El otro día nos llegaron a casa unas tarjetas del Ayuntamiento que anunciaban en tono festivo lo mucho que íbamos a ser capaces de reciclar entre todos los vecinos del municipio. Por lo visto han tenido la brillante idea de bloquear los contenedores de basura orgánica y los de resto, por lo que no puedes hacer uso de ellos sin la mencionada tarjetita.
En mi familia reciclamos desde hace mucho tiempo, pero la medida propuesta me puso muy de malas, por decirlo de una forma suave. Di tú que tenía mal día, es posible. Que los niños no se iban a la cama, que estaba agotada y la casa hecha un desmadre.
El caso es que me entraron unas ganas terribles de no separar más en casa, de juntar toda la basura en una única bolsa, y arrojarla al contenedor de plástico o al de papel según estuviera de humor cada día. Como digo, fue solo un momentáneo ataque de ira, pero de haberme mantenido en mi propósito no me habría salido bien la jugada. La dichosa tarjeta está asociada a mi domicilio, por lo que sospecho que el Ayuntamiento puede tomar medidas si “registran” que no estoy utilizando los contenedores de “resto” y “orgánico”.
Resonó en mi mente aquello de “Comunismo o libertad” y me entraron ganas de imprimir el eslogan con la cara de Ayuso y colocarlo bien grande en mi salón. No hay más dios que la libertad, y Ayuso es su profeta. Poco me duró, sin embargo, el arrebato, al recordar debates recientes, como el del aborto, la eutanasia, la prostitución o la gestación subrogada y los paupérrimos argumentos con los que tratan de iluminarnos los nuevos adalides de la razón, es decir, libertarios como Juan Ramón Rallo. Y digo Juan Ramón Rallo, porque por más que se le cuelgue a Ayuso la etiquetita de neoliberal o libertaria, el PP no deja de ser de facto un partido socialdemócrata.
“Mientras la persona escoja libremente no podemos entrometernos”. Con ese primer y último mandamiento resuelven los libertarios todo tipo de polémica, creyendo de este modo ser los únicos defensores de la libertad individual. Tienen, además, el descaro de quedarse más anchos que largos al soltar la frase de marras. Cuando intuyen lo cínicos que suenan, los libertarios intentan aportar datos sobre cómo la alternativa a sus propuestas es peor que el supuesto mal menor que implican: prohibir el aborto no acabará con el fenómeno, solo logrará que la gente lo practique de forma clandestina, poniendo la vida de la madre en peligro innecesariamente.
Nos ha jodido mayo con no llover. Ahora vamos a descubrir que la prohibición del tráfico de órganos no provocará su desaparición, y muchos seguirán prestándose a ello, seguirán falleciendo en quirófanos insalubres en los que no existen condiciones adecuadas para la extracción.
Falsos dilemas liberticidas
¿Qué hemos hecho para vernos acorralados entre estas dos posturas tan dicotómicas como delirantes? ¿No es posible una visión más equilibrada de las cosas? Algo que no caiga en los tintes liberticidas que va adquiriendo progresivamente el gobierno, la Unión Europea y la ONU sin por ello echarse a los brazos de soluciones libertarias que, de ingenuas que son, te hacen plantearte si lo suyo es maldad o simple estupidez.
Aunque pueda sorprendernos, estos dos extremos son el resultado de diferentes deformaciones del concepto de libertad. La libertad es un concepto que –al menos a priori- goza de buena fama en el imaginario colectivo. Si de algo somos muy conscientes y protegemos con especial celo es nuestra santa voluntad. Otra cosa muy distinta es cuánto nos dura el aprecio a la libertad al valorar las consecuencias que implica hacer uso de ella.
Quizá mañana arroje la basura orgánica en la cara del alcalde y queme todas las mascarillas que tengo por casa, haciendo una falla con ellas, para eso soy de Valencia
Desde tiempos de Kant se ha contemplado la libertad desde dos prisma distintos: libertad negativa y libertad positiva. La deformación y simplificación de la primera es la madre de las teorías libertarias actuales. El liberticidio actual –y el moralismo que lo justifica- proviene, por el contrario, de una distorsión del concepto positivo de la libertad (aunque a muchos lectores pueda parecerles contraintuitivo)
La libertad entendida en sentido negativo consiste básicamente en poner el foco de atención es que no suframos coacción externa. Si quiero ir a Valencia y no a Galicia, que nadie me lo impida. Si quiero fumar no me lo puedes prohibir. Los totalitarismos del pasado siglo nos hicieron ver – con razón- que es necesario defender siempre un mínimo de espacio de decisión individual. Primero, porque es un rasgo que nos define como personas, que demuestra y explica que no somos simplemente animales un poco más evolucionados.
Segundo, porque lo humano – la libertad entre otras cosas- siempre acaba por abrirse camino. Hoy he decidido usar la tarjeta de los contenedores de basura, y respeto la pantomima de ponerme la mascarilla al entrar en el restaurante sabiendo que me la quitaré en cuanto me traigan una Coca-Cola. Pero quizá mañana, o en unos meses, arroje por puro hartazgo la basura orgánica en la cara del alcalde y queme todas las mascarillas que tengo por casa. Haciendo una falla con ellas, para eso soy de Valencia.
La factura de ser libre
Ahora bien, ¿qué ocurre si veo que tu uso de la libertad va a llevarte de forma inevitable hacia la ruina? ¿qué pasa con las adicciones o con las conductas autodestructivas? En las objeciones a este planteamiento vemos cómo asoman la patita otros conceptos que no tienen por qué estar necesariamente ligados a la libertad individual, pero que la condicionan: ¿qué relevancia tiene que las elecciones sean sabias? ¿puede una elección estúpida reducir la libertad a papel mojado, hacer que pierda valor?
Es aquí donde hace su aparición estelar el concepto de libertad positiva: ¿soy libre respecto de mí mismo, o me dejo llevar por mis pasiones? ¿Qué valor tiene la elección libre de representantes políticos, si no sé leer y no entiendo lo que están tratando de venderme? Esta última pregunta es la que justifica que los niños no puedan votar, ni tampoco las personas que no están en pleno uso de sus facultades.
En Holanda un banco acaba de cancelar la cuenta de una asociación feminista por considerarla tránsfoba
Resumiendo mal y rápido: un niño que se atiborra de chuches es libre en sentido negativo, pues nadie le ha impedido zamparse una bolsa grande de un tirón. Sin embargo, no es libre en sentido positivo: su decisión no ha sido tal, se ha dejado llevar por el antojo, y le espera un buen dolor de estómago y una más que probable y dolorosa visita al odontólogo si sigue por ese camino.
El liberticidio moralista – cuando no parte de un gobierno dictatorial o totalitario- se acoge al concepto de libertad positiva para restringir la libertad del ciudadano. Te obligamos a usar el cinturón de seguridad por tu bien. Recicla, por el bien del planeta que heredarán tus hijos. No puedes publicar eso, es un delito de odio y no es bueno para ti que odies lo que no debe odiarse.
En Holanda el banco Bunq (perdón por la cacofonía, no es culpa mía) acaba de cancelar la cuenta de una asociación feminista por considerarla tránsfoba. Ha sido por el bien de estas chicas, por supuesto. Algún día comprenderán la maldad de sus acciones. Esto es un poco como el piedra, papel o tijera, pero ahora se juega con la tríada mujer-musulmán-transexual.
Resumiendo: no podemos acogernos solamente a uno de los aspectos de la libertad planteados. Si defendemos únicamente la libertad negativa obviamos muchísimas otras consideraciones que, al ser ignoradas, reducen problemas importantes a la mera cuestión de que no existe coacción externa, lo cual, además de estúpido, clama al cielo (sea usted creyente o no).
La otra cara de la moneda es la exacerbación del aspecto positivo de la libertad, que entraña también los peligros ya mencionados. El argumento es por tu bien no se reduce a algo entre padres e hijos; está presente en toda comunidad humana, a veces más de lo que somos capaces de darnos cuenta. Desde la mencionada obligación de usar el cinturón de seguridad, hasta la ley que nos obligaba a usar la mascarilla en campo abierto y sin compañía, pasando por cosas básicas como el pago de impuestos o la obligación de cumplir la ley, incluso cuando se desconoce.
Estos son pequeños precios que pagamos a cambio de los evidentes beneficios que nos reporta vivir en sociedad pero, ¿cómo ponderar hasta qué punto pueden entrometerse en mi libertad individual consideraciones ajenas sobre qué es lo mejor para mí?
Estamos en una época en la que esto último ya no resulta relevante, pues los adalides de lo woke tienen claro que saben muchísimo más que la ciudadanía. Despotismo ilustrado, versión corregida y aumentada gracias al neopuritanismo de la agenda 2030. Recuerde, usted será feliz sin tener nada. ¿Podremos ser capaces como sociedad de no caer en la ingenuidad y simplonería del libertarismo económico sin querer convertirnos, por otro lado, en propagandistas y colaboradores de la nueva inquisición woke?
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