España

Luis Medina y las habilidades del mapache

Medina aprovechó con especial habilidad lo que tenía: muy buena planta, unos apellidos que le garantizaban popularidad y una madre que nunca le dejaría solo, hiciera lo que hiciese

Luis Ramón Medina Abascal nació en Sevilla el 21 de agosto de 1980. Es el segundo de los hijos que tuvieron Rafael Medina y Fernández de Córdoba, XIX duque de Feria (fallecido en 2001), y la que fue su esposa durante alrededor de once años, Natividad (Naty) Abascal Romero de Toro, modelo que fue, muy admirada, de alta costura. Medina es, por tanto, descendiente de una de las casas nobiliarias más antiguas de España, la de Medinaceli, creada a finales del siglo XV. El hermano mayor de Luis, Rafael Medina, le cedió el año pasado uno de los títulos familiares, el de marqués de Villalba. Pero aún no ha sido oficializada la cesión mediante su aparición en el BOE. Parece que al rey Felipe VI, que tiene que firmar el documento, le preocupan más bien poco estas cosas de los títulos. Desde su proclamación, ocho años va a hacer, no ha concedido ninguno.

Luis Medina sufrió, como toda la familia, las malandanzas de su padre, alcohólico, cocainómano y muy aficionado a las niñas pequeñas; acabó en prisión, donde estuvo alrededor de cinco años, y terminó por quitarse la vida (al tercer intento) en casa sevillana de su madre, la duquesa de Medinaceli. Tenía 58 años. Quiere esto decir que el timón de la vida de los dos hermanos Medina Abascal, Rafael y Luis, lo ha llevado siempre su madre, Naty.

Fue ella quien se esforzó cuanto hizo falta para dar a sus hijos una educación privilegiada. Luis Medina ha pasado por una gran cantidad de centros educativos. Empezó en el exclusivo colegio privado Alminar, en Dos Hermanas (Sevilla). Pero el divorcio de sus padres lo trastocó todo y Naty, para mantener a los chicos alejados del espectáculo mediático que se montó, los envió a un internado muy rígido, el colegio jesuita de San José, en Villafranca de los Barros (Badajoz). Pese a que el centro estaba especializado en niños con dificultades escolares, parece que Medina no mostró especial interés por el aprendizaje. Hubo que darle clases también durante el verano. Luego, Naty lo envió a Gran Bretaña (siempre con su hermano, que tenía 14 años; él, dos menos) y más tarde a Estados Unidos, a la Kiski School, un colegio segregacionista (solo para chicos) de Pennsilvania. Allí les llegó la noticia del encarcelamiento de su padre. Lo pasaron mal.

Naty permitió que Luis volviese a España (su hermano se quedó estudiando en América) pero lo metió otra vez interno, esta vez con los agustinos del colegio Alfonso XII de El Escorial. Nada. El chaval tenía ya 18 años y había salido guapo, casi tanto como su hermano. Y lo sabía. Naty rogó a un cura amigo, Ignacio Jiménez Sánchez-Dalp, asesor espiritual de la aristocracia sevillana, que tratase de meter al niño en cintura para que no abandonase los estudios. No hubo manera. Luis aprobó el COU en un colegio americano de Sevilla y hasta ahí llegó la riada. Su hermano Rafael sí continuó con su formación universitaria. Él se dedicó a buscar su sitio en la vida.

Se dedicó, en lo esencial, a dos cosas. La primera, entablar relaciones con señoritas, lo cual le resultó fácil con su nombre, con el de su madre y con su atractivo personal. La segunda, tratar de triunfar como empresario. La lista de sus novias presuntas, auténticas o inventadas por la madre, da para un tomo del Espasa. La de sus intentos empresariales también. Luis Medina, que ya hemos visto que no era precisamente un intelectual, aprovechó con especial habilidad lo que sí tenía: muy buena planta, unos apellidos que le garantizaban popularidad y una madre que nunca le dejaría solo, hiciera lo que hiciese.

Sus novias, amigas, conocidas o saludadas parecían fotocopiadas unas de otras: todas eran atractivas, todas elegantes, todas de buena familia o por lo menos ricas, o si acaso medianamente conocidas. Se hacía acompañar por ellas (o por su madre) a los innumerables actos sociales a los que acudía, las más de las veces cobrando por ello. Su caché por acudir a una fiesta de lo que fuese llegó a estar, hace no demasiados años, en los 16.000 euros; antes de abandonar la “vida pública” (entre otras cosas porque le llamaban cada vez menos) rondaba los 10.000. Nunca se ha casado. Esto pudiera ser la prueba de que su verdadero amor estaba en esos papelitos rectangulares impresos a color con los que se compran cosas.

Cualquier “famoso” del país, extraña categoría humana en la que pueden entrar cantantes, folclóricas, gente del cine, concursantes de televisión y hasta algún exguardia civil con especial cara dura, sabe lo que pagan las revistas del corazón por unas fotos falsamente robadas, por un posado, por el anuncio de un noviazgo, la boda, el bautizo del niño, el divorcio, la exhibición de la casa y lo que haga falta. Si eso da de comer a “presonalidades” como Raquel Bollo u Olvido Hormigos, de cuyas habilidades para ganarse honradamente la vida no se tiene la menor noticia, qué no logrará un hijo –guapo– de Naty Abascal.

La enumeración de los intentos empresariales de Luis Medina es larga y sería tediosa. Montó con un amigo una empresa de publicidad y marketing que se llamó Impak. Nada. Trabajó en la inmobiliaria de un amigo y, como él mismo dijo, “solo vendí una casa y fue a mi madre”. Gracias a Naty le nombraron “embajador” de la firma de ropa italiana Dolce & Gabbana: acabaron tarifando y en la sede milanesa de la firma llegaron a decir que ni les sonaba el nombre del muchacho. Montó un showroom que se llamó Showme That y que llevó a varias firmas de prestigio, como Oscar de la Renta, Tiffany, Manolo Blahnik o Trussardi: todos amigos de su madre, y la empresa se hundió durante la pandemia en medio de cuantiosas reclamaciones de dinero. Gekko Partners, consultoría y asesoramiento de empresas. Nada. Compró la empresa de joyas Ceylan 1934. Quebraron casi inmediatamente. Son unos cuantos ejemplos pero hay muchísimos más. El atractivo y querendón (así lo llamarían en Argentina) hijo de Naty iba sacando lo que podía de donde podía. Eso era todo.

“La fama no ayuda a pagar las facturas de la casa”, dijo una vez. Pero tampoco era tanta la fama, si bien se mira. Ha vivido siempre a la sombra de su madre, protegido por ella, y eso no gusta mucho a los inversores. El seductor y elegante muchacho se iba haciendo mayor y, de ser el “soltero de oro”, como se empeñaban en llamarle las revistas del corazón, fue pasando poco a poco a la categoría de cero a la izquierda. Tres de cada cuatro españoles no tienen idea de quién es Luis Medina, algo muy peligroso cuando se vive de mamá, de los amigos de mamá y de salir en las revistas. Y se pretende vivir muy bien, como de costumbre. Su cuenta de twitter, que no se mueve desde hace siete años, tiene 5.128 seguidores. La de Belén Esteban tiene 1,2 millones. Un buen día, no hace mucho tiempo, Luis Medina decidió “retirarse” de la vida social. Eso es como si cualquiera de ustedes anuncia que ha tomado la decisión de no asistir a la entrega de los premios Nobel: sencillamente, nadie les había invitado (paráfrasis de una ocurrencia de Chris Rock).

Ese retiro se rompió hace bien pocos días, y no por voluntad de Luis Medina. Gracias a una oportuna indiscreción –siempre es igual en estos casos– se descubrió que el hijo pequeño de Naty Abascal y un amigo suyo, Alberto Luceño, habían hecho de intermediarios entre algunas empresas del extremo Oriente y el Ayuntamiento de Madrid para proveer a la población de mascarillas contra la covid-19 y de test sobre lo mismo, muchos de los cuales resultaron ser defectuosos. Se valieron de la oportunísima amistad de Medina con uno o varios familiares del alcalde madrileño, José Luis Martínez Almeida. No era esta la primera vez en que Medina hacía de intermediario en unos u otros negocios gracias a sus “contactos”. Pero jamás se habría atrevido nadie a colar unas comisiones de 6 millones de euros (sobre un gasto total de 14,7 millones en adjudicación pública: casi la mitad) en medio de lo más duro de la pandemia, cuando la gente enfermaba y moría a espuertas. Medina y Luceño se enriquecieron escandalosamente. Uno más que otro, también eso es cierto: Luceño engañó a su socio Medina y se llevó –presuntamente– más de lo que ambos habían acordado repartirse. Por decirlo con claridad: les pudo la codicia y cayeron en su propia trampa. Se apresuraron a poner a salvo lo obtenido y blanquearon la fortuna lograda con gastos exorbitantes: un yate, una casa, coches de altísima gama, relojes que cuestan cantidades de infarto. Todo eso con dinero pagado por el Ayuntamiento madrileño, es decir, con dinero público. Mientras estos negocios se producían, Medina y Luceño intercambiaban correos electrónicos en los que demostraban su inmejorable humor: “Pa la saca”, escribía Luceño cuando llegaba algún ingreso.

Cuando la Fiscalía Anticorrupción comenzó a investigarle, Medina no dudó del motivo: “En la Fiscalía son todos de izquierda radical y manipulan la información”. Eso después de hinchar artificialmente un 148% el precio de los productos “intermediados”. Cuando el juez trató de embargar los bienes de Medina se encontró con que el hijo de Naty tenía menos de 250 euros en su cuenta bancaria. Lo demás ya estaba a salvo. No ha habido, de momento, embargo.

La enésima trapisonda del muchacho (que ya no lo es en absoluto) ha sido, de lejos, la peor. Como decía el nada izquierdista Pedro Muñoz Seca en La venganza de Don Mendo, “nunca ha de faltar un noble / que robe más de la cuenta”, pero esta vez al pequeño de los Feria se le ha ido la mano. La pregunta es qué hará esta vez la ya casi octogenaria, influyente y respetada Naty Abascal. ¿Qué dirá mamá esta vez? ¿Volverá a llamar a sus amigos famosos para sacarle al “jovencito” las castañas del fuego?

Las habilidades del mapache

El mapache boreal o común (Procyon lotor) es un mamífero carnívoro de la familia de los prociónidos. Y es adorable, no digan ustedes que no porque no hay más que ver lo guapo, lo simpático y lo elegante que es. Es un animal cuyo hábitat original estaba en América del Norte, pero desde del siglo XX se ha extendido por Europa y por muchos lugares más; por todas aquellas zonas en las que sea posible obtener algo “pa la saca”. Hay que anotar que el término mapache procede de la lengua náhuatl, mapachtli, que quiere decir “el que toma todo en sus manos”.

El mapache es lindo, muy atractivo como mascota con ese antifaz negro y esa carita que sabe poner de buen chico. Pero no se engañen ustedes: fuera de su hábitat natural es una plaga, por violento, por malvado y sobre todo por ladrón. Vive en pequeños y exclusivos núcleos familiares en los que la madre tiene una enorme importancia: desaparecida esta (algo que nadie desea, no faltaba más), el grupo corre peligro.

El exclusivo y aterciopelado mapache, una vez invadida Europa desde el Cáucaso hasta Pontevedra, se ha adaptado increíblemente bien a la vida entre los humanos. Y es terrible. Saquea los huertos, los graneros, los presupuestos municipales, desde luego las basuras. Allí donde prolifera se convierte en una calamidad. Entra en las casas de la gente para robar, invade garajes y desvanes. Es cierto que su naturaleza no es especialmente agresiva: suele contemplar el comportamiento humano con mucha suficiencia no exenta de vanidad y señorío, a veces desparpajo, a veces indiferencia. Pero cuando se le acosa, cuando se le acorrala, el mapache se vuelve muy peligroso: saca sus dientes, ruge amenazas y muerde a quien se le acerca.

En España, el Ministerio de Medio Ambiente lo tiene incluido en la lista de especies de urgente erradicación. Pero eso no pasan de ser buenas intenciones. Mapaches, como comisionistas, ha habido siempre en un sitio u otro. Cómo se acaba con eso en un país en el que tantísima gente tiene silenciosa envidia de los mapaches; por lo guapos, por lo astutos, por lo hábiles, por lo impunes y por lo mucho que atropan. Pues está difícil eso, ¿verdad?

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