España

José Luis Mendilibar y la audacia de la barnacla cariblanca

José Luis Mendilibar E

José Luis Mendilibar Etxebarria nació el 14 de marzo de 1961 en Zaldívar, un pequeño pueblo del Duranguesado, en la provincia de Vizcaya. De su familia se sabe poco. Solo que su madre, Cándida, falleció hace diez años, cumplidos ya los 80, en el mismo pueblo en que vivió siempre la familia. José Luis tiene esposa y tres hijos ya mayores (uno de ellos, Aitor, se dedica al cine) pero, desde niño, su amor constante más allá de la muerte ha sido el fútbol. No ha vivido para otra cosa.

Hay dos tipos de jugadores de fútbol. Unos son las flores de invernadero que coleccionan ferraris, apalean millones y se indignan si la temperatura del jacuzzi está grado y medio por encima o por debajo de lo que ellos han ordenado a los sirvientes. Los otros son los que empezaron a jugar en campos de tierra, masticando barro, y no les importaría volver a hacerlo si fuese necesario. Mendilibar ha sido siempre de estos últimos. Un currante, un obrero del balón.

No tuvo suerte como jugador. Tuvo que ser la suerte porque condiciones no le faltaban, ni físicas ni mentales. Tenía talento como delantero. Pero jamás llegó a jugar un partido de primera división. Empezó a patear balones en la Sociedad Cultural Deportiva Durango, que estaba (y está) en las profundidades de las divisiones locales y regionales. Luego, con 18 años, le hicieron sitio en el Bilbao Athletic (filial del equipo grande, el Athletic de Bilbao), donde las cosas no fueron muy allá. Luego se fue al Club Deportivo Logroñés (desaparecido), donde estuvo tres años. Después jugó en el Sestao Sport Club (desaparecido), con el que marcó 36 goles… en ocho años, lo cual tampoco es como para tirar cohetes si eres delantero. Se retiró en 1994, en el desaparecido Lemona. En sus 16 años como jugador salió al campo en 527 partidos y marcó… 69 goles. No es mucho, no.

Quizá aquel año, 1994, habría sido el momento de empezar a pensar en otra cosa, pero José Luis no sabía vivir sin el fútbol.

Era el típico vasco “de manual”: fuerte, ni muy alto ni muy bajo, callado, reservado, simpático, honrado, muy apegado a su tierra y a su gente, con dientes pequeños, una prominente nariz aguda y voz de tenor; pero nunca supo cantar, cosa extraña en un vasco

Empezó a entrenar. Se ha dedicado a eso durante veinte años. Sabe muy bien, por propia experiencia, que, cuando las cosas van bien, el equipo triunfa gracias a los jugadores; pero que cuando van mal es el entrenador el que tiene la culpa de todo y hay que echarlo. Junto con el de funambulista entre dos rascacielos, el de entrenador de fútbol es uno de los puestos de trabajo más inseguros del mundo, como Mendilibar, Mendi, sabe quizá mejor que nadie. 

Ha entrenado a doce equipos (a algunos de ellos en más de una ocasión) y podría decirse que es el entrenador del “casi”. Durante los dos años que dirigió al Lanzarote (2002-2004) casi consigue ascender al equipo a Segunda División. En 2004 casi logra meter al Eibar en Primera; quedaron cuartos en la tabla. En la temporada siguiente, 2005-2006, estuvo a punto de durar diez partidos al frente del Athletic de Bilbao, pero lo echaron después del noveno encuentro porque aquello era una catástrofe, no hacían más que perder. Consiguió ascender al Valladolid a Primera (se encontraba muy a gusto en la capital castellana, bien comunicada con su tierra), pero lo echaron en febrero de 2010 y el club volvió a Segunda. 

Todo así. Con el Osasuna casi logra meter a los rojillos en puestos europeos, pero en 2013 perdieron tres partidos seguidos, al principio de LaLiga, y Mendilibar volvió al paro. En el Levante duró ocho semanas, por lo mismo. Volvió al Eibar, seguramente el equipo de su vida (aunque su corazón está y estuvo siempre con la Real Sociedad), y ahí sí; ahí estuvo ocho años seguidos, de 2015 a 2021, hasta que el equipo volvió a caer en Segunda y, según costumbre, echaron al entrenador, por más que lo quisiesen. Quizá fuese ese despido el que más le dolió. O quizá el del Alavés, donde duró 12 partidos… de los que perdió siete. 

Mendilibar ha sido siempre un entrenador clásico, de los de antes. No le gustan demasiado las figuras ni los galácticos, cree en la construcción de un equipo mucho más que en la armonización de un grupito de divos de ópera. Su esquema favorito es el 4-4-2, que seguramente se inventó a finales de la última glaciación. Procura convivir todo lo posible con sus jugadores: anda por el vestuario, les anima y les gasta bromas, desayuna y almuerza con ellos, conoce sus problemas y sabe que es fundamental ganarse su confianza. No tiene tablet ni cristo que lo fundó, como él dice; odia las modernidades y las tecnologías punta, él se arregla hablando y dando ejemplo. Dice muchos tacos. Y el célebre VAR… “Muchos jugadores y árbitros confían en lo del VAR. Eso demuestra la poca personalidad que tienen”. Son sus palabras.

La precariedad laboral también ha llegado al fútbol, como bien saben todos los entrenadores salvo el Cholo Simeone. A Mendilibar, en el Alavés, le habían ofrecido un contrato de seis meses. Dijo que sí. Y en esto el Sevilla, que andaba de Herodes a Pilatos, que había fulminado ya a un técnico durante la temporada 2022-2023 y que estaba en puestos de descenso gracias a las chifladuras del argentino Sampaoli, llamó a Mendi. Eso fue en marzo pasado. Llevaba un año en paro y, naturalmente, era barato. Le ofrecieron trabajo ¡por tres meses! con el encargo expreso de salvar al equipo de la vergüenza de bajar a Segunda División. Y Mendilibar volvió a decir que sí. Qué remedio le quedaba. Llevaba meses entreteniéndose en cuidar de su nieta.

Mendi volvió a hacer lo que ha hecho siempre: cohesionar a los jugadores, estimular a un genial prejubilado (casi prejubilado) como Jesús Navas, ponerlos a todos a correr como rebecos, adaptarse al terreno, ir a la Feria de Abril donde casi se muere de calor con aquel traje y aquella corbata, apuntarse a la Semana Santa (“no sé si para todos los días, pero está bien esto, ¿eh?”) y hacerse querer.

El equipo empezó a ganar partidos en LaLiga y aquel vasco, con pinta indisimulable de vasco y fortísimo acento vasco, empezó a hacerse uno de los personajes más populares de Sevilla. Comenzaron a aparecer los llamados mendilovers. 

Quizá los historiadores de las próximas décadas, los economistas y los sociólogos logren explicar cómo fue posible que el Sevilla (un club que, como la inmensa mayoría, nunca fue uno de los portaviones de la Liga española, que son tres o cuatro; si acaso, un potente acorazado) ganase seis Europa League, o Liga Europa, o como prefieran ustedes llamarla; de soltera se llamaba Copa de la UEFA. Era y sigue siendo la segunda competición europea de clubes, en la que participan aquellos equipos que no han logrado clasificarse para el torneo “grande”: la Copa de Europa o Champions League. Pero es un torneo importantísimo, muy difícil de ganar y que otorga al club campeón un gran prestigio y unos beneficios muy cuantiosos.

Todo eso está muy bien, pero… ¿seis veces? ¿Cómo? El Sevilla es un equipo cuya esencial razón de existir (o al menos una de ellas) es no ser el Betis, del mismo modo que entre los principios fundamentales del Betis está el no ser el Sevilla. Dicho sea esto con cierto humor y con el máximo respeto para ambos, desde luego, pero solo ese esfuerzo consume una cantidad de energías inmensa. Bien lo saben el Real Madrid y el Atlético, el Barça y el Español, el Athletic y la Real Sociedad, el Oviedo y el Gijón, etcétera. Si estás entre la aristocracia de la Liga (nunca en lo que va de siglo ha terminado el Sevilla por debajo del décimo puesto) pero no perteneces a la “familia real” (solo ganaron una Liga, en 1946), ¿cómo haces para que tu equipo, el Sevilla, haya ganado más copas de la Uefa que el Inter de Milan y la Juventus juntos, que el Atlético de Madrid y el Liverpool juntos, que el Real Madrid y el Chelsea y el Borussia juntos? ¿Cómo lo han conseguido? ¡Nadie más que ellos ha hecho lo mismo!

El Sevilla es un equipo cuya esencial razón de existir (o al menos una de ellas) es no ser el Betis, del mismo modo que entre los principios fundamentales del Betis está el no ser el Sevilla

Esto era lo que Mendilibar quizá no se esperaba cuando firmó aquel contrato de tres míseros meses con el club andaluz: que, además de salvar al equipo del descenso, le tocaba intentar lo que, en esas condiciones, parecía casi un imposible metafísico: la Séptima “Europa League”. Ser mejor que otros 56 grandes conjuntos de todo el continente. 

El equipo, dirigido por Sampaoli (antes de que lo echaran), se había deshecho ya del PSV Eindhoven (febrero) y del Fenerbahçe (marzo). A Mendi le quedaba lo peor. Lo más difícil. 

Entre el 13 y el 20 de abril (ida y vuelta), los rojiblancos doblegaron al histórico Manchester United por un total de 5-2. Entre el 11 y el 18 de mayo arrodillaron a otro grande europeo, la Juventus, la vecchia signora, por un tanteo de 3-2.

Y el 31 de mayo pasado, en el Puskás Aréna de Budapest, el Sevilla FC., con José Luis Mendilíbar al frente, derrotaba a la poderosa Roma, pilotada por José Mourinho. Empataron a un gol durante el tiempo de juego pero los sevillanos se impusieron en los penaltis gracias a una inolvidable actuación del canadiense Yassine Bounou, familiarmente Bono, portero sevillista. Fue el delirio.

Mucho se ha escrito que Mendilibar era el novato en estos lances y Mourinho el veterano. Es cierto, el técnico español jamás se había visto en otra tal. También se ha dicho que Mendi era el alumno y Mourinho el maestro. Mentira. Su planteamiento del juego es radicalmente diferente.

Su manera de tratar a los jugadores, también. Y hay algo que Mendilibar no ha aprendido en absoluto del entrenador portugués, lo más importante: su pésima educación, su inmensa vanidad, su indecente falta de deportividad y de fair play, su chulería y su casi pornográfico afán de protagonismo personal. Eso Mendilibar no lo ha tenido nunca. En Budapest, Mourinho quedó humillado quizá como nunca antes en su vida. Falta le estaba haciendo.

Decenas de miles de mendilovers inundaron las calles de Sevilla para recibir, en triunfo, al equipo. Se oyeron cánticos mil veces repetidos: “Mendilibar nos lleva a Budapest” y, sobre todo, el “Mendi quédate, quédate". Al técnico vasco lo mantearon, lo besaron, lo alzaron en hombros veinte veces. Le pusieron un micrófono en la mano y el hombre, que nunca podrá dejar de ser como es, dijo: “Estos cabrones me quieren hacer hablar… Y qué digo… Pues ¡aupa Sevilla!”, gritó, mezclando los vítores típicamente vascos con el triunfo andaluz. Y un alma empecatada escribió en Facebook: “Entre el Betis y el Sevilla ya tenemos siete Europa Leagues, ¿es o no es grande nuestra ciudad?”. Claro que el Betis no tiene ninguna… 

Ahora está por ver si al humilde, paciente, enérgico, sonriente y barato Mendilibar, el entrenador del “casi”, el hombre que no se sabe la letra del himno del Sevilla pero silba la música muy bien, le renuevan el bochornoso contrato de tres meses que le hicieron, y que ha concluido con una auténtica apoteosis. La ciudad entera lo quiere. Y seguramente así será…

Hasta que lo vuelvan a echar. Eso él ya lo sabe y lo dice. Un día u otro ocurrirá, es ley de vida para los entrenadores.

*     *     *

La barnacla cariblanca (branta leucopsis) es una anátida, un ave muy frecuente en las costas de Escandinavia y en el este de Groenlandia, pero no es del todo raro verlas en el sur de Europa. Es un ganso verdaderamente hermoso, con plumaje en tonos blancos, negros y grises. Como todos los gansos, es ave migratoria, pero tampoco se crean ustedes que se va muy lejos. Está muy apegada a su tierra.

La barnacla hembra pone entre uno y siete huevos, pero tiene dos problemas. El primero son los depredadores: zorros árticos (alguno será del Betis, seguro), osos polares, charranes, gaviotas, búhos nivales y por ahí seguido. Por ese motivo las barnaclas suelen anidar en sitios inaccesibles: acantilados, salientes rocosos, picos pelados cerca del mar, siempre muy altos. Allí es más fácil defender los apetitosos huevos y a los no menos sabrosos pollitos.

El segundo problema es la alimentación. Son fitófagos: comen hierbas, plantas, musgos, cosas así. Y, como la gran mayoría de los gansos, las barnaclas adultas no alimentan a los recién nacidos: estos tienen que buscarse la vida como puedan. 

Y aquí llega el drama. Pongamos que usted es un pollito de barnacla recién llegado al mundo. Tiene dos o tres días de edad y un hambre que se las pela, además de muchas ganas de triunfar en la vida. Pero papá y mamá no le traen la comida a casa y, encima, usted ha nacido en lo alto de un picacho vertical muchísimo más alto que la Giralda de Sevilla. A su espalda hay una pared. Delante, un vacío de cientos de metros. Abajo… Pues usted no sabe lo que hay abajo, pero ya se lo digo yo: son piedras. Piedras afiladas. No nieve ni agua ni hierba mullida, no: piedras. ¿Qué hacer?

Pues usted, pollito de barnacla, ha nacido con el instinto irreprimible de seguir a su madre, haga lo que haga. Su madre, barnacla adulta que a lo mejor se llama José Luis y, por esas cosas de la vida, quizá haya nacido en Zaldívar, Vizcaya. Lo que su madre hace es ponerse a la entrada del nido, de pie, mirando hacia el vacío. Y luego salta. 

Y eso es justamente lo que hace el pollito: saltar. Tiene tres días. Pesa unos seis gramos. Le falta un mes para aprender a volar. No ha ganado una Liga desde 1946. Sabe que lo que va a intentar es un disparate, que se juega la vida. Pero salta. Agita tan deprisa como puede lo que pronto serán alitas, todavía no lo son. La caída es lenta y a veces el pollito se golpea terriblemente con salientes de la pared; que si el Manchester, que si la Juve. Da vueltas sobre sí mismo y, al final, paf: se estrella contra las rocas de abajo.

Al principio parece, naturalmente, que se ha matado. No se mueve. Es un pellizco de peluche aplastado contra una piedra. Pero inmediatamente llega su madre y empieza a tocarle con el pico, quizá le grazna algo, quizá le silba bajito el himno del Sevilla, eso vaya usted a saber. Y el pollito, ¡el séptimo pollito de la nidada, el último que se ha tirado!, se despabila, levanta la cabeza como si no se creyera lo que acaba de hacer, menea un poco el pico como diciendo: “Ozú, ¡qué caída más tonta!", y se pone a caminar detrás de su madre, que lo lleva al prado cercano. Y allí se alimenta y logra sobrevivir, satisfechísimo de su hazaña.

Nadie sabe en realidad cómo lo ha conseguido. Pero está claro que lo ha hecho. Y así una y otra vez, seis, siete. Las que hagan falta. Impresionante el pajarito, ¿eh?

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