José Manuel Sánchez Riera guarda en una carpeta todos los recortes de prensa de aquellos días. La confeccionó su madre, pero sus ojos no han pasado más allá del tercer artículo. Su nombre se repite una y otra vez: es protagonista indiscutible de los acontecimientos que tuvieron lugar en Latifiya (Irak) el 29 de noviembre de 2023, fecha de la que ahora se cumplen 20 años. Porque él fue el único superviviente de una matanza -“no existe otro nombre más acertado”, definen fuentes de Inteligencia- contra ocho agentes del CNI.
Un episodio tan brutal como crítico, que cambió la historia del centro y el modo en que se protegen sus agentes cuando cumplen misiones en el exterior. “Aprendimos mal, pero aprendimos”, admite ahora, dos décadas después, José Manuel Sánchez. “Sí, después ha habido un proceso de aprendizaje en el Centro [en referencia al CNI] de cómo se debe acudir a ciertas zonas a realizar unas misiones”.
José Manuel es reacio a tratar con los medios. Admite cierta soltura al hablar con los regionales de la Comunidad Valenciana, teniendo en cuenta su condición de presidente de la Asociación de Víctimas del Terrorismo de esta región. Pero aún opta por mantener cierto anonimato a nivel nacional. Su testimonio aquí recogido, de hecho, forma parte de un coloquio en el que participó en octubre en la Universidad de Navarra, en colaboración con el Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo.
“Ya se estaba cambiando la forma de trabajo en la zona, porque las condiciones evidentemente de seguridad y políticas no eran las idóneas”, admite el superviviente de la matanza de Latifiya ante las preguntas del profesor Alberto Nahum. Junto a ellos participa Fátima Lianes, directora de la serie Los ocho de Irak.
Estalla la guerra
Sus palabras remiten al Irak de 2003. A un agujero de inseguridad donde la estabilidad del mundo entero estaba en juego. Estados Unidos, tras los atentados terroristas contra las Torres Gemelas de 2001, movilizó toda su maquinaria -diplomática y militar- para cambiar el paradigma global. Y el foco se puso sobre Irak, con un Sadam Huseín que representaba, a ojos de George Bush y sus aliados, todo lo contrario a occidente, formando un “eje del mal” con Irán y Corea del Norte.
Estados Unidos encontró en España y en Reino Unido, con José María Aznar y Tony Blair al frente, a sus dos principales aliados en su ofensiva militar sobre Irak, alegando que había indicios relacionados con la presencia de armas de destrucción masiva -que, a la postre, no se encontrarían-.
Una diplomacia militar que tenía sus consecuencias sobre el terreno. La ofensiva militar propició la caída del régimen de Sadam Huseín en pocos días, pero las milicias afines al dictador aún eran fuertes en determinadas regiones de Irak. Y Sadam permanecía aún en paradero desconocido.
Es aquí donde se esboza la existencia de los espías españoles del CNI. Porque un despliegue de las características de la brigada Plus Ultra, como se conocía al contingente militar en Irak del que España formaba parte, requería unos informes de inteligencia precisos. Algo que sólo se consigue con efectivos sobre el terreno.
El CNI en Irak
Irak se había convertido en territorio hostil para los agentes del CNI, quienes por su empatía y carácter abierto lograban redactar informes mucho más precisos que otros servicios de inteligencia con más recursos. Algunos de los informantes habituales, al servicio del régimen de Sadam, se convirtieron en enemigos naturales al estallar la guerra.
Y así, el 9 de octubre de 2003, el agente del CNI José Antonio Bernal fue asesinado en la calle. Había logrado escapar del asalto de tres individuos a su vivienda en Bagdad, pero los alcanzaron en la vía pública. Un aviso -fatídico- de que algo había cambiado. Los agentes españoles eran ahora objetivos prioritarios.
El CNI acordó el relevo inmediato de los agentes desplegados en Irak. A Carlos Baró, Alberto Martínez, Alfonso Vega y Luis Ignacio Zanón les sustituirían José Lucas, José Ramón Merino, José Carlos Rodríguez y José Manuel Sánchez. Por un breve periodo de tiempo convivirían sobre el terreno, presumiblemente para hacer el traspaso de funciones, información y contactos.
Latifiya
Así llegamos a la mañana del 29 de noviembre de 2003. La fecha fatídica. Los ocho espías visitan varios organismos oficiales en Bagdad y, después de comer, emprenden el viaje a Diwaniyah, donde se encuentra el cuartel general de la brigada Plus Ultra. Van repartidos en dos coches, un Nissan Patrol blanco y un Chevrolet azul. A bordo del primer van Martínez, Merino, Lucas y Zanón; en el segundo, Vega, Baró, Rodríguez y Sánchez. Dos veteranos en Irak y dos espías de relevo en cada uno de los coches.
Son las 15.25. Los ocho del CNI llevan casi una hora de viaje y atraviesan las inmediaciones de la localidad de Latifiya. Han evitado la autopista principal, que en estos momentos está cortada, y viajan por carreteras secundarias. No se ve más que arena y piedras alrededor, con las montañas dibujando el horizonte. A lo lejos, la ciudad. Muy poca o ninguna vegetación a los alrededores.
En esas les alcanza un vehículo de color blanco. Supera su posición y abren juego contra ellos con sus rifles kalashnikov. Alcanzan a los dos pilotos. Los agentes españoles tratan, sin éxito, de recuperar el control de sus vehículos. Acaban en una cuneta. La situación es crítica: compañeros heridos y abandonados en mitad de la nada.
Recurren a sus teléfonos satélite Thuraya, pero no logran establecer una comunicación sólida con la base de Diwaniya ni con Madrid. Su presencia no pasa desapercibida. Una turba se precipita contra ellos. Están armados. Abren fuego. Alcanzan a uno detrás de otro, a pesar de que se defienden con uñas y dientes. Llegan hasta sus posiciones y se ceban con los cadáveres. Los golpean. Los linchan. Es una matanza. La matanza contra el CNI.
Murieron todos. Todos, salvo José Manuel Riera, quien siguiendo las órdenes de Carlos Baró abandonó el lugar en busca de ayuda. Alcanzó una mezquita cercana y la concurrencia también se abalanzó sobre él. Le arrebataron el arma encasquillada, trataron de atarle las manos y meterlo en un maletero, cuando alguien con una posición destacada, quizá un religioso, se acercó y le besó en la mejilla. Un gesto de amistad que obligó a la turba a disolverse.
José Manuel se montó en un taxi, llegó a Latifiya y regresó con la policía local al lugar del crimen. Pero ya no se podía hacer nada por sus compañeros. Treinta horas más tarde estaría volando rumbo a España junto a los cadáveres de los otros siete agentes.
20 años después... Joaquín Sabina
Han pasado 20 años y ahora José Manuel Sánchez habla desde la Universidad de Navarra: “Lo que más me ha afectado es el recuerdo invasivo, ese recuerdo intrusivo que viene no cuando quieres, sino cuando tienes un problema de otro tipo, o cuando estás bien o cuando te vas a dormir”.
Sobre si ha visto el documental Los ocho de Irak, José Manuel admite: “Puedo contar mi testimonio sin ningún problema, pero verlo reflejado en imágenes… Sigo teniendo miedo a que eso me lleve a los sitios de donde vengo, que no son los mejores del mundo. Estoy diagnosticado con estrés postraumático. Nos llevamos bien mi enfermedad y yo pero no quiero probar mis límites de nuevo. Ya los he probado. Sé dónde están”.
Uno de los alumnos de la Facultad de Comunicación pregunta al exagente del CNI sobre con qué frecuencia recuerda los acontecimientos que vivió en Latifiya. “En mi caso, el proceso es un ‘sube y baja’. En los primeros momentos estás muy bien, luego estás normal, y luego, en mi caso, hubo un momento de crisis, que se dio en el quinto año. No fue inmediato”. Ahora, dos décadas después, aún recuerda a diario aquellos acontecimientos: “No me despierto y digo: ‘He estado en Irak y he pasado por eso’. Pero en algún momento del día, sí. Tienes que vivir con ello. Tengo asumido que esto va a formar parte de mi vida y lo será siempre”.
El nombre de los ocho agentes del CNI es historia del centro. Los 3.000 hombres y mujeres que trabajan en el centro saben quiénes son Carlos Baró, Alberto Martínez, Alfonso Vega, Luis Ignacio Zanón, José Lucas, José Ramón Merino, José Carlos Rodríguez y José Antonio Bernal. No porque un monolito a la entrada de las instalaciones centrales recuerde su memoria, sino porque su muerte, además del dolor por la pérdida de los compañeros, supone una lección que nunca se debe olvidar.
Y, si lo olvidan, Joaquín Sabina -el cantautor y poeta- se encarga de recordárselo con el poema que compuso en memoria de Carlos Baró. Porque Baró, cuyo nombre en clave para el CNI era Baracoa, también era fan incondicional Sabina, y al ritmo de sus canciones recorrería el Irak que le vio morir.
Tuve un hermano secreto en Irak,
el más audaz, el más noble, el más fuerte.
Cuando la suerte le dijo tic tac,
corte de mangas le hizo a la muerte.
Besaba a jeques, comía cuscús,
cada mañana era una despedida,
sabía cosas que ignoraba Bush,
le hicieron una chilaba a medida.
Y cómo lo describía,
como Borges, como Pablo,
como Pessoa.
Ni Dios lo mejoraría.
Pongamos, Carlos, que hablo de Baracoa.
Me lo imagino con tan corta edad,
Lawrence de España versus Saladino,
llevando al huerto al ladrón de Bagdad,
comprando alfombras, retando al destino.
Era mi socio aunque nunca lo vi.
Quiso vivir sin pasar a la historia,
murió por nadie, por todos, por mí.
Harto consuelo dejó su memoria.
Y cómo me defendía,
como Adán contra el diablo,
en una canoa.
Ni Dios lo mejoraría.
Pongamos, Carlitos, que hablo de Baracoa.
Sobre las guerras del Golfo canté
con el ardor de la sangre encrespada,
con la coartada de la poca fe,
contra el horror de una muerte anunciada.
Esta oración de naranjito en flor
que me mató tan póstumo y tan tarde,
desde el diario de un gran corazón
del corazón de un cantautor cobarde.
Y todo lo deglutía,
cocinando en un establo
sin barbacoa.
Ni Dios lo mejoraría.
Pongamos, Carlitos, que hablo de Baracoa.
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