España

Josep Borrell y la altura de vuelo del águila real

Nunca sabremos si la política es una vocación, una pasión, un vicio o un narcótico. Para Borrell debió de ser un poco de todo eso

Josep Borrell Fontelles nació en La Pobla de Segur, provincia de Lérida, el 24 de abril de 1947. Es uno de los dos hijos de Juan Borrell, panadero del pueblo, y de su esposa, Luisa Fontelles. Una familia humilde y trabajadora. Josep debería haber sido la tercera generación de panaderos Borrell (el abuelo había emigrado a Argentina, donde hacía y vendía mermeladas, y luego regresó a La Pobla), pero no hubo forma. El niño Pepe salió inteligente, extraordinariamente inteligente, y quería ser muchas cosas, pero panadero no. Quizá lo que más le habría gustado fuese volar.

Tuvo problemas en sus primeros estudios. La Pobla era un sitio pequeño. No había instituto. Pepe Borrell formó parte, pues, de una especie hoy casi extinguida: la del “alumno libre”, que estudiaba en casa con ayuda de su madre y de algunos maestros (el señor Negre fue inolvidable para él) y luego, en el instituto y en un solo día, se examinaba de todo, una materia detrás de otra. Una maratón hoy inaudita. Hizo eso entre los diez y los catorce años, sin aparentes dificultades. Luego, para lo que entonces se llamaba Bachillerato superior, se instaló en la capital, Lérida, en el colegio menor “de juventudes” San Anastasio.

Su madre tenía la ilusión de que Pepe fuese alguien importante, respetado, que se ganase holgadamente la vida; es decir, que fuese director de una sucursal bancaria, sueño compartido por innumerables madres en aquellos tiempos remotos en que por todas partes había sucursales bancarias. Pero el chico tenía otros planes. Quizá demasiados planes: cosas de la juventud. Se fue a Barcelona y se matriculó para hacerse perito industrial. Pero fue un paso en falso: lo que Borrell quería hacer era volar, volar, volar. Y para eso había que irse a Madrid. Allí comenzó la carrera de ingeniero aeronáutico, que terminó con toda brillantez aunque en algún momento debió de darse cuenta de que aquello no servía para pilotar aviones. 

Y ya no hubo quien lo parase. El hijo del panadero de La Pobla acabó Ciencias Económicas en el mismo año (1969; tenía veintidós) en que se licenció como ingeniero aeronáutico. Había estudiado dos carreras a la vez y en dos universidades distintas, la Politécnica de Madrid y la Complutense. Luego, el doctorado. Después, el master en Investigación Operativa en la universidad de Stanford, California. Más tarde, el posgrado en Economía de la Energía por el Instituto Francés del Petróleo (IFP), en París. Todo eso lo pagó con becas. Más tarde, catedrático de Matemáticas Empresariales. Un currículo formidable. Era difícil volar más alto.

Y en los ratos libres (porque hay que suponer que tendría ratos libres, vamos, alguno), un verano en un kibutz de Israel, donde conoció a la chica con quien se había de casar. Y luego los descensos por el Noguera-Pallaresa guiando balsas de troncos, como los raiers de su tierra. Y las comilonas posteriores. La eminencia hacía de todo. Y además se hacía querer. Claro que todavía no se había metido en política.

Su madre debió de renunciar al sueño de ver a Pepe hecho director de una sucursal bancaria cuando le hicieron director del Departamento de Ingeniería de Sistemas en la petrolera CEPSA. Trabajó allí siete años. Y fue por entonces, en el año de la muerte de Franco, cuando decidió afiliarse al PSOE.

Nunca sabremos si la política es una vocación, una pasión, un vicio o un narcótico. Para Borrell debió de ser un poco de todo eso. Pertenecía a la Agrupación socialista de Madrid-Norte, como Luis Solana o Luis Carlos Croissier. Levantó suavemente el vuelo como concejal en Majadahonda, en 1979. Luego formó parte de la Diputación Provincial de Madrid, que en paz descanse; allí empezó a ocuparse de cuestiones de Hacienda, que para eso era doctor en Económicas. 

Pero la arrolladora victoria del PSOE en las elecciones de octubre de 1982 le hizo batir alas poderosamente. Le nombraron secretario de Estado de Presupuesto y Gasto Público en el Ministerio de Economía y Hacienda, que dirigía Miguel Boyer. Siguió con el ministro Solchaga. Dejó, como decía el Tenorio, “memoria amarga de sí”, porque se empeñó en algo inaudito que ningún gobierno anterior había siquiera imaginado: perseguir el fraude fiscal, expresión que durante el franquismo estaba recluida en el diccionario sin molestar a nadie. Y vaya si lo hizo. Los caricaturistas le dibujaban con un látigo en la mano. Lola Flores fue su víctima más mediática, pero desde luego no la única. La folclórica acabó pidiendo “una peseta” a cada español para pagar su deuda con Hacienda, convencida como estuvo siempre de que al eslogan “Hacienda somos todos” le faltaba la palabra “casi” en tercer lugar.

Felipe González lo sacó de Hacienda para hacerlo ministro de Obras Públicas y Transportes; él pidió también las competencias en Medio Ambiente. Entró en la Ejecutiva del PSOE. Le miraban raro porque era catalán, y con fuerte acento, pero no catalanista; las malandanzas del PSC-PSOE nunca le habían interesado demasiado. Aquel tipo de mirada penetrante, un sentido del humor algo socarrón pero casi siempre serio, trabajador infatigable que exigía muchísimo a sus subordinados; aquel tipo que siempre parecía saberlo todo de cualquier cosa, ponía nerviosos a muchos “compañeros”.

Cuando el PSOE perdió las elecciones ante Aznar (1996), González abandonó la dirección del partido y Borrell dijo una frase memorable: “Papá se ha ido; ahora tenemos que demostrar que somos mayores”. No lo eran, eso estaba claro. ¿Quién sucedería al líder evaporado? El “aparato” del partido prefería a Joaquín Almunia, que era vasco, antes que a Borrell, que era catalán. Pero es que Borrell parecía mucho más catalán que Almunia parecía vasco. Se puso en marcha la habitual ceremonia de alianzas, traiciones, maledicencias y puñaladas de callejón, y la dirección del partido optó por Almunia. Borrell perdió y cayó de lo alto envuelto en un torbellino de plumas desgalichadas. Aquello fue en 1997.

Pero no se estrelló. Quien acabaría estrellándose contra la realidad, y contra el partido, fue Almunia, porque Borrell abrió una batalla incansable para que el PSOE incorporase una novedad que a muchos les parecía una alarmante y peligrosa extravagancia: las primarias. En este caso, para elegir al candidato a la presidencia del gobierno. Se armó. Borrell llamó a Almunia “social liberal”. Almunia llamó a Borrell “jacobino”. Borrell respondió que muchas gracias, que así era, pero se celebraron las famosas primarias… y Borrell ganó holgadamente el voto de los militantes. Así pues, el PSOE pasó a tener dos cabezas: una era la de Almunia, secretario general del partido. La otra, Borrell, cabeza de cartel en las siguientes elecciones. Sabido es que, en heráldica, cuando un águila tiene dos cabezas, ambas miran en direcciones opuestas.

Pero Borrell nunca se presentó a las elecciones generales como “número uno”. Pasaron dos cosas. Una, que en el debate sobre el estado de la nación de 1998, Borrell perdió la paciencia, la serenidad y, naturalmente, el debate. Algo extraño en él, pero aquella vez fue así. No estaba acostumbrado (ni esperaba) el griterío, la rechifla, los improperios y la befa de los diputados del Grupo Popular. Diputados que, comparados con los de hoy, habrían parecido monjas Discípulas de Jesús, pero los modos broncos y destemplados eran entonces casi una novedad, y Borrell, sencillamente, se puso nervioso y se acochinó en tablas. Lo hizo mal. Y aquel debate tuvo una audiencia altísima, al menos comparada con las que se dan hoy. Quedó tocado de ala.

Lo segundo que pasó es que dos antiguos colaboradores de Borrell en Hacienda, los inspectores José María Huguet y Ernesto Aguiar, fueron acusados de hacer trampas para favorecer a amigos. Borrell no tenía nada que ver con aquello y además Aguiar fue absuelto, pero de algún modo él se sintió responsable y, por pura vergüenza torera, renunció a ser candidato. Abandonó la primera línea de la política española y se refugió en otra de sus vocaciones: la política europea, que entonces (año 2000) tenía amplísimos cielos y grandes posibilidades para un vuelo eficaz.

No siempre vuela tan alto el elegante Borrell. Seguramente él mismo no olvidará aquel “episodio” de 2016, cuando unos estafadores sorprendieron su buena fe y le timaron 150.000 euros que había invertido confiando en el buen corazón de las personas. Y no es tan bueno ese corazón: las carcajadas que provocó aquella estafa y aquella candidez todavía se oyen.

Pero Borrell, de nuevo en Europa, participó en el (frustrado) borrador de la Constitución Europea. Encabezó la lista del PSOE al Parlamento de Estrasburgo en 2004. Y casi inmediatamente, en julio de aquel año, fue elegido presidente de la Eurocámara, sucediendo al irlandés Pat Cox. Ocupó ese puesto hasta 2009. Era el tercer español que lo conseguía. 

Cuando acabó aquello, Borrell no se posó pero sí se tomó un descanso. Trabajó en Abengoa. Se fue a vivir dos años a Florencia como presidente del Instituto Universitario Europeo. Cada vez más alarmado por el encalabrinamiento del independentismo catalán, publicó un libro memorable, fundamental, Las cuentas y los cuentos de la independencia, en el que desmontaba una por una todas las patrañas de los indepes, empezando por aquella célebre del “Espanya ens roba”. 

Pero en 2017, cuando el independentismo decidió transgredir una tras otra todas las leyes democráticas y tirarse al monte, Borrell participó en un masivo mitin de Sociedad Civil Catalana. Fue impresionante. Aquel tipo al que tantos llamaban atildado, exquisito, académico, elitista y por ahí seguido habló como nunca antes había hablado nadie desde el comienzo del procès. Enardeció a todo el mundo cuando echó mano de una bandera europea y dijo, alto y claro: “Esta es nuestra estelada”. 

Pocos años atrás, cuando le eligieron presidente del Parlamento europeo, Borrell dijo: “Soy catalán, español y europeo”. Al día siguiente, la casa de sus padres en La Pobla de Segur apareció pintarrajeada de arriba abajo con una frase muy visible: “Aqui nomes som catalans”. Eso marca la diferencia, políticamente hablando, entre la civilización y los australopitecos ideológicos.

Consintió, por breve tiempo, en que Pedro Sánchez le hiciese ministro de Exteriores en su primer gobierno de equilibristas, el de la moción de censura que derribó a Rajoy, pero a Borrell se le había metido en las venas la ilusión de Europa. En 2019 (de nuevo era europarlamentario), en dos pasos, le hicieron vicepresidente de la Comisión Europea y Alto Representante de la UE para Asuntos Exteriores y Políticas de Seguridad. El jefe de la diplomacia de la UE. “Míster PESC”, como antes lo había sido Javier Solana y después Federica Mogherini, a quien sucedió. De nuevo volaba en las cumbres.

Y en esto llegó Putin con su amenaza de guerra y luego con su guerra propiamente dicha, la que ahora vivimos. Puede decirse que nadie en Europa, ni en los organismos de la UE ni tampoco en los gobiernos nacionales, ha alzado la voz con la brillantez, la contundencia, la claridad y la firmeza con que lo hizo el hijo del panadero de La Pobla de Segur. Mientras Pedro Sánchez cortaba un pelo en cuatro discutiendo con sus socios de Podemos si a Ucrania se le enviaban armas ofensivas o solo defensivas, simples buenos deseos o también caramelos para los niños, Borrell decía esto:

“Tuve la oportunidad de decirle a Putin, cara a cara, tras el asesinato de una periodista, Anna Politkovskaya: ‘No vamos a cambiar los derechos humanos por su gas’. Y este es el momento de repetírselo, y de actuar en consecuencia. No vamos a compartir, no vamos a abandonar la defensa de los derechos humanos y de la libertad porque seamos más o menos dependientes de Rusia. Y tenemos que empezar a trabajar rápidamente, como ha propuesto la Comisión, para anular esta dependencia”.

Nadie, nunca, había hablado desde el puesto de “Míster PESC” con semejante elocuencia, con tal convicción y con tamaña entereza. Como decía el rey Jorge VI de Inglaterra sobre Churchill, “su nombramiento sin duda ha preocupado a muchos; pero a nadie ha preocupado tanto como a Hitler”. Ahora es igual. Putin, empeñado desde hace años en sembrar la división entre las naciones de Europa, sin la menor duda no contaba con la fuerza moral (y oratoria) de Josep Borrell, el hombre que está haciendo más por la unión de Europa, por la resurrección de su identidad comunitaria, que décadas enteras de discursos medidos y complacientes sobre esto y aquello. 

Ahora solo falta ver quién vence, si la palabra y la razón, o las armas y el atropello. La historia demuestra que, a la larga, siempre ha vencido la palabra. Crucemos los dedos.

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El águila real (Aquila chrysaetos) es, dentro de las aves, sin duda la más conocida del mundo. Se encuentra en América del Norte, Eurasia y el norte de África; en Europa, a pesar de que su número ha disminuido mucho por culpa de la desaparición de sus hábitats naturales, es un ave reverenciada y contemplada con admiración.

¿Es perfecta el águila real? No, ni mucho menos. Tiene uno de los vuelos más elegantes, largos y majestuosos de todas las aves. Es capaz de cruzar el aire a 8.000 metros, casi como los aviones, o de planear a ras del suelo. Pero cuando se la pega, se la pega de firme; claro que eso depende de a lo que aspire, si a cazar zorros, liebres o hasta rebecos y cabras (en lo que no suele fallar) o a la secretaría general de algo, en lo que nunca se sabe.

Es un ave extraordinariamente fuerte, resistente, tenaz, determinada y también resiliente. Defiende fieramente su territorio contra los invasores u otras rapaces. Dotada de una gran inteligencia, de una notable capacidad de sacrificio, de una inagotable paciencia y de una vista privilegiada (una vista amplia, que abarca muchísimo), no suele fallar en aquello que se propone… salvo si se distrae, claro, y entonces es cuando la estafan, pero eso no ocurre siempre. Por fortuna para el águila.

Incontables culturas desde el Neolítico para acá la han considerado la “reina” de las aves. Es uno de los elementos más conocidos y usados en heráldica. Fue el símbolo del Imperio Romano (la primera “Europa” de la historia), del napoleónico y, hoy, de muchos países, como México o Alemania. Tolkien, en sus novelas, la usó como símbolo de la salvación cuando todo parece perdido.

Es costumbre del águila real no ser vencida en las empresas que intenta. Pronto veremos si eso es verdad o es solo una ilusión que nos hemos hecho cuando estábamos asustados.

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