¡Levántate y anda! Y, como Lázaro, Mariano Rajoy, que yacía cual boxeador noqueado sobre la lona por culpa del ataque en tromba de la crisis económica y corrupción galopante, se puso en pie cuando el árbitro estaba a punto de cantar el último de los 10 fatídicos segundos. Lo hizo con un brioso discurso de más de hora y media, un texto bien armado con el que abrumó a Rubalcaba en el debate sobre el estado de la nación. Rajoy no está muerto, cierto, y ese pedestre milagro logró el miércoles arrancar un suspiro de alivio entre muchos españoles que comenzaban a sospechar que el Gobierno y su presidente, desaparecidos en combate, habían tirado la toalla ante el tamaño del desafío económico y la desfachatez de una corrupción que inunda de mierda la propia sede del PP. Ahora viene lo más difícil: llega la hora de preguntarse de qué va a servir esa victoria, qué va a hacer Mariano con ella, en qué se va a concretar ese impulso de ave Fénix renacida de sus cenizas desde el punto de vista de una ciudadanía empobrecida por la crisis y humillada por el relato de tanto ladrón como ahora enseñorea los juzgados de España.
Acababa de terminar el debate, mediodía del jueves 21, cuando los medios comenzaron a escupir en internet la última perversión salida de las sentinas de Luis Bárcenas: en la página 33 del informe (213 páginas) remitido esta semana por la Unidad Central de Delincuencia Económica y Fiscal (UDEF) al juez Pablo Ruz de la AN se hallaba una perla, una gema llamada a poner de nuevo contra las cuerdas al presidente del Gobierno. Resulta que el extesorero acudió el 14 de diciembre pasado a dejar constancia ante un notario de Madrid de su condición de responsable, nada menos que durante 15 años, de la cuenta donde el partido ingresaba el dinero recibido en “donaciones”, y también de que durante esos tres lustros se encargó de reflejar “con detalle, los nombres de los donantes y los perceptores de esos fondos”. Por si alguien tenía alguna duda. Cuando acudió a la notaría de Andrés Domingo Nafría, Bárcenas ya sabía que las autoridades suizas iban a entregar a la Justicia española los datos de su famosa cuenta con más de 22 millones de euros, pero todavía faltaban dos meses para que El País explotara la bomba de los supuestos sobresueldos que se cobraban en negro en Génova 13.
La bomba que maneja Bárcenas tiene tal carga explosiva que al Partido Popular no le queda otra salida que el pacto
Poco dura la alegría en casa del pobre. Un Rubalcaba noqueado tras el debate salió de nuevo a escena para asegurar que Rajoy “no tiene salida”, puesto que “desde el momento en que afirmó que todo era mentira, se ató políticamente al señor Bárcenas”. Para el PSOE, el presidente del Gobierno “está hipotecado”, aunque algunos tal vez se atrevan a calificar la hipoteca de “chantaje” puro y duro. La bomba que maneja Bárcenas tiene tal carga explosiva que al partido en el Gobierno no le queda otra salida que el pacto con el dueño del maletín nuclear, utilizando para ello el aparato del Estado, CNI incluido, como ya se insinuó aquí hace un par de semanas, y naturalmente la Justicia, con el ministro del ramo Ruiz-Gallardón al frente del batallón de zapadores.
Se entiende la negativa del presidente no ya a citar a Bárcenas por su nombre, sino a entrar en serio en un asunto como la corrupción que hoy amenaza la estabilidad política y el porvenir de nuestra doliente democracia. En el PP el cabreo es monumental con Javier Arenas, el amigo a quien Rajoy colocó como “vigilante de la playa” con la misión de evitar que la bomba llegara a explotar (“tranquilo, Mariano, que esto está controlado”) y que, como es habitual en el andaluz, no ha hecho su trabajo o la ha hecho rematadamente mal. Algo, sin embargo, parece haber hecho bien, algún tipo de pacto ha debido alcanzar sotto voce con el ex tesorero, cuando a día de hoy no hay ni rastro de su querido amigo José María Aznar entre los sobrecogedores del PP. A estas alturas, y en vista del ganao que pasta en la calle Génova, algunos se preguntan, sin embargo, si en el PP hay talento bastante como para manejar cuestión tan delicada, o si el escándalo acabará llevándose por delante al partido, al Gobierno y al lucero del alba, arrastrando consigo los restos del naufragio español.
Urdangarin como el moderno Tempranillo
Chantajeada se encuentra también la Corona, cogida entre la espada y la pared por el escándalo que ayer llevó al yerno del Rey, con las cámaras de televisión de medio mundo por testigo, a declarar en los juzgados de Palma de Mallorca. Pobre imagen de España, mancillada estampa de una España carcomida por las termitas de una corrupción galopante. El duque empalmado se atuvo ayer al libreto, cumplió su papel, que no era otro que tratar de exculpar a la Casa del Rey, es decir, al Rey de España, de cualquier responsabilidad en esa forma de robar el dinero del erario que José Maria Hinojosa, alias el Tempranillo, patentó en la primera mitad del XIX en Sierra Morena, y que el duque ha actualizado ahora con la ayuda de administradores públicos igualmente venales y dignos de caminar con grilletes.
Por Zarzuela ha desfilado no solo Corinna sino toda una patulea de tipos poderosos y adinerados
El problema es que, confrontado a la evidencia demoledora de las pruebas que maneja Diego Torres, lo que ayer regurgitó el bello duque no se lo cree nadie. El problema es que en la memoria de cientos, miles de españoles enteraos está presente la forma de operar en asuntos de dinero que nuestro Monarca ha practicado durante los últimos 38 años. El problema es que por Zarzuela ha desfilado no solo Corinna zu Sayn-Wittgenstein, sino toda una patulea de tipos poderosos, particularmente adinerados, cuya visita podía deparar algún rédito. Por pasar ha pasado hasta Arturo Fasana –que llegaba en el helicóptero de Alberto Alcocer y salía conducido por el chófer de Francisco Correa-, acusado por la Justicia española de custodiar y mover desde Suiza el dinero negro de la Gürtel. La cuestión es que Iñaki Urdangarin no ha hecho nada que durante años no viera y oyera hacer en casa de su suegro, nada que no avalara y ratificara su esposa, la infanta Cristina, porque desde la subida al trono se vio como la cosa más natural del mundo que el Rey se enriqueciera a golpe de comisión, y quienes tenían la obligación de haber puesto orden en el caos prefirieron mirar hacia otro lado. Y el problema, ese pecado de enriquecimiento ilícito, ha terminado por concretarse, para desgracia del buen nombre de España, en una cifra, una cualquiera, puede que sea mayor, que The New York Times (NYT) cuantificó en septiembre pasado: 2.300 millones de dólares, algo así como 260.000 millones de las antiguas pesetas.
Ante esta realidad, no hay tío páseme el río. Y, si hemos de ser consecuentes por una vez, que ya es hora, hemos de decir que ese es el drama que lleva arrastrando este país desde hace décadas, el sumidero por el que se despeñaron los principios morales, el origen de todos los problemas, la relajación de las barreras éticas que tiempo ha hicieron del español común un ser generalmente honesto y apegado a su buen nombre, y ello porque si no es ejemplar la cabeza mal pueden serlo los pies, de modo que por esa pirámide del oro, del Rey abajo todos, se fue derramando por las arterias de la sociedad española la ensoñación de creced y enriqueceos, malditos, a toda costa. El cierre de la parábola no puede ser que otro que reconocer la pérdida de prestigio sufrida por la Corona a causa de las malas prácticas reales, y reclamar la necesidad urgente de proceder a recuperar el honor perdido de la jefatura del Estado, invitando al Monarca a llevar a cabo una abdicación controlada en la persona de su hijo, ello en cuanto las circunstancias económicas y sociales del país lo permitan.
La necesidad de rescatar el honor de la nación
El resto es seguir jugando al gato y al ratón, es engañar y engañarnos, es ocultar la realidad y vivir en la ignominia. El prestigio de España no puede seguir sustentado en pies de barro. El honor de la nación no puede permanecer un día más prisionero de conductas que, por muy reales que sean, no tendrían un pase en cualquier democracia europea consolidada. Las cosas no van a mejorar, sino al revés, incluso físicamente, para un Monarca condenado a corto plazo a la silla de ruedas de no mediar milagro. Los perros ladran cada día más alto. Sirva de prueba el comportamiento de tanto escribano cortesano, gente cobarde hasta la náusea que, con las encías gastadas por los años que llevan amorrados al palo de mesana real, parecen estos días fieros revolucionarios reclamando la abdicación. No terminan, sin embargo, de explicar por qué, no acaba de parir la burra, no se atreven, siempre cobardes, aunque a poco que se lo proponga la Casa terminará por hacer de ellos unos peligrosos bolcheviques dispuestos a asaltar el palacio de invierno.
Los españoles, abocados a elegir: aceptar un cambio controlado o correr el riesgo del inmovilismo
Los españoles parecen abocados a una elección más histórica que dramática: aceptar un cambio controlado en la jefatura del Estado, o correr el riesgo de un inmovilismo que, podrido hasta la raíz, degenere en revuelta o incluso en revolución susceptible de poner patas arriba el bienestar conseguido en las últimas décadas. Hay una tercera vía, que los auténticos demócratas –especie rara en España- aceptarían de mil amores, consistente en la apertura de un proceso constituyente que, con el mayor consenso posible, además de plantear a la ciudadanía la vieja cuestión Monarquía-República, abordara la solución integral de los problemas territoriales, el saneamiento de las instituciones y la regeneración que esta pobre democracia nuestra lleva reclamando hace tanto tiempo, dibujando así un futuro de convivencia para los próximos 40 años.
El jefe del Ejecutivo dejó claro el miércoles que, en su opinión, el Estado funciona y su estructura es la adecuada. Según su punto de vista, no es necesario ningún cambio que afecte a las estructuras político-partidarias, y menos aún a la simbiosis de éstas con las oligarquías económico-financieras que controlan el país. Todo está bien como está. A este conservador de provincias, un cambio lampedusiano como en el fondo supondría la sustitución en el trono del Rey por el príncipe Felipe le parece una revolución inaceptable. Pero ni el Gobierno de la nación puede seguir sometido al chantaje de un extesorero, ni la Corona puede continuar prisionera de las malas prácticas de quien ha sido su titular en las últimas cuatro décadas. Diga Rajoy lo que quiera, parece claro que la abdicación del Rey Juan Carlos no es ya cuestión opinable, sino necesidad inaplazable, y que será difícil, si las cosas de la economía echan a andar en el segundo semestre, que el proceso no se inicie antes de fin de año.
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