Joshua John Cavallo nació en Bentleigh East, Australia, el 13 de noviembre de 1999. Este solo dato bastará para explicar que su biografía sea muy corta: está a punto de cumplir los 22 años. Procede de una familia de clase media cuyos orígenes, más o menos remotos, están en Italia y en la isla de Malta. Tiene una hermana y recibió una educación católica, en los padres salesianos.
Josh Cavallo demostró, desde que era apenas un niño, no solo una vocación sino un talento extraordinario para el fútbol. Desde 2017 hasta 2019 (es decir, desde los 18 hasta los 20 años) jugó en el Melbourne City NPL. Su posición era la de mediocampista central, pero era rapidísimo, tenía un instinto natural para la estrategia e hizo seis goles. Llamó la atención de la bandada de ojeadores del fútbol australiano, que destaca no tanto por la potencia o la altura de sus equipos en las competiciones de carácter mundial como por la cantidad de figuras que ha proporcionado a otros equipos de gran prestigio. Ahí están Joshua Kennedy, Carl Valeri, James Holland, Ross Aloisi y muchos más.
Josh Cavallo fue fichado en 2019 (19 años) por el Western United, joven equipo de la A-League (la primera división del fútbol australiano, en la que compiten doce equipos) en el que jugó en la misma posición que en su anterior club. Pero el Western apenas pudo retenerlo 18 meses. Los ojeadores hicieron su trabajo y Josh, cuyo talento llamaba ya la atención de todos los aficionados, fue fichado por el Adelaide United Football Club, algo así como el Real Madrid del fútbol (allí le llaman soccer) australiano: mientras varios equipos europeos empezaban a fijarse detenidamente en él, la jovencísima estrella del fútbol de las antípodas, que pasó a jugar como lateral izquierdo, se hizo internacional con el equipo de su país (en la competición para menores de 20 años) y fue galardonado con el A-League Rising Star (“estrella emergente”) tras su impresionante campaña en la temporada 2020-2021. Sus seguidores en las redes sociales empezaron a contarse por decenas de miles. Josh Cavallo era el “chico de moda” en el deporte del continente austral. El 11 de mayo de este año, 2021, Cavallo firmó una renovación de su contrato por dos años con el Adelaide United.
Y entonces llegó el vídeo. Ha sucedido unos pocos días. Josh Cavallo, que no tiene aún 22 años; que es guapo, elegante, rápido y eficaz, un ídolo para miles de jóvenes en su país y también en muchos más de la Commonwealth, se puso delante de una cámara y declaró públicamente que era homosexual. Que llevaba ocultando su condición desde los quince años. Pero que ya no aguantaba más. Que estaba muy orgulloso de ser futbolista y de ser gay, todo a la vez, y que no entendía por qué lo uno tenía que ser incompatible con lo otro.
El mundo del fútbol de elite se quedó en suspenso por unos momentos. Con la sola excepción de Robbie Rogers, futbolista estadounidense que en 2013 declaró públicamente que era gay y a renglón seguido se retiró del fútbol (jugaba en Los Angeles Galaxy), esta es la primera vez que un jugador de primerísimo nivel, en plena juventud y actividad, y con una carrera que se anuncia deslumbrante dada su edad y su más que demostrado talento, anuncia públicamente su condición de homosexual. No había sucedido nunca antes. El mundo del fútbol profesional es uno de los pocos reductos que quedan de homofobia explícita y agresiva en el deporte internacional. Todo el mundo conoce casos de futbolistas de quienes “se sabe” de su condición de gais, pero ellos jamás lo han reconocido: todo queda reducido a la categoría de rumores, por más difundidos que sean. El joven Cavallo es, en realidad, el primero que se atreve a dar el paso de decir, sencillamente, la verdad. El vídeo, muy emocionante, muestra cuánto le costó y cuánto lloró antes de atreverse a mirar a la cámara y decirlo. Porque no sabía lo que iba a pasar.
Y lo que pasó fue algo inaudito, completamente nuevo en el mundo del fútbol profesional de alto nivel. A Josh Cavallo le llovieron las felicitaciones, los agradecimientos, los ánimos y los cariños. Llegaron desde las cuatro puntas del mundo. Gerard Piqué, del FC Barcelona, fue el primero en reaccionar: “Ei, Josh Cavallo, no tengo el placer de conocerte personalmente, pero quiero darte las gracias por este paso que das. El mundo del fútbol está muy atrasado y nos estás ayudando a avanzar”, le dijo. Antoine Griezmann, estrella francesa del Atlético de Madrid, escribió: “Orgulloso de ti, Josh Cavallo”. El legendario Pau Gasol, baloncestista de la NBA, de la selección nacional española y premio Príncipe de Asturias de los Deportes, añadió: “En 2021, esto no debería ser noticia. Gracias por este paso adelante para el deporte. Bien dicho, Joshua Cavallo”. Día tras día, la respuesta de los mejores deportistas profesionales del mundo siguió llegando. Y no se para.
Es cierto que a Cavallo le falta por superar la prueba más difícil: la del público. Es cosa demostrada que, en los estadios de fútbol de buena parte del mundo, una muy numerosa cantidad de espectadores (es obvio que no todos, ni siquiera la mayoría) se hallan aún dos o tres escalones por debajo del homo sapiens en la escala evolutiva, sobre todo cuando forman manadas, hordas, gavillas o fondos en los graderíos. Los españoles y los italianos conocemos eso quizá mejor que nadie, aunque los británicos (y es solo un ejemplo: hay más) no se quedan muy atrás. Las injurias más repugnantes e incivilizadas, racistas, xenófobas y desde luego homófobas son cosa corriente en esos albañales que no merecen el calificativo de humanos sino de simiescos, que proceden de las peores sentinas de la sociedad y que acaban desembocando, como suele suceder con las cloacas, en la extrema derecha política.
No hay forma de saber qué sucederá con el jovencísimo Josh Cavallo cuando salte al campo en un partido importante; es impredecible cómo reaccionará el público. Pero eso, en realidad, es lo de menos, aunque a él pueda afectarle personalmente: él lo sabe y sin duda lo afronta con toda consciencia. Porque Joshua Josh Cavallo está ya en la historia del deporte internacional de alta competición por haber sido el primero en arrostrar, en el tremendo mundo del fútbol, la valentísima decisión de decir la verdad, de romper un tabú, de admitir algo que solo pertenece a su vida personal y en ningún caso a su eficacia como deportista.
Ojalá otros, “llenos de pasta” como han dicho alguna vez, hiciesen lo mismo. Ayudarían a
romper una de las peores maldiciones que aquejan al fútbol en el mundo.
El ornitorrinco (Ornithorhynchus anatinus)
El ornitorrinco (Ornithorhynchus anatinus) es lo más parecido que existe en el mundo natural a
lo que conocemos por un bicho raro. Es endémico del este de Australia y de la isla de Tasmania. Es un monotrema: esto quiere decir que es un mamífero, pero pone huevos. Tiene
patas parecidas a las de las nutrias, cola muy semejante a la de los castores y, en vez de morro
con bigotes, tiene un espectacular pico de pato. Un bicho raro.
Los demás animales, y sobre todo los naturalistas del siglo XIX, lo consideraron siempre un
error, una equivocación de la naturaleza, una aberración, un fraude. Una opinión más o menos
semejante tenía sobre él la reina Victoria de Inglaterra, aquella mujer que, en su imperio,
impulsó leyes contra la homosexualidad masculina pero no contra la femenina, porque estaba
convencida de que semejante disparate no podía existir en el mundo. Que eran cuentos.
No lo eran. Como tampoco el ornitorrinco era ningún error, por más raro que pareciese a los
biempensantes y ortodoxos naturalistas de su tiempo. Era, sencillamente, un ejemplo más de
lo que hace la naturaleza. El ornitorrinco, perseguido durante mucho tiempo por su espléndida
piel y, esto sobre todo, por su aspecto extraño, poco habitual, infrecuente y distinto de la
mayoría, acabó por convertirse en lo que es hoy: uno de los animales icónicos de su tierra de
origen, Oceanía. Un emblema. Algo de lo que sentirse orgullosos. Ha sido la mascota de
Australia en varios acontecimientos internacionales y aparece en la moneda australiana de 20
céntimos.
Y eso que no sabe jugar al fútbol. Si supiese, es probable que muchas mentes cerradas y herrumbrosas se viesen forzadas a cambiar de parecer sobre muchas cosas.
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