Haití y segó la vida de unas 200.000 personas. Fue el terremoto más grave desde 1770, sobre todo porque el país (el más pobre de América) quedó literalmente arrasado. Hoy es el día en que no se ha recuperado de aquello. Fue entonces cuando José Andrés entró en ignición y puso en marcha su ONG World Central Kitchen (WCK), dedicada, en lo esencial, a dar de comer a la gente que no tenía qué llevarse a la boca después del desastre.

Aquello sí que fue una deflagración que no se ha detenido hasta hoy. WCK ayudó valiosísimamente tras el huracán María, en Puerto Rico (2017); en el huracán Harvey, en Texas; dieron de comer a 15.000 supervivientes de los espantosos incendios del condado de Butte, en California (2018); abrió un restaurante en la avenida Pennsylvania (la misma donde está la casa Blanca) para dar de comer gratis a los funcionarios que se quedaron en la santa calle tras el “cierre del gobierno” por Donald Trump en enero de 2019. Ayudó en la República Dominicana, Nicaragua, Zambia, Perú, Cuba, Uganda, Bahamas, Camboya y donde hizo falta, entre otros sitios la isla de La Palma cuando estalló el volcán. Durante la pandemia de la covid, José Andrés transformó ocho de sus célebres restaurantes supercool, tanto en Nueva York como en Washington, en comedores populares para alimentar a los afectados. Hizo lo mismo en San Francisco, donde preparó comidas gratis para hospitales. Logró que le dejasen usar el estadio de los Washington Nationals (equipo de béisbol de la capital estadounidense) como cocina para preparar menús.

Ayudó en la República Dominicana, Nicaragua, Zambia, Perú, Cuba, Uganda, Bahamas, Camboya y donde hizo falta.

Naturalmente, le adoraba todo el mundo. Empezaron a lloverle premios y reconocimientos, a los que él sí daba importancia porque esa popularidad le permitía conseguir más fondos para preparar sus miles, millones, decenas de millones de comidas para quienes tenían hambre. Le dieron el premio de la Fundación James Beard. La revista Time le incluyó (dos veces) en la lista de las cien personas más influyentes del mundo. En 2021 le dieron el premio Princesa de Asturias de la Concordia y le nombraron Hijo Predilecto de Mieres, algo muy importante para él. En 2015 mandó a Donald Trump a tomar por salva sea la parte cuando el mafioso neoyorquino, que comenzaba a postularse para la presidencia, encargó a José Andrés abrir un restaurante en el hotel de lujo Trump International, en Washington; mientras, el anaranjado político se dedicaba a llamar criminales y violadores a los inmigrantes mexicanos. “He sido inmigrante toda mi vida”, resopló José Andrés, y rompió el contrato. Trump nunca le perdonó, como hace siempre en estos casos. Pero José Andrés tampoco le perdonó a él. Ya va quedando claro quién salió perdiendo: el restaurante preferido del expresidente sigue siendo McDonald’s.

Le han propuesto varias veces para el premio Nobel de la Paz.

Y luego llegó la guerra de Putin. José Andrés puso en marcha toda su infraestructura, se calzó las botas y la ropa de abrigo y se largó a Ucrania a preparar comidas para la gente. A fecha de hoy ha repartido casi 200 millones de menús. Ha llamado “matón”, con todas las letras, al presidente ruso (algo parecido dijo de Trump) y ha dicho que este mundo no puede permitirse ni más Putines ni más Maduros, por el autócrata venezolano. José Andrés no suele utilizar demasiado picante en sus recetas. Pero cuando suelta la lengua por algo en lo que cree, el peor de los chiles no puede ni compararse con lo que sale por esa boca.

Se largó a Ucrania a preparar comidas para la gente. A fecha de hoy ha repartido casi 200 millones de menús.

Hace pocos días, por fin José Andrés se ha fundido en un gran abrazo con el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski. El presidente no sufrió graves daños a pesar de que, comparado con las hechuras y la energía del chef asturiano, Zelenski tiene el porte aproximado de un pepinillo. Pero lo que trascendía del encuentro no era tanto el desencaje de huesos como la felicidad, la alegría que rezuma siempre del deber cumplido. Y de la lucha por la libertad.

* * *

La sardina de agua dulce (Lycengraulis grossidens), también llamada por algunos despreocupados “anchoa de río”, es un pez migratorio, anfibiótico y potamotoco de la familia de los engráulidos, de todo lo cual el pobrecito no tiene ninguna culpa, como sin duda el lector ya supondrá. Es una sardina como tantas, como miles de millones de sardinas que pueblan los océanos, difícil de distinguir del resto de las sardinas salvo por dos detalles importantes.

Primer detalle: nada lo mismo en agua salada que en agua dulce, algo que no pueden hacer el resto de las sardinas por más empeño que pongan.

Segundo detalle: según la mayoría de los exégetas, este es el pez que, a partir de dos unidades, multiplicó Jesucristo en los montes de Betsaida para alimentar a unas 5.000 personas que habían ido a escucharle y que tenían hambre. Lo acompañó con pan. Eso es algo extraordinariamente parecido a lo que hace José Andrés, aunque con un menú algo más variado.

Es, por tanto, un pez eminentemente milagroso. Esto se comprueba fehacientemente cuando se sabe que la sardina de agua dulce habita en el lago Maracaibo, en la Patagonia argentina y en los cursos de los ríos Orinoco y Amazonas, pero jamás en la vida se ha visto una de estas sardinas en el pequeño lago Tiberíades, ni en el río Jordán, ni en toda la Galilea baja, ni en todo el Oriente medio. Prueba evidente de que Nuestro Señor, a la hora de hacer milagros, no dudaba en usar audazmente recursos a veces muy lejanos. Que es exactamente lo mismo que hace el chef José Andrés.

Para bien de muchísima gente, como queda comprobado.

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