José María Aznar López nació en Madrid el 25 de febrero de 1953. Es el pequeño de los cuatro hijos que tuvieron Manuel Aznar Acedo, periodista radiofónico de notable adhesión al régimen de Franco, y su esposa, Elvira López Panadero. Es nieto de Manuel Aznar Zubiagaray, también periodista, diplomático y político muy notorio durante el franquismo, y sobrino-nieto del almirante Juan Bautista Aznar, último y brevísimo (no llegó a dos meses) presidente del Consejo de Ministros del reinado de Alfonso XIII.
De familia acomodada y muy conservadora, el niño José María comenzó sus estudios en el prestigioso colegio madrileño de El Pilar, dirigido por los padres marianistas; allí se educó muy buena parte de la clase política, empresarial, periodística, económica, docente, literaria, artística y hasta deportiva de los años de la Transición, y hay que señalar que fueron pilaristas tanto futuros conservadores como liberales, socialistas y hasta comunistas de las décadas siguientes.
Hay que decir que el paso de José María Aznar por El Pilar no dejó una huella especialmente profunda. Sus notas estaban en la zona media de la tabla, a veces un poco más arriba, a veces un poco más abajo. Era un estudiante “del montón” que eligió el bachillerato de Letras y que no destacó especialmente en nada; ni siquiera por su carácter, digan lo que digan hoy sus adversarios, que se empeñan en pintarlo como un matoncillo en el patio del colegio. No hay pruebas.
Era un muchacho gris, serio y callado que, quizá impulsado por la profunda convicción católica, tuvo la ocurrencia juvenil de apuntarse al FES, Frente de Estudiantes Sindicalistas; era esta una diminuta organización de carácter falangista radical e intransigente (es decir, que estaban en contra de la dictadura de Franco, a quien consideraban un traidor a la Falange original) y una fortísima impregnación católica, apostólica y románica. De aquellos remotos tiempos procede una carta que el adolescente Aznar envió a la publicación falangista SP, en la que defendía con bastante estilo aquello del “falangismo independiente”. Tenía 16 años.
Era un estudiante “del montón” que eligió el bachillerato de Letras y que no destacó especialmente en nada; ni siquiera por su carácter, digan lo que digan hoy sus adversarios
Pero aquellas veleidades joseantonianas se le pasaron pronto. Tras su paso por El Pilar, el chico se matriculó en Derecho en la Universidad Complutense de Madrid. Le fue bien. Siguió sin llamar la atención. Se licenció en 1975, a los 22 años, muy poco antes de la muerte de Franco. Consiguió librarse de la mili, no está claro con qué pretextos porque hay versiones para todos los gustos. Cabe suponer que por aquel tiempo desarrolló unas querencias profesionales quizá malsanas o tenebrosas, porque lo cierto es que se puso a preparar oposiciones a inspector de Hacienda. La mayoría de los españoles piensa (pensamos) que inspectores de Hacienda hay muchos y de muy variada condición, pero que hay que tener cierta dosis de mala entraña para tener vocación de inspector de Hacienda. Y más en los años 70, cuando Hacienda no éramos todos sino solo los tontos que pagaban. Quizá Aznar no tenía exactamente vocación de aquella cosa tan fea; quizá lo que sucedía era que eran las oposiciones que más a mano tenía, o le resultaban más fáciles que otras. Si la célebre navaja de Ockham sigue funcionando, esto fue probablemente lo que pasó.
Pero al año siguiente de su licenciatura, en 1976, ya era funcionario público e “inspector de las Finanzas del Estado”, que es el nombre presentable de ese oficio. Su primer destino fue Logroño. Unos meses después, ya en 1977, se casó con Ana Botella; y menos de dos años más tarde, en 1979, se afilió al partido de Manuel Fraga, que entonces se llamaba Alianza Popular.
Llama la atención la actitud claramente hostil de Aznar, que entonces tenía apenas 26 años, hacia la Constitución que los españoles acabábamos de aprobar, la de 1978. Aficionado a la escritura como era, solía publicar artículos de opinión en el diario Nueva Rioja en los que denostaba la Carta Magna con frases como esta: “En lugar de concebir un plan serio y razonable de organización territorial de España, se ha montado una charlotada intolerable que ofende al buen sentido…”. También le indignaba el cambio de los nombres de las calles (Franco, José Antonio) por otros como la Constitución. “Y no hemos hecho más que comenzar”, apostillaba. Sobre todas estas cosas acabaría cambiando de opinión, como es obvio.
Aquel joven hierático, embigotado y peinado con gomina cayó bien dentro de Alianza Popular, para lo cual era condición indispensable caerle bien al patrón, como llamaban todos a Manuel Fraga. Aznar lo consiguió. En 1982, cuando se produjo la implosión de UCD y el partido de Fraga pasó de 10 a 106 escaños, Aznar ya había sido secretario de AP-La Rioja y vicesecretario general de Autonomías y Regiones. En el quinto congreso de AP, de aquel año, lo eligieron secretario general adjunto, puesto para el que lo volvieron a elegir en los dos siguientes congresos. Su jefe de entonces era Jorge Verstrynge, que entonces era conservador. Pronto dejaría de ser las dos cosas: conservador y secretario general del partido.
En medio de la aplastante sucesión de mayorías absolutas del PSOE, Alianza Popular crecía un poco, ganaba algunas elecciones autonómicas y algunos ayuntamientos importantes. Quizá fue Fraga quien decidió que Aznar, uno de sus delfines (tenía más), debía bregarse en la lucha política “de calle”. Se presentó a las elecciones autonómicas de Castilla y León por Valladolid. Salió elegido procurador. Y le hicieron presidente casi de milagro, gracias a dos votos perdidos (uno del PDP y otro de un extraño procurador “independiente” por Burgos) y sobre todo gracias a la abstención del CDS, aquel ilusorio partido que había fundado Adolfo Suárez para tratar de sobrevivir a la historia y que vivía en aquellos años su efímera primavera. Aquel mandato, que duró apenas media legislatura, fue la primera presidencia importante de José María Aznar.
Pero el drama, y la metamorfosis de Aznar en lo que luego fue, llegó en 1990. Fraga se había llevado dos disgustos muy serios. El primero, el ridículo que hizo llamando a la abstención en el referéndum de la OTAN (1986), cuando estaba claro como la luz del sol que él y su partido estaban a favor. El segundo, el fracaso total en las elecciones autonómicas del País Vasco. Fraga, harto de esperar lo que según su convicción personal le debía la historia, dimitió como líder de AP. El partido, para reemplazarlo, eligió a un pitagorín que ni siquiera era diputado, Antonio Hernández Mancha; una gacela política que apenas servía de aperitivo entre las fauces dialécticas de un gran felino como Felipe González. Alianza Popular se deshacía a ojos vistas. España corría el riesgo de quedarse sin partido conservador.
Y entonces irrumpió de nuevo don Manuel como una estampida de búfalos. Puso en fuga al zascandil, reunificó a la derecha constitucional y en abril de 1990, tras descartar a otros alevines de delfín, hizo elegir a José María Aznar presidente del partido. Un partido que cambió de nombre y pasó a ser el Partido Popular. Aznar, nerviosísimo, se refugió tras una carta de dimisión preventiva que entregó a Fraga; y Fraga la rompió ostentóreamente delante de todo el mundo con una frase que pasó a la historia: “¡Ni tutelas, ni tu tías!”. Después el patrón se refugió en Galicia, donde no le tosía nadie, y Aznar se convirtió por fin en Aznar.
Tuvieron que pasar seis años hasta que el PSOE de González, que llevaba gobernando casi década y media, se resquebrajó y se vino abajo, fundamentalmente por los escándalos de corrupción que no fue capaz de evitar. Las estrategias electorales estaban cambiando: el PP se abonó a los mensajes sencillos y miles de veces repetidos, como el aún recordado “Váyase, señor González”, y la política comenzó a llenarse de descalificaciones personales a los adversarios, algo raro hasta entonces. Pero Aznar ganó (por poco) las elecciones de 1996 y empezó a aprender muchas cosas nuevas.
La primera de todas, a pactar. Necesitaba el apoyo de los nacionalistas vascos y catalanes, idea que veinte años antes le habría provocado accesos de fiebre. Lo obtuvo. Y comenzó a gobernar comedidamente, como hace siempre quien necesita apoyos parlamentarios de gente cuya lealtad y sinceridad son más que dudosas. Era un hombre que acababa de sufrir un intento de asesinato (el coche bomba de ETA en abril de 1995), pero no perdió los nervios ni por un segundo.
Fueros años agridulces, pero en general buenos. La economía creció. España fue capaz de cumplir con lo que exigía el tratado de Maastricht. ETA, que se batía ya en retirada, cometió el peor error de toda su historia al asesinar a Miguel Ángel Blanco tras la liberación de Ortega Lara: seis millones de personas salieron a la calle en todo el país, iracundas en su mayor parte, y la mafia vasca comenzó su epílogo.
La segunda legislatura de Aznar, con mayoría absoluta tras el éxito de la primera, fue más dura. Para empezar, siguió llevándose mal, pero muy mal, con el rey Juan Carlos I, lo cual no beneficiaba a nadie: fue el único presidente de los cuatro primeros que dejó la Moncloa sin que el Rey le ofreciese un título. Y después… es difícil adivinar por qué Aznar se metió tanto en el avispero de la guerra de Afganistán (primero) y de Irak (a renglón seguido), de la mano de Tony Blair y del peligroso dúo formado por el presidente Bush (hijo) y por su delfín, Dick Cheney. Aznar repitió hasta el hartazgo que en Irak había armas de destrucción masiva. Seguramente él lo creía, pero era mentira, y Bush y Cheney lo sabían. Eso dejó al presidente español por mentiroso delante de sus propios ciudadanos. Llegó el “incidente” del islote de Perejil, que contribuyó a levantar algo la imagen del gobierno aunque las relaciones con Marruecos se tensaron hasta extremos nunca antes vistos desde Ifni, en 1957. Aznar eliminó el servicio militar obligatorio (que él no había hecho), lo cual le hizo bastante popular entre los jóvenes… Aunque el desastre del Prestige no contribuyó en absoluto a mejorar las cosas. Pero lo peor estaba por llegar.
Fueros años agridulces, pero en general buenos. La economía creció. España fue capaz de cumplir con lo que exigía el tratado de Maastricht
Aznar ya no se presentaba, por honrosa propia voluntad, a las elecciones generales de 2014. Pero tres días antes de la votación, cuando casi todo el mundo daba por hecho que iba a ganar el sucesor designado por él (Mariano Rajoy), se produjo la mayor matanza terrorista de la historia de España: los atentados yihadistas del 11-M. España se quedó sin respiración.
Y el Gobierno mintió. Repitió que había sido ETA hasta que la evidencia lo acorraló. Aznar, personalmente, llamó a varios directores de periódicos para garantizarles con su palabra que la culpa era de ETA. Era mentira y el Gobierno tenía serios motivos para saberlo desde cuatro o cinco horas después del estallido de las mochilas en los trenes. Los ciudadanos se indignaron y el PP perdió unas elecciones que tenía ganadas. El esfuerzo de algunos periodistas, que mantuvieron la mentira de ETA a veces durante años, fue tan vergonzoso como inútil.
A partir de ahí comenzó la tercera parte de la vida de Aznar. Se dedicó, básicamente, a dos cosas: a ganar dinero (muchísimo dinero) por sus negocios y asesorías, sobre todo en el extranjero, y a ejercer de vigilante de un partido que ya no podía ser el que él había dirigido, por la simple razón de que el tiempo era otro.
Aznar tardó en darse cuenta, para su disgusto, de que Rajoy no era él, ni pretendía serlo tampoco. Tanto durante el gobierno socialista de Zapatero como durante la presidencia de Rajoy, el expresidente Aznar se convirtió en un verdadero dolor de muelas para su propio partido y para el hombre que él mismo designó para sucederle. Refugiado en la fundación FAES, no ahorró críticas, desacuerdos públicos ni mordacidades hacia su sucesor. Se convirtió, para muchos españoles, en una especie de abuelo gruñón que no se está tan quieto como debería y que, de vez en cuando, arrea un puñetazo en la mesa porque los nietos arman barullo o le han puesto la sopa fría. Se convirtió en una esfinge, sí, pero no en la de Giza, que lleva milenios sin hacer declaraciones, sino en una de las esfinges clásicas que de vez en cuando hablan, hacen preguntas molestas, amenazan y, en cuanto pueden, se comen al transeúnte que se para a mirarlas.
Aznar ha envejecido con más amargura que serenidad. Abandonó, cabreado, la presidencia de honor de su partido. La revista norteamericana Foreign Policy le ha considerado uno de los dirigentes retirados de todo el mundo que “peor se han adaptado a su condición de ex y que menos han colaborado al bienestar general" de su país tras dejar el cargo.
El hombre que celebró la boda de su hija en el monasterio de El Escorial, con pompa y esplendor regios, acaba de celebrar su septuagésimo cumpleaños nada menos que en el Teatro Real, con otra fiesta (privada) de las que hacen época y en las que las campanadas sonaban casi más fuertes por las ausencias que por las presencias. Estaban “los suyos”, los fieles nuevos y viejos: Cayetana Álvarez de Toledo, Francisco Álvarez Cascos, Pedro José Ramírez, Michavila, Ruiz Gallardón, Manuel Pizarro, Ángel Acebes, Federico Trillo, desde luego Isabel Díaz Ayuso con su indispensable Miguel Ángel Rodríguez (“qué sería yo sin ti, vida mía, / de mí sin ti qué sería”), Esperanza Aguirre, Antonio Brufau, Juan Abelló. Estaban, quizá porque tenían que estar institucionalmente, Núñez Feijóo y el alcalde de Madrid, Almeida. Pero no estaba Rajoy. Ni Rodrigo Rato. Ni Pablo Casado. Ni Cristina Cifuentes. Ni ninguno de los ministros del PP que pasaron por la cárcel, lo cual provocó que algún chisgarabís hiciese una broma casi inevitable: “No estamos todos, faltan los presos”, decía. Sic transit gloria mundi.
“Ni me voy a callar ni me voy a jubilar”, dijo el expresidente.
Caramba con la esfinge.
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La esfinge es un animal mitológico, no existe en la realidad, aunque Plinio el Viejo dijese que se habían visto algunas en Etiopía (Plinio jamás estuvo en Etiopía, qué narices). Hay dos grandes tipos de esfinges: la egipcia, con cuerpo de león y cabeza humana, y la griega, mucho más complicada. Para empezar, al cuerpo de león se le añaden alas y cola de dragón, y la cabeza suele ser de mujer, aunque no siempre.
Tenemos aprendido que la función básica y esencial de la esfinge es estarse quieta y vigilar, desde su condición de ser de piedra, las avenidas de acceso a los templos. Muy bien hasta ahí. Pero esto es en Egipto.
En Grecia, la esfinge es un mal bicho que sí es verdad que se está más o menos quieta en un sitio, tampoco tanto, ¿eh? Pero es malvada, despiadada, enfurruñada, cabreada y con una mala uva tremenda. Cuando un votante pasaba cerca de su lugar de residencia, es fama que la esfinge solía hacerle tres preguntas: “¿A quién quieres más, a Mariano o a mí?”. Otra: “¿Hasta qué punto puede ser verdad o no serlo, según las informaciones de que se disponía entonces y se dispone hoy, que yo dije lo que sabía o que fui sincero al suponer que en Irak, al alba y con fuerte viento de Levante, había armas de destrucción masiva?” Esta era más difícil, como puede verse.
Y la tercera ya era sencilla porque la conoce todo el mundo: “¿Cuál es el animal que camina por la mañana a cuatro patas, a mediodía con dos y por la noche con tres?” El hombre, que de niño gatea, de adulto camina erguido y de viejo se ayuda con un bastón.
El problema era que, si fallabas una de las tres, no es que la esfinge te devorase, que eso estaría dentro de lo comprensible. Lo peor era que no te invitaba a su cumpleaños.
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