Los responsables de la candidatura madrileña a organizar los JJOO 2020 suelen argüir que las Olimpiadas son un “proyecto de Estado”. ¿Hasta qué punto esa afirmación es cierta? Cuando en 1985 el COI concedió a Barcelona la organización de los Juegos de 1992, España, a punto de ingresar en la Comunidad Económica Europea, celebraba el éxito del cambio democrático tras haber superado 40 años de dictadura. Teníamos entonces un mensaje que transmitir al mundo: el del renacimiento de una importante nación europea, asunto que coincidía con el quinto centenario del Descubrimiento de América. Además de la transformación de Barcelona, los Juegos supusieron también para muchos catalanes una ocasión de reivindicar su cultura y capacidad organizativa. Por si fuera poco, un barcelonés, Juan Antonio Samaranch, era por entonces Presidente del COI y la capital catalana la primera cita olímpica tras la caída del muro. El resto de los españoles mostró su solidaridad con el proyecto y el Estado corrió con una parte importante de la factura final.
Los Juegos de Barcelona 92 constituyeron un éxito organizativo y deportivo indudable, pero en modo alguno significaron un relanzamiento de la economía española. Peor aún, terminados los fastos olímpicos y la Expo de Sevilla, el país entró en una recesión cuya dureza se tradujo en el millón largo de personas que pasaron a engrosar las listas del paro en los 18 meses que van de la segunda mitad del 92 a finales del 93. Fue aquella una crisis, sin embargo, que tocó fondo en 1995 y de la que el país empezó a despegar a lo largo de 1996, por lo que, en definitiva, poco tuvo que ver en duración y profundidad con la que actualmente padecemos.
Si la candidatura de Madrid 2016 ya no tenía ningún sentido, la de 2020 es sencillamente inexplicable.
Aunque discutible a la vista de la situación actual, se podría argumentar que España también tenía un mensaje que transmitir en los años 2000 y 2001, cuando se comenzó a plantear la candidatura de Madrid 2012. Desde luego, se contaba con los recursos económicos necesarios: los PGE generaban superávits o estaban próximos a hacerlo, el paro descendía y el país anunciaba sus aspiraciones a entrar en el G-8. Aznar había concluido su primera legislatura en armonía con los partidos nacionalistas mayoritarios, que aún no se declaraban soberanistas, habíamos conseguido entrar en el Euro, la estrategia antiterrorista funcionaba, Pedro Duque viajaba al espacio con la NASA, etc., etc. Todo eran buenas noticias o lo parecían. Madrid era una fiesta. Apoyada en su nuevo poderío económico, el mensaje de aquella candidatura anunciaba el regreso de España al grupo de las naciones más influyentes.
Todos conocemos lo que vino después. A la vista de esos acontecimientos, si la candidatura de Madrid 2016 ya no tuvo ningún sentido por las razones que veremos más adelante al examinar el cuarto argumento, la de Madrid 2020 es sencillamente inexplicable. Por desgracia, en estos momentos España no tiene nada que celebrar como país que justifique organizar unos Juegos. Nos faltan, para empezar, los medios económicos y un proyecto nacional. Pretender, como se nos dice desde la candidatura, que los Juegos van a servir para unir o ilusionar a todos los españoles, o a nuestra juventud, alrededor de un proyecto común cuando, por poner un ejemplo deportivo, no somos capaces de respetar nuestro propio himno nacional en la final de la Copa del Rey de fútbol, es intentar (re)construir la casa por el tejado. A medio camino entre el wishful thinking y la ceguera más preocupante, nuestros dirigentes no parecen reparar en que si no se abordan de manera previa las cuestiones fundamentales de nada sirve organizar Juegos.
Ninguna razón de peso para presentar candidatura
En esta misma línea, otro argumento esgrimido por la candidatura mantiene que si Barcelona organizó unos Juegos, Madrid también tiene derecho a hacerlo y, cómo no, merece el apoyo del resto del país. El argumento podría muy bien ser el contrario; precisamente porque ya tuvimos Barcelona 92, que se saldó con un éxito rotundo, no necesitamos repetir el experimento menos de treinta años después (como si fuéramos los Estados Unidos de América) sin garantías de, al menos, igualar aquel éxito. Esta ejemplaridad a la inversa que se ha instalado en España según la cual cada ciudad debe tener un circuito de velocidad, un aeropuerto, una universidad, una estación de AVE y, según parece ahora, también unos Juegos, además de costosísima para las arcas públicas, no habla nada bien del país en su conjunto. El apoyo que todos los españoles, madrileños incluidos, dimos a Barcelona pierde toda su significación y valor si Madrid intenta ahora “cobrárselo” a toda costa, tratando de organizar unos Juegos en las peores circunstancias económicas posibles.
Madrid compite para los Juegos de 2020 con Estambul y Tokio. Ni Turquía ni Japón son BRICs, pero uno y otro país tienen, además de los recursos necesarios, poderosas razones para presentar sus candidaturas respectivas. Japón, tercera economía mundial, quiere los Juegos para reponerse emocionalmente del tsunami de 2011 y el posterior desastre de Fukushima, y conmemorar en 2020 el 75 aniversario del bombardeo nuclear de Hiroshima y Nagasaki. Por su parte, Turquía, una economía que creció un 9% en 2010 y un 8,5% en 2011, se posiciona desde hace años como un actor imprescindible entre el mundo occidental y el musulmán, además de ser la única referencia democrática en el ámbito islámico. Cuenta también con una capital entre las más hermosas del mundo (del estilo de Río de Janeiro o Sidney), a caballo entre Europa y Asia, necesitada de un buen lavado de cara para entrar de lleno en el siglo XXI. ¿Qué razones de peso tiene España para presentar su candidatura en estos momentos?
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