José Antonio Griñán Martínez nació en Madrid el 7 de junio de 1946. Es hijo de Octaviano Griñán Gutiérrez, oficial que fue del cuarto militar del dictador Franco (hay quien dice que escolta), y de María Teresa Martínez Emperador, ambos sevillanos. El padre, queda claro, fue franquista, pero la madre salió más roja que las amapolas, a pesar de proceder de una familia “del régimen”. Todo esto, bastante frecuente en aquella remota época, no influyó excesivamente en la trayectoria personal ni política de José Antonio Griñán, que nació en Madrid, obviamente, por motivos laborales. Su familia era andaluza por los cuatro costados.
Estudió el chico en el colegio de los Agustinos “que estaba encima del estadio Metropolitano”, según dice él mismo. Se refiere al desaparecido Stadium Metropolitano, que alojó al Atlético de Madrid hasta 1966. Esto hizo que el joven Pepe, como le gusta que le llamen, saliese buen estudiante (por encima de la media; los agustinos eran muy exigentes) y también devotísimo colchonero, algo que le dura hasta hoy y que compagina con su otra religión, el Real Betis Balompié.
Pepe Griñán jamás fue un tipo exaltado, vivalavirgen, atizador de incendios, líder nato ni voceón. Ya de chaval era más bien serio, alegre cuando tocaba, responsable, estudioso y bien educado. Su trato personal ha sido siempre extraordinariamente afable y cercano, como saben bien –es un ejemplo entre muchos– los veraneantes de la playa de San Cosme, en Barreiros (Lugo), donde Griñán y su familia pasaban los agostos en paz y tranquilidad; saludaba el político a quien se le acercaba sin el menor recelo, hablaba de lo que fuese y tomaba el sol o el fresco –que en esa playa y pueblo hay mucho de las dos cosas– como cualquiera. Si había escoltas o seguridad, que seguramente sí, se mimetizaban con el paisaje porque no se les veía.
Pero no adelantemos acontecimientos. Griñán se licenció en Derecho por la Universidad de Sevilla. Sacó, con toda brillantez, las oposiciones a inspector técnico de Trabajo en 1969. Ejerció primero en Zaragoza y luego en Sevilla. Se afilió al PSOE en 1975, según algunos exégetas; otros retrasan la fecha hasta los años 80. Por esa época debió de empezar a escribir poesía, algo que ha seguido haciendo: hace alrededor de quince años maquinaba publicar sus versos “cuando se jubilase”. No lo ha hecho. Pocos conocen sus silenciosos poemas de amor a Amparo Rubiales. Ha publicado, hace poco, otro libro mucho más amargo: Cuando ya nada se espera (Galaxia Gutenberg, 2022).
También por ese tiempo, los 70 o quizá los 80, debió de darse cuenta de que había equivocado su profesión. La política lo envenenó desde la juventud, como es notorio, pero la juventud le cayó en un país dividido y más tarde, salvo unos cuantos años dorados de la Transición, el país siguió igual de partido, unas veces en dos, otras en más trozos. Y Griñán no entendía eso; a su naturaleza y carácter le iba mucho más la armonía. Por eso soñó siempre con un imposible: ser director de orquesta. Y sin duda gracias a eso, o quizá también con eso, agarró una pasión desmedida, reverencial y frecuentemente extática (es decir, completamente lógica) por la voz de Alfredo Kraus, pasión que también dura hasta ahora mismo, como es natural. Él dice que nunca ha cantado porque lo hace muy mal. Quienes le conocen lo desmienten rotundamente.
La carrera política de Griñán fue rotunda, algo un tanto extraño dada su forma de ser. El éxito en política, en la España de las últimas tres o cuatro décadas, suele acompañar al corazón frío, a la determinación, al instinto depredador y a la falta de piedad. No es frecuente que lo obtenga alguien con alma sensible, pasión por las artes y la música, lector compulsivo, poeta clandestino y persona con hechuras de otro tiempo, amigo de la soledad y del sosiego. Ese tipo de gente que sigue creyendo en las sirenas está, en política, en vías de extinción. Y suele acabar mal.
Pero Griñán sí lo consiguió. Formó parte de la poderosa inundación socialista que llenó Andalucía desde principios de los años 80, cuando el saco vitelino de la Transición (la UCD) se deshizo y ya cada cual supo quién era y dónde estaba. Griñán, formado en el mundo del trabajo y la Seguridad Social, fue viceconsejero de esas cosas ya con los primeros presidentes andaluces, Escuredo y Rodríguez de la Borbolla. Manuel Chaves le nombró consejero de Salud en 1990. “Felipista hasta que me muera”, como dijo alguna vez, fue ministro de Sanidad con González antes que diputado en el Congreso: ganó el escaño por Córdoba en 1993 y lo mantuvo durante once años, mientras decía: “Andalucía me ha dado una patria que no tenía”. Ya en el ocaso del felipazgo volvió a ser ministro, esta vez de Trabajo y Seguridad Social, hasta que Aznar ganó las elecciones de 1996.
De nuevo diputado por Córdoba, pero esta vez en el Parlamento andaluz (2004), Manuel Chaves le hizo consejero de Economía y Hacienda; más tarde, además, vicepresidente de la Junta, lo cual equivalía, en términos sencillos, al título de príncipe heredero de un reino que parecía eterno. Por fin, Griñán fue investido presidente de la Junta de Andalucía el 22 de abril de 2009. Le llevó al trono la sempiterna mayoría absoluta del PSOE; votaron en contra el PP y la Izquierda Unida de Cayo Lara, en un brindis al sol que no fue preludio de venturas electorales sino de todo lo contrario.
Fueron los años dorados… pero de un dorado que se ajaba poco a poco. Secretario general del PSOE andaluz en 2012, de nuevo presidente de Andalucía en ese mismo año (ahí IU sí echó una mano, porque el partido más votado había sido el PP) y, por fin, todo casi a la vez, presidente del PSOE, cargo prácticamente honorífico que solía reservarse a líderes indiscutibles casi al borde de la canonización socialista, como Indalecio Prieto o Ramón Rubial. Griñán sustituyó en el puesto (también en este) a alguien más terrenal: Manuel Chaves.
Pero el reino, que parecía eterno, se cuarteaba y se derrumbaba poco a poco. O no tan poco a poco. Ya en 2011, una jueza de personalidad complejísima y muy difícil, Mercedes Alaya, había metido las manos (judicialmente hablando) en lo que luego se conoció como el caso de los ERE en la Junta de Andalucía. Eso fue lo que acabó con todo. Griñán dejó la presidencia de la Junta de Andalucía al año siguiente de su reelección, 2013.
Se trataba de un caso de corrupción de enormes proporciones. Esto sucede cuando alguien, por lo general un partido o algunos líderes de un partido, se aplican a sí mismos el vaticinio que la Iglesia hace de Cristo: que su reino no tendrá fin. Aparece entonces la sensación de impunidad y, dos pasos detrás de ella, la codicia. Una codicia que, en las fotos, se traduce siempre en inquietantes sonrisas de una exagerada felicidad.
Durante años, cientos de millones de euros destinados a ayudar a empresas en dificultades (los expedientes de regulación de empleo, los ERE legales) fueron desfachatadamente desviados a otros menesteres, a otras personas y a otros bolsillos. El descaro de los desviadores era tal que los propios mecanismos de control de la Junta avisaron de que alguien se estaba pasando mucho de la raya. La respuesta fue desmontar esos mecanismos de control y dejarlo todo en manos de “gente de confianza”, como el omnímodo señor Guerrero Benítez. Total, el negocio parecía seguro: todo el mundo estaba mirando a los latrocinios del PP, que se contaban por cientos; ¿quién se iba a fijar en Andalucía? Y si acaso alguien se fijase, ¿quién se lo iba a creer? En aquel coro de doradas sonrisas solo había un rostro cada vez más serio y lastimero: el de Griñán.
El escándalo de los ERE acabó con el larguísimo mandato de los socialistas en su fortaleza electoral más segura, Andalucía. Fue una decepción no repentina, pero sí multitudinaria, que puede resumirse en una frase: “Tan ladrones son estos como los otros”. Los ERE hundieron la carrera política de mucha gente, entre ellos Manuel Chaves y José Antonio Griñán. ¿Puede alguien decir que un solo euro de aquellos 680 millones (algunos dicen que muchos más) acabaron en los bolsillos de los dos líderes caídos? No. Ellos no fueron los ladrones. Por eso dice hoy Griñán que no es que se crea inocente, sino que se sabe inocente. Porque él no se llevó un céntimo. En política, hay quien piensa que robar está mal. Luego están los que creen que lo que está mal no es robar sino que te pillen. Griñán fue siempre de los primeros. Un tipo raro.
La sentencia del Tribunal Supremo, que acaba de condenar a Chaves a nueve años de inhabilitación para ejercer cargos públicos y a Griñán a 15 años de lo mismo y además a seis años de cárcel, no deja lugar a muchas dudas, a pesar de sus 1.800 folios. No hicieron, pero dejaron hacer. Les tocaba vigilar y controlar, y se “despistaron”. El fraude era de tales proporciones, y además tan descarado, que era materialmente imposible que el señor consejero de Hacienda (Griñán) y luego presidente de la Junta ni lo oliese. Permitió que pasase todo aquello, actuó para favorecer las tropelías y no para impedirlas, y eso es prevaricación. Se le ha condenado también por malversación. Eso ha dolido más que la inminencia del presidio (salvo que haya indulto rapidísimo del Gobierno), porque Griñán, sumido en la melancolía, repite y repite que él jamás se llevó un céntimo de todo esto.
Es verdad. Pero su trabajo consistía en impedir que los demás robasen, no en mirar para otro lado o en no atender a los alarmantes avisos que le llegaban. Antes de la sentencia condenatoria, decía de ella: “La acataría, pero mi vida habría terminado”. Es obvio que no hay una corrupción mala y otra peor. Todas son iguales. No es fácil explicar por qué Esperanza Aguirre, que tampoco parecía enterarse de nada de lo que hicieron durante años sus hombres de la máxima confianza, está en su casa, mientras Griñán tiene un pie en la prisión. Pero de nada sirve arrojarse corrupciones a la cabeza, como si fuesen cestos de excrementos: la frase fatídica, “tan ladrones son unos como otros”, es lo peor que nos puede pasar a todos: una bomba en los cimientos de la democracia, un veneno que favorece más que ninguna otra cosa el crecimiento de las plantas carnívoras del populismo.
A la espera de lo que pueda suceder ahora, Pepe Griñán está atenazado por el abatimiento. Lo tuvo todo y todo lo perdió. Ahora, como suele suceder en política con los árboles caídos, sus antiguos amigos le dan la espalda y cambian de conversación cuando sale su nombre, lo mismo que pasa con Manuel Chaves.
Y lo que él quería de verdad era ser director de orquesta…
La melancolía del manatí
El manatí (Trichechus manatus) es un mamífero sirénido de la familia de los triquéquidos. Es grande, herbívoro, bondadoso y muy sensible. En diversas especies, habita no solo mares tropicales (todo el Caribe, desde Florida hasta las costas del Brasil) sino zonas interiores como el Amazonas o las selvas y pantanales del África occidental ecuatorial.
El manatí es un animal tranquilo y armonioso que pasa la vida buscando su alimento y el de su familia. No se mete con nadie. Es muy inteligente y es capaz de evitar el acoso de las orcas, que son su depredador más obvio; no así el de los hombres, sean del partido que sean, que se aprovechan de su buen carácter y lo cazan sin contemplaciones.
Animal de aspecto triste (aunque no lo sea), dejó pasmados a los colonizadores españoles que, en el siglo XVI, se tropezaron con él en sus exploraciones centroamericanas.
Aquellos tipos, más bien rudos y no sobrados de empatía, no sabían lo que era, nunca habían visto un manatí. Y dieron en recelar de él, y en temerle, porque le tomaron por una sirena: aquel ser mitológico de los griegos que se caracterizaba por su hermosura, por su buena voz y por atraer a los navegantes, con su canto mágico, hacia escollos y acantilados mortales. Eso lo cuenta Homero en la Odisea, le pasó al mismo Ulises. Nada menos que Ulises, que había derrotado a los troyanos con su ingenio y que había rechazado diestramente llevarse dinero de los ERE de Micenas.
Naturalmente, bastó cazar un par de manatíes para acabar con aquel cuento. Su carne era sabrosa y su grasa muy útil. Y el manatí, que no desconfiaba de aquella gente porque era de natural bondadoso y la suspicacia no estaba en su naturaleza, estuvo a punto de extinguirse. Todavía hoy lo está, con su cara triste y su mirada de melancolía.
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