Luis Mateo Díez Rodríguez nació en Villablino, valle de Laciana, provincia de León, el 21 de septiembre de 1942. Es hijo de Florentino Díez, secretario que fue del Ayuntamiento lacianiego. Esto es importante porque en plena posguerra, en los años del hambre, en un pueblo minero con fama de izquierdista, era bastante corriente pasarlo mal, y la familia de Luis Mateo tenía, como se decía entonces, “un pasar”: un sueldo fijo y un relativo sosiego vital.
A poco que se conozcan los valles de la Montaña leonesa, y a poco que se haya leído la obra de Luis Mateo Díez, se advierte que los escenarios son los mismos. El escritor, niño reservado, sensible, un tanto misterioso, necesitado de cariño y con una imaginación portentosa, vio y vivió el entretenimiento tradicional de los habitantes de la zona en las noches de invierno: el “filandón”. Era esto una reunión de amigos, vecinos o parientes, alrededor del fuego, en la que las mujeres hilaban (de ahí el nombre) y quien se las sabía contaba historias. O las inventaba. O las adornaba. De ahí nace una narrativa de tradición oral que hoy se ha perdido casi completamente, arrasada primero por la televisión y más tarde por las tentaciones de internet. También los filandones están en la obra de Luis Mateo Díez. Lo mismo que los paisajes y las gentes, lo mismo que los fracasos y los antihéroes, lo mismo que los sueños y el humor y el dolor.
Había pocos libros y echaban poco cine (al escritor le encanta el cine desde la niñez y hoy sigue usando ese término avejentado, “echar” las películas), pero aquel crío más callado que lenguaraz tuvo la inmensa fortuna de que, en la escuela, el maestro adquiriese la costumbre de leerles en voz alta. Y allí fue donde Luis Mateo Díez se tropezó por primera vez en su vida con Don Quijote de la Mancha, aunque fuese en una versión “para niños” que les leían en clase. Y don Quijote tenía, para él, la cara y la voz de su adorado tío Esteban, un hombre triste y de mala salud cuya sabiduría fascinaba al chico. Fue Luis Mateo siempre un hombre de sólidas y enmadejadas relaciones familiares. También en aquel tiempo, y en un desván que luego describiría en una novela, halló un arcón lleno de libros que llevaban un sello del régimen: “Requisado”, decía, se supone que a los rojos. Entre aquellos libros réprobos y peligrosos estaba Corazón, de Edmondo d’Amicis, una obra angelical escrita para los niños del siglo XIX. Luis Mateo lo devoró. Fue la primera vez en su vida que un libro le hizo llorar.
Doce años tenía el chaval cuando la familia se trasladó a vivir a León, por el destino del padre a ese Ayuntamiento. Aquella ciudad que no era más que un pueblo grande con una catedral, donde la nieve te llegaba a la rodilla en invierno y donde las tabernas convivían con los rezos: no había casi nada más. Luis Mateo estudió el bachillerato en el colegio de Nuestra Señora del Buen Consejo (los Agustinos, como lo llamaba todo el mundo) y más tarde, sin duda por influencia paterna, se fue a Madrid a estudiar Derecho. Algo que no le gustaba. Terminó la carrera en Oviedo. Nunca ejerció como abogado. Lo que le sí gustaba era bailar; quería ser Fred Astaire, pero no tardó en darse cuenta de que, para el baile, tenía dos pies izquierdos y no servía. Pero todavía más le gustaba inventar. Y escribir. Ya había perpetrado sus primeros poemas. Ya metía la nariz en alguna revistilla literaria casi escolar. Ya había problemas para distinguir qué era verdad y qué era fruto de su incansable imaginación.
Pero había que ganarse la vida. Algo complicado cuando la toga de abogado le daba poco menos que alergia. No sabía muy bien qué hacer, pero el consejo de un amigo leonés (Eduardo Huertas) y, hay que suponerlo, la influencia de don Florentino, su respetable y respetado padre, le empujaron a dar una solución muy poco romántica a su futuro: hacerse funcionario. Preparó las oposiciones al Ayuntamiento de Madrid. Las sacó a los 27 años. Y el bisoño escritor se convirtió en miembro del Cuerpo de Técnicos de Administración General del Ayuntamiento de Madrid, donde llegaría a ser jefe del Servicio de Documentación Jurídica.
Aquí es indispensable aclarar algunas cosas. Luis Mateo Díez tiene un profundo, socarrón, lacianiego sentido del humor, y esto se traduce en que –vamos a decirlo suavemente– su relación con la verdad exacta de los hechos no siempre es fácil. Adorna la realidad. O se la inventa, caramba, esto está comprobado. Quien esto escribe entrevistó a Luis Mateo en su casa de Madrid hace casi cuarenta años, con motivo de un premio literario. El entrevistador se mostró quizá demasiado curioso con el trabajo exacto que hacía el escritor en el Ayuntamiento (su despacho estaba en la Casa de la Panadería, en la Plaza Mayor), a qué se dedicaba aquel funcionario.
La respuesta fue: “Pues estoy en el negociado de Últimas Voluntades”. Es decir, los testamentos. Es inevitable imaginar una estancia larga de techos altos, maderas negras, cajones con tiradores dorados, empleados lúgubres y un olor a legajos polvorientos mezclado con cierto tufo a sacristía. Pero vayan ustedes a saber, porque es muy posible que el escritor se inventase aquella maravilla. O no. Quién sabe. Hace pocos días, en una entrevista, Luis Mateo aseguró que cuando recibió la llamada del ministro de Cultura (aún era Miquel Iceta) para anunciarle que le habían concedido el Premio Cervantes, él acababa de poner el punto final a una novela que se titulaba precisamente así, Últimas voluntades. Pero… “Mentí como un bellaco”, se reiría después en otra entrevista, “estaba leyendo o ahí atontado tomándome un whisky”. Así que todo esto (como tantas otras cosas) puede ser verdad… o no tanto. Qué más dará, si bien se mira.
El hecho incontrovertible fue que, durante varias décadas, Luis Mateo Díez padeció algo que bien podría calificarse de doble personalidad, o al menos doble vida. Por la mañana era un probo y cumplidor funcionario “testamental” que cumplía con esmero una rutina estricta, casi kantiana; algo que él asegura que le gusta. Pero por la tarde se sentaba a escribir y se convertía en un prodigioso creador de historias, en un Julio Verne de sus recuerdos, de sus viejas sensaciones y sobre todo de su inmensa imaginación. Julio Verne nos llevó a todos hasta los más recónditos rincones del planeta, al fondo del mar y al espacio, pero (salvo unos pocos viajes) casi nunca salió de su casa de Amiens.
La carrera literaria de Luis Mateo Díez es algo así como las minas del Potosí: la plata aparece en abundancia desde el primer momento y no se acaba nunca. Su quijotesca “vela de armas” literaria la hizo con dos libros breves: “Memorial de hierbas” y el recordado “Apócrifo del clavel y la espina”, que aparecieron aún en los años 70. Pero en 1982 se publica su primera obra maestra: “Las estaciones provinciales”, una novela sencillamente genial en la que, con trazo grueso, un perfecto manejo del idioma y un humor insuperable, Luis Mateo cuenta una historia de crímenes, política casposa, corrupción (es decir, el León de la dictadura) y miseria entreverada con unos personajes disparatados que recuerdan vagamente a los golfos y perdularios “apóstoles” del Entierro de Genarín, procesión burlesca de la Semana Santa leonesa.
Fue una campanada en toda regla. Pero casi a renglón seguido, en 1986, Luis Mateo Díez publicó en Alfaguara la que muchos hemos considerado siempre su obra maestra, su Cien años de soledad: el título es “La fuente de la edad”. Otra cofradía de vividores con estudios, también en una ciudad que podría ser el León de los años 50, se deja seducir por la búsqueda de una misteriosa fuente de aguas virtuosas de la que un día bebió cierto canónigo catedralicio. El resultado es un viaje inexorablemente cervantino lleno de símbolos, paradojas, paisajes muchas veces reconocibles y personajes casi siempre delirantes cuyos apellidos son siempre pueblos de la provincia de León. La escritora Margarita Merino se tropezó con el autor nada más leer la novela: “Tú no sabes lo que has escrito”, le dijo, y Luis Mateo se reía. Aquella novela magistral, una de las mejores que ha producido el idioma castellano en los últimos cien años, consagró definitivamente a su autor, que ganó con ella el Premio Nacional de Narrativa y el Premio de la Crítica… mientras el escritor regresaba cada mañana a su (presuntamente) lóbrego despacho de municipal, lleno de voluntades difuntas y papeles no menos moribundos. También Fernando Pessoa trabajó toda su vida en una oficina. Y Kafka. En fin.
La obra literaria de Luis Mateo Díez pasa de los sesenta títulos. Hay novelas indispensables como “El expediente del náufrago” o “La ruina del cielo”, pero está claro que eso va en gustos. Nunca le tentó escribir sobre sí mismo, pero sí sobre todo lo demás. Este hombre que cada día que pasa se parece físicamente más al único retrato que tenemos de Cervantes (y que tampoco sabemos si es auténtico o inventado) es como un gigantesco árbol que no se ocupa de sí, pero que acoge, aloja, alimenta y nutre a todo lo que está vivo en los contornos. Este hombre ha creado, como lugar ¿imaginario? de gran parte de sus creaciones, un universo propio: Celama, territorio de la imaginación anclada en los recuerdos que tiene tanta o más envergadura literaria que el Macondo de García Márquez o el Castroforte del Baralla de Torrente Ballester. Por poner un par de ejemplos nada más.
Luis Mateo Díez, el escritor que tiene la curiosa costumbre de ganar los premios literarios de dos en dos (tiene dos Nacionales de Narrativa y dos de la Crítica, además del Francisco Umbral y el Nacional de las Letras), acaba de recibir en Alcalá de Henares, de manos de los Reyes de España, el Premio Cervantes; es, como sabemos, el “Nobel” de la lengua castellana. Su discurso, un homenaje a la infancia y también a Cervantes (el Quijote, aquel libro que el maestro les leía en clase) fue memorable. Pueden encontrarlo aquí.
Ya solo le falta el Princesa de Asturias de las Letras. Y el Nobel. Pero esas cosas le preocupan poco al escritor leonés, el primero en ganar el Cervantes desde Antonio Gamoneda (2006); su trabajo, ya jubilado de sus legajos fúnebres y de la rutina municipal, es seguir escribiendo. Y seguir alojando entre sus ramas nidos enteros de imaginación. Y no parece haber peligro de que se canse.
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El tejo (taxus baccata) es un árbol, una especie gimnosperma de la familia de las taxáceas, dicho sea esto con la mejor intención y sin ánimo de ofender a nadie. Esa familia procede del periodo jurásico, que se dice pronto: es uno de los árboles más antiguos que se conocen. Esta conífera (porque es una conífera, como los pinos) está ampliamente difundida por Europa occidental, central y meridional. Y es uno de los árboles típicos de los frondosos, verdes y abundantes bosques del valle de Laciana, en la provincia de León.
Lo primero que llama la atención del tejo es su longevidad. Lo cierto es que no se sabe cuánto puede llegar a vivir un tejo con excelente salud: en España hay ejemplares que tienen más de dos mil años, aunque hay científicos que aseguran que pueden vivir más del doble. Es un árbol extraordinariamente resistente, muy fuerte y sólido, y que crece despacio.
Dos características singularizan al tejo. La primera es añadida por los seres humanos, que en dos mil años han tenido tiempo de otorgar al noble tejo un montón de atribuciones mágicas, mitológicas o simplemente legendarias. Una de ellas es su carácter fúnebre: se le relaciona con la muerte sin que el bueno del tejo haya hecho oposiciones para ello, aunque es cierto que sus frutos son tóxicos. Pero es frecuente verlo en los cementerios, cerca de las iglesias rurales y quizá también en los despachos testamentarios.
Su madera es muy apreciada por lo fuerte, resistente e incluso aromática. Esto lo saben bien los pájaros, las ardillas, los líquenes, los osos si los hay, los erizos y todo género de bichos que construyen su nido en las copas, los troncos, las raíces o las inmediaciones de los tejos. Así este árbol, que parece preocuparse muy poco de sí mismo porque su tronco es nudoso e irregular, es el hogar de una multitud de imaginativos y variadísimos animales que en él se sienten seguros, porque saben que el tejo puede que atraiga a los premios pero no a los rayos (ni siquiera a los de la incertidumbre), resiste bien al fuego y, gracias al veneno de sus frutos, está a salvo también de la envidia: todo el mundo quiere, admira y respeta al tejo.
Por cierto: el tejo, quizá como no podía ser de otro modo, es un árbol eminentemente cervantino. Aparece en El Quijote, en el episodio de los pastores Marcela y Grisóstomo, en la primera parte del libro.
Cualquier día le darán un premio por lo buen árbol que es y por lo útil que resulta para todos. Ya lo verán.
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