Leon Weintraub nació con el año nuevo, el 1 de enero de 1926, en la ciudad polaca de Lodz. Fue el quinto y último hijo de una familia extremadamente pobre: su padre, que falleció al año siguiente del nacimiento de Leon, era trapero, y su madre era lavandera. Fue esta mujer heroica la que tuvo que sacar adelante a las cinco criaturas, cuatro niñas y el pequeño Leon, mientras pudo. Algo nada fácil incluso durante los primeros años, porque los Weintraub eran judíos y en viento tóxico del antisemitismo llevaba mucho tiempo soplando por gran parte de Europa, no solo en Alemania. Polonia no fue una excepción, y tampoco lo sería décadas después, cuando la pesadilla nazi hubo terminado.
El niño Leon aprendió a leer y a escribir como pudo, pero no tuvo lo que se entiende por una educación primaria normal. Casi desde que aprendió a caminar solo tuvo que trabajar en lo que encontraba para llevar algo de dinero a casa, porque los Weintraub vivían en el difuso límite entre la pobreza y la miseria. Pero no dio tiempo a más. En el otoño de 1939, cuando Leon tenía 13 años, los soldados alemanes invadieron Lodz (igual que gran parte de Polonia) y en ese momento comenzaron, para él, dos cosas. La primera, la más espantosa pesadilla que pueda vivir nadie. La segunda, la metafórica aparición de una especie de ángel, genio o diosecillo de la suerte que se empeñó, durante años, en salvar la vida del chico, cuando casi todos los demás, en las mismas condiciones, acababan muriendo.
Es muy significativa la reacción de Leon Weintraub ante la entrada de las columnas de soldados alemanes en su ciudad. Él, que era un niño, los recuerda como altos, guapos, sanos y disciplinados: durante toda su vida, en sueños, ha escuchado el rítmico golpear de aquellas botas sobre los adoquines. Gracias a la propaganda alemana, sobre todo cinematográfica -el actor Erich von Stroheim, por ejemplo-, el chaval estaba convencido de que los invasores teutones eran personas honorables y justas, generosas y compasivas, que vencían siempre a sus enemigos pero que luego los trataban con dignidad y altruismo. Todo eso se le fue para siempre de la cabeza el día en que, en plena calle, vio cómo una cuadrilla de soldados nazis le arrancaba la barba, a tirones y golpes de bayoneta, a un anciano judío, le golpeaban y lo dejaban allí tirado con el cuerpo molido y la cara ensangrentada. Ese fue el fin de la ensoñación.
Lo primero fue el gueto. Mucha gente piensa que el único gueto que existió fue el legendario de Varsovia, pero lo cierto es que hubo guetos en muchas ciudades más. Los Weintraub, en 1940, fueron detenidos y confinados en el gueto de Lodz, junto con miles de personas más. Se levantaron muros que convirtieron aquella parte de la ciudad en “una prisión al aire libre”, como dice el propio Leon, que sabe perfectamente que aquello no era más que un preludio de la “solución final” diseñada en la célebre reunión de Wannsee, el 20 de enero de 1942. Allí se decidió el exterminio de todos los judíos que se pudieran hallar (calcularon unos 11 millones) y también el cuándo y a qué ritmo y sobre todo el cómo: los medios técnicos.
Weintraub, apenas un adolescente, trabajó (es una generosa forma de llamarlo: en realidad era algo muy parecido a la esclavitud) en una empresa de galvanización. Aprendió algo de electricidad. Hoy es el día en que agradece al “presidente” de gueto, el judío Jaím Mordejai Rumkovski, su absoluta sumisión y colaboración con los nazis, a cuyos deseos más pueriles intentaba anticiparse, porque no se trataba de comportarse como héroes sino de salvar la vida. O al menos de intentarlo. Para ello, el mismo Rumkovski no dudó en señalar y denunciar a los judíos más “rebeldes”, que eran inmediatamente asesinados. Eso, pensaba el líder, ayudaba a conservar la vida de los demás. Weintraub dice que muchas veces lo consiguió.
Leon trabajó en diferentes fábricas y se convirtió en un estimable electricista. Su familia y él recibían por ello algo de pan, patatas podridas o congeladas, nabos amarillos y, en general, vegetales y tubérculos que se usaban habitualmente para alimentar a las vacas. Pero sobrevivieron. No todos. En 1942, la situación de la guerra en el Este empezaba a ser desfavorable para Alemania y los nazis decidieron que no eran necesarios tantos judíos en Lodz: exigieron la entrega de los enfermos, los ancianos y los niños menores de diez años. Rumkovski obedeció. Los guardias alemanes (y muchos “policías” judíos a su servicio) recorrieron el gueto casa por casa, piso por piso, para llevarse a los “inútiles”, en medio del terrible griterío de las familias. La población del gueto se redujo en 20.000 personas en unos pocos días. Pero los seis Weintraub seguía vivos.
En agosto de 1944, ante el avance imparable del Ejército Rojo, los nazis decidieron cerrar el gueto. Leon Weintraub y su familia fueron metidos en un vagón de carga (las SS habían propuesto que los ocupasen 50 personas; en realidad se apretaban allí entre 150 y 300) e hicieron un viaje de tres días en condiciones infrahumanas: de pie, apretados unos contra otros, sin comer ni beber ni sentarse ni dormir apenas durante todo ese tiempo, sin casi ventilación, sin nada más que un cubo en un rincón para que todos orinasen y defecasen. El resultado de ese “método” era que muchos de los ocupantes de aquellos vagones llegaban ya muertos a su destino. Que era el campo de Aushwitz-Birkenau, en el sur de Polonia. Pero los seis Weintraub (siete con la tía Eva, hermana de la madre) sobrevivieron a aquel viaje infernal.
Ahí se acabó la suerte para dos de ellas. Al abrirse la puerta del vagón, un tipo de uniforme decidía, al primer vistazo, si quien se bajaba era apto para trabajar o no. El tipo decidió que la madre de Leon y la tía Eva no lo eran: en ese mismo momento las llevaron a la cámara de gas y de inmediato al crematorio. Leon fue encerrado en un barracón donde “esperaba su turno”. Pero acertó a ver que en el exterior de aquel “Bloque 10”, que así se llamaba el chamizo, había un numeroso grupo de hombres desnudos. Uno de ellos le hizo saber que estaban esperando ropa para ir a trabajar. Leon no se lo pensó: no había vigilancia cerca, así que se quitó la ropa, se deslizó fuera del barracón y se unió a aquel extraño grupo. Fue la primera vez que el “diosecillo de la suerte” le salvó directamente la vida, porque todos los del barracón fueron gaseados. También lo serían todos los “trabajadores” a los que se había unido, pero esto León no podía saberlo entonces. Ni ellos tampoco.
Lo subieron a otro tren y lo llevaron al campo de trabajo de Gross-Rosen, donde se hizo notar por sus habilidades de electricista. Así, Leon Weintraub es uno de los escasísimos seres humanos que pueden decir que sobrevivieron a Auschwitz, o que escaparon de él. Ahí empezó una carrera contra la muerte muy semejante al viaje a saltos de una pulga. En Gross-Rosen eliminó la estrella de David amarilla que llevaba cosida a la ropa y que era una sentencia de muerte, antes o después; pero también lo era quitarla, como él sabía muy bien. Sin embargo, volvió a salvar la vida, aunque parezca increíble.
A lo largo de 1944, cuando faltaba un año o menos para el final de la guerra, Weintraub fue llevado al campo de trabajo de Flossenbürg, en Baviera, de cuyas canteras los esclavos sacaban la piedra que había usado Albert Speer para construir los grandiosos monumentos en honor de Hitler. Sobrevivió, ¡a pesar de estar enfermo!, lo cual era el método más certero para recibir un tiro en la cabeza. Luego lo llevaron al campo de Natzweiler-Struthof (sobrevivió), Offenburg (sobrevivió) y Dörnhau (sobrevivió, es increíble). Cuando lo llevaban otra vez a no se sabe dónde, ya en abril de 1945, un avión aliado bombardeó el tren. Los guardias de las SS se quitaron los uniformes y huyeron. Los prisioneros, entre ellos el joven Weintraub (19 años y tres meses) huyeron también… pero en dirección contraria, como es comprensible. Fue una caminata terrible pero el 23 de abril llegaron a la hermosa ciudad de Donaueschingen, en la Selva Negra, muy cerca de la frontera con Austria. Menos mal que los franceses habían tomado la población justo dos días antes. Leon Weintraub pesaba en aquel momento 35 kilos y estaba invadido por el tifus.
Pero estaba vivo. Aunque ni él mismo sea capaz de entender cómo. Más tarde sabría que tres de sus hermanas, encerradas en el campo de Bergen-Belsen, también lo habían conseguido. El geniecillo de la buena suerte no solo parecía protegerle a él.
Leon se recuperó con el método clásico: paciencia y buenos alimentos. Y decidió ponerse a estudiar, aunque apenas tenía formación. Optó por la medicina, en concreto por la ginecología: quien había pasado tantos años esquivando las dentelladas de la muerte quería ahora dedicarse a salvar vidas. Estudió en Alemania, donde se casó por primera vez; después, a principios de los 50, se fue a vivir con los suyos a Polonia, cerca de Varsovia. Allí gobernaban entonces los comunistas, vasallos de Stalin. Peor que lo otro no podrá ser, se dijo Weintraub.
No fue peor, pero fue parecido. Leon fue durante varios años jefe de personal de un pequeño hospital cercano a Varsovia, en el pueblo de Otwock. Tenía trabajo y tres hijos. Pero la calamitosa gestión del gobierno comunista, empeñado en aplicar a la vida real soluciones que solo habían funcionado en la imaginación de los teóricos, sublevó a la gente, que organizó huelgas y manifestaciones y disturbios. El gobierno de Marian Spychalski, títere del implacable soviético Leonid Brezhnev, necesitaba alguien a quien echarle la culpa de los problemas. ¿Y a quién eligió? Pues a los de siempre: a los judíos. Weintraub fue destituido de su puesto en el hospital.
Ante la posibilidad de que el espanto volviese a empezar, Leon Weintraub no lo dudó un segundo: agarró a su esposa y a los chicos y escapó a Suecia. Allí volvió a trabajar como el respetado médico que ha sido siempre. Allí construyó una familia razonablemente feliz. Allí crecieron sus hijos, tres chicos y una chica. Allí falleció su primera esposa, Katia, y se casó años después con la segunda, Evamaria. Y allí se jubiló.
La actividad de Leon Weintraub, desde que cumplió la edad de jubilación, ha sido mucho más intensa que la que tenía cuando estaba en el hospital. Su condición de héroe de la Shoah, de superviviente del Holocausto, le ha llevado de país en país dando conferencias, concediendo entrevistas y escribiendo libros que contienen todos un mismo mensaje: aquello no debe repetirse nunca más. Aquello solo fue posible porque los nazis convencieron a toda una nación de que estaba bien, de que era lícito y justo deshumanizar a quienes habían tomado por enemigos; es decir, despojarles legalmente de su condición de seres humanos y proceder contra ellos como se hace con las plagas, y eso fue la justificación de los peores crímenes que ha visto este planeta en toda su historia. Nadie es más que nadie, dice Weintraub, por el sitio en que nació, por el color de su piel, por la familia de la que proceda o por los dioses en que crea: todo eso son accidentes o patrañas, y la triple divisa “libertad, igualdad, fraternidad”, que impulsó la revolución francesa, sirve para todos los seres humanos, sin distinción de ninguna clase. Y supuso un avance decisivo para todos, también si excepción. Un avance que no podemos permitirnos que se revierta.
Ahora, en sus charlas e intervenciones, Leon Weintraub añade alguna cosa más. Tiene 99 años y sabe que no le queda mucho tiempo para dar su testimonio. Le preocupa que cuando él y los demás supervivientes de aquel horror mueran (quedan apenas 50), el mundo pueda caer en lo que muchos canallas intentan ya ahora mismo: negar que aquello sucediese siquiera. Decir que fue una exageración, que no fue para tanto; que, como ha dicho el presidente de EE UU, Donald Trump, “Hitler también tuvo cosas buenas”. O actuar como hace la mano derecha de Trump, el imprevisible millonario Elon Musk, que hace en público el saludo nazi y que apoya abiertamente a la AfD, el partido alemán “heredero” de los nazis.
Leon Weintraub fue uno de los grandes e inolvidables protagonistas de la celebración del 80 aniversario del 27 de enero de 1945, el día en que los soldados rusos liberaron el gigantesco campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Allí, ante la tenebrosa Puerta de la Muerte por la que se accedía a las cámaras de gas y delante de reyes (entre ellos el de España), príncipes, presidentes y jefes de gobierno de medio mundo, además de 3.000 invitados, Weintraub dijo, seguramente por última vez, que la democracia es siempre mejor que cualquier dictadura, que cualquier tiranía, que cualquier autoritarismo; pero que la democracia es frágil, que nunca es irreversible y que si medio mundo fue devastado por la tentación de la tiranía hace 80 años, puede volver a serlo. “Estad atentos y vigilantes”, repitió. Porque ahora mismo, en muchos lugares, incluido su país (Polonia), hay ignorantes manipulados que desfilan con aquellas mismas camisas, aquellos correajes y aquel odio que solo sirvió para sembrar el mundo con 80 millones de cadáveres. Y que hay que enseñar a las nuevas generaciones lo que de verdad pasó, lo que ellos sufrieron “en su propia piel”, para evitar el crecimiento de los llamados populistas radicales y de la nueva extrema derecha. Porque ellos, los testigos directos de aquel horror, no van a durar mucho. Y entonces ¿quién transmitirá la verdad?
* * *
El león (Panthera leo) es, en cualquiera de sus 16 especies y subespecies, existentes hoy o ya extinguidas, uno de los animales más representados por el ser humano en sus manifestaciones artísticas. Y siempre por el mismo motivo: es el símbolo de la máxima fortaleza, de la máxima dignidad, de la supervivencia, de la resistencia, incluso del poder.
El león es uno de los símbolos heráldicos más frecuentes: está en los escudos de armas, banderas y emblemas de casi todas las naciones y regiones de Europa. Y hay leones esculpidos, en piedra o bronce –que son materiales perdurables– en todas partes: desde China y Extremo Oriente, con sus leones enormemente historiados, hasta los doce antiquísimos leones de la Alhambra de Granada, mucho más serenos, que son todos distintos aunque mucha gente no lo sepa. Están los leones de piedra o bronce en Londres, en Madrid, en Zaragoza, en Berlín, en París…
¿Y por qué? Porque es un símbolo que perdura. Transmiten una idea permanente (la dignidad, la resiliencia, la fuerza interior ante la peor de las adversidades) que a nadie, en ningún momento de la larga historia, le conviene olvidar. Leon Weintraub no se llama así por casualidad, desde luego.