España

Miguel Bosé y el ocaso del gato común

Para su madre fue un objeto de devoción. Para su padre, un disgusto. Miguel, que sería durante años el ser viviente más bello que habitaba la tierra, salió sensible, dulce, delicado, rubito, muy inteligente y extraordinariamente necesitado de afecto

Luis Miguel González Bosé, que más tarde se cambió el nombre por el de Miguel Dominguín Bosé, y finalmente por el de Miguel Bosé Dominguín (todo el mundo le conoce como Miguel Bosé), nació en Ciudad de Panamá el 3 de abril de 1956. Fue el hijo mayor que tuvieron Luis Miguel González Lucas, matador de toros, mucho más conocido por su sobrenombre artístico de Luis Miguel Dominguín, y su primera esposa, la actriz Lucia Borloni Bosè, conocida desde muy pronto como Lucía Bosé. De este galimatías de nombres y apellidos puede deducirse fácilmente que no estamos ante una familia corriente. Ni sencilla.

Para ilustrar el ambiente en que se crio Miguel Bosé baste decir que su padrino de bautismo fue el cineasta Luchino Visconti, el autor de Muerte en Venecia, Il Gatopardo, Ludwig o Confidencias. Amigos de la familia eran Pablo Picasso, Federico Fellini, Ernest Hemingway, Michelangelo Antonioni o Lindsay Kemp, pero también toda la corte de los milagros del régimen franquista, para el cual el padre del chico era un auténtico ídolo.

El matrimonio Dominguín-Bosé fue complicado desde el primer minuto. El torero era machista hasta lo medieval, mujeriego irredimible, de fortísimo carácter, cazador, franquista y no demasiado inteligente. Y muy atractivo. Lucía Bosé era cosmopolita, italiana, intelectual, independiente, de simpatías comunistas, también de muy fuerte personalidad y extraordinariamente bella. Se casaron por lo civil en Las Vegas, en marzo de 1955. Aquello trajo problemas a su marido porque el matrimonio no era válido en España y los cuervos del régimen (singularmente Carmen Polo, esposa del dictador, y sus monseñores de cabecera) exigían un matrimonio eclesiástico. Las creencias católicas de Lucía eran más bien muy delgadas (las del torero tampoco eran gran cosa), pero ella transigió y la boda se celebró en la finca familiar de Villa Paz, en Saelices (Cuenca), en octubre del mismo año. Miguel, el primogénito, no tardó en llegar.

Para su madre fue un objeto de devoción. Para su padre, un disgusto. Miguel, que sería durante años (para millones de personas de todos los sexos y de todos los rincones del planeta) el ser viviente más bello que habitaba la tierra, salió sensible, dulce, delicado, rubito, muy inteligente y extraordinariamente necesitado de afecto. De su padre sacó un carácter fiero que reaparecería en toda su dureza muchos años más tarde. De su madre, además de la belleza, sacó todo lo demás. Lo bueno y lo malo.

Un ejemplo. A Dominguín, como a millones de españoles de aquel tiempo, no se le caía de la boca la palabra “maricón”. Para lo que fuera. ¿Que el niño era guapo? Maricón. ¿Que al niño le gustaba mucho leer? Maricón. ¿Que al niño no le apetecía ir de caza? Maricón. Ese era el epíteto más hediondo, y más repetido, de la España de entonces. El torero nunca quiso saber algo que Lucía adivinó desde muy pronto: que al niño, efectivamente, le gustaban los chicos más que las chicas. Cuando su padrino, Visconti, llegó a ofrecerle a Miguel (que tenía 14 años) el papel de Tadzio en Muerte en Venecia, Dominguín montó en cólera porque aquello era “una mariconada”, y le prohibió aceptar. Como dice el viejo refrán, a buenas horas, mangas verdes. Sus padres se separaron (en España no existía el divorcio) cuando Miguel tenía once años. Dejó de ver al torero durante muchísimo tiempo. Creció rodeado de mujeres: su madre, sus hermanas Lucía y Paola, y la “tata” Remedios, que fue la verdadera matriarca de la familia.

Miguel estudió en el Liceo Francés durante década y media. Luego estudió danza en Nueva York, París y Londres. Una de las características más notorias de la psique de Bosé ha sido la desenvoltura con que ha reconstruido su pasado… las veces que ha hecho falta, como un pintor que vuelve sobre un cuadro años después y lo cambia o lo rehace. Así, dependiendo de cuándo se le haya hecho la pregunta, Miguel Bosé, de niño, quería ser agricultor; o bien oceanógrafo; o bien actor, o bailarín, o lo que en cada momento decida.

Ya había hecho alguna cosita en teatro. En la música pop, España vivía la época dorada de los ídolos adolescentes: eran los tiempos de Los Pecos, Pedro Marín, Iván y otros nombres hoy igualmente olvidados. Camilo Sesto, cantante de éxito y compositor, pensó que se podía sacar partido de la voz y sobre todo de la deslumbrante presencia física de Miguel, que a los 19 años grabó dos discos de los que mejor será no acordarse.

Pero una balada típicamente italiana compuesta por algunos de los miembros del grupo I Pooh, titulada “Linda”, se convirtió en algo parecido a la erupción del Krakatoa. En dos semanas, aquel chaval de 21 años, irresistiblemente guapo, que se movía como si en su vida hubiese hecho otra cosa, alcanzó la cumbre del estrellato musical en nuestro país. Y lo que era mucho más difícil: siguió en ella durante años. Se convirtió en una referencia musical, estética y de comportamiento para toda una generación. Su padre, cuando se enteró, dijo una frase memorable: “Pero si ese crío no ha cantado en su vida. Ni en la ducha”. Quizá es que no le veía mucho.

Miguel Bosé habitó en las carpetas escolares de todas las adolescentes del país durante bastantes años. Y logró algo dificilísimo: mantenerse en lo más alto mientras crecía, mientras maduraba e iba cambiando de estilo poco a poco. Sus fans no le abandonaban (véase el caso de Mercedes Milá); simplemente llegaban otras nuevas. El primer cambio de estilo notable llegó con Bandido, en 1984. Luego llegaron Salamandra y XXX, y por fin Los chicos no lloran, de 1990. Los mejores compositores y letristas del pop español escribían para él sin que Bosé dejase de hacer lo que más le gustaba en el mundo: hablar de sí mismo con sus canciones. Curiosamente, fue entonces cuando empezó el declive de ventas. 

Su vida personal era una montaña rusa o el filo de una navaja muy afilada. Su necesidad de afecto, nunca satisfecha con su padre ni con su madre, le llevó a amores, amoríos y noches al límite que parecían no hacerle más que daño. Si vivías en Madrid y salías de noche, no era nada difícil encontrarte a Bosé en ciertos antros, muchas veces en un estado calamitoso. Parecía un ángel caído. Pero nadie disfruta tirado por el suelo cuando es un ángel.

Hizo cine sin demasiado éxito. Su sola presencia llenaba la pantalla, como se vio en Retrato de familia, de Antonio Giménez Rico, o en La reine Margot, de Patrice Chéreau. Pero también cometió errores terribles, ridículos indignos como su juez travestido en Tacones lejanos, una de las peores películas de Almodóvar.

A mediados de los 90 pareció encontrar el sosiego y la paz con el escultor Nacho Palau. Empezó a vivir y a trabajar más en América, donde le adoraban incondicionalmente, que en España, donde su estrella ya palidecía. Nunca se resignó a eso. Quizá fue objeto de una inmensa adoración pública y privada desde demasiado pronto. Quizá no pudo asimilar que el espejo mágico ya tuviese sus dudas cuando, cumplidos los 40, él le volviese a preguntar quién era el ser viviente más hermoso del reino. Quizá su papel inveterado e impenitente de seductor empezó a volverse más difícil. Aquel niño que creció prácticamente sin padre (o con un padre que le despreciaba) se esforzó en ser padre él mismo: así llegaron al mundo Diego, Tadeo, Ivo y Telmo, mediante vientres de alquiler. Les adora. Y les protege por encima de todo.

Su carácter se fue extremando. En 2004 lanzó uno de sus proyectos más hermosos y ambiciosos, Por vos muero, que hizo enfadar a su antiguo amor Nacho Duato, el gran bailarín, porque él tenía una coreografía que se llamaba exactamente así. En 2019 le entró una obsesión inaudita por la presidenta de Chile, Michelle Bachelet, a la que persiguió e insultó durante meses para que visitase Venezuela. Hasta sus más veteranos y fieles fans empezaron a pensar que a Miguel le pasaba algo en la cabeza. No estaba bien. Se comportaba como un loco. Fue la época en que se rompió (con mucho dolor, como siempre le ha pasado) su larga historia de amor con Nacho Palau, que había durado 26 años. 

Y entonces llegó la pandemia. Su madre, Lucía Bosé, fue de las primeras en fallecer, en marzo de 2020, ya muy anciana. A Miguel se le vino el mundo encima. Y encima se estaba quedando sin voz.

La reacción de Miguel fue, como tantas veces, extrema. Negó la existencia misma de la covid19. Negó la utilidad de las vacunas e hizo suyas todas las sandeces conspiranoicas que pudo encontrar. Negó que hubiese pandemia alguna. Se burló públicamente (en televisión) de los que entonces eran más de dos millones de muertos que había producido la pandemia, con el terrible argumento de que en el mundo había más de 7.000 millones de personas, y que ni se notaba. Se convirtió en el ídolo festivo de miles de chiflados antivacunas… y en el objeto de burla de millones de personas corrientes, muchos de los cuales le habían adorado durante años; estos no podían comprender qué le pasaba en la cabeza a aquel señor ya sexagenario, con la voz ya deshecha por la afonía constante y de aspecto más bien torvo, que parecía dispuesto a cualquier cosa con tal de seguir siendo el centro de atención de todo el mundo.

Hace poco, en su casa de México, sufrió el asalto de unos “ladrones” que, al parecer, estaban contratados por la dueña de la casa en que vivía. Lo peor fue que aquel drama desagradable lo vivieron también los niños.

Y en estos días, Movistar + ha estrenado una serie biográfica sobre él que se titula Bosé renacido. El primer capítulo ya muestra que lo de “renacido” es una clarísima exageración. Apenas tiene voz, no tolera que le contradigan y es la estrella absoluta de una narración muy bien ilustrada con imágenes, pero que se parece enormemente a las vidas de santos que leíamos de niños… pero contada, en este caso, por el propio protagonista. Parece padecer (esto no es nuevo) de una severa manía persecutoria y maldice furiosísimamente a quienes dicen que está loco.

Bien. Pues seamos respetuosos y no digamos que está loco. Pero habrá que buscar un sinónimo para explicar lo que le pasa a este hombre. Qué pena.

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El gato doméstico (felix silvestris catus) es un mamífero carnívoro de la familia de los félidos que convive con la especie humana desde finales del Neolítico. Lo que ya no está tan claro es quién ha domesticado a quién.

Lo primero que llama la atención del gato común, por más callejero que sea, es su impresionante elegancia. Nadie en el mundo se mueve como los gatos. Lo segundo es su independencia, su aparente conciencia de la soledad esencial en que vivimos todos. Lo dijo Prosper Merimée en su novela Carmen: “Nunca vienen cuando se les llama y vienen cuando no se les llama”. Hay gatos domésticos de razas acomodaticias que se quedan toda la vida en casa de alguien… por puro interés. Pero el gato callejero, por más que tome querencia a alguna persona o familia, es un ser libre y solitario que aparece y desaparece en razón de su sola voluntad. No es que no te quiera: es que sabe que está solo (eso le hace sufrir) y no se atreve a no estarlo, porque podría ser peor.

El carácter del gato común es extraño: animal inteligentísimo, suele ser discreto, rápido de reacciones, interesado y con un punto sentimental que muchas veces le vuelve adorable. Sabe dónde le alimentan, o le miman, y acude allí cuando necesita de lo uno o de lo otro. Cuando no necesita nada, no viene.

Pero con la edad se vuelve completamente imprevisible. Su esperanza de vida está entre los quince y los dieciocho años, aunque se han registrado gatos callejeros (el de la imagen que acompaña estas líneas, por ejemplo, que era británico y se llamaba Nutmeg) que han pasado de los treinta. La vejez puede hacer del gato callejero un espectro cansado que solo espera morirse… o puede volverlo completamente majareta. Su habitual y silenciosa discreción se convierte en ira, en prontos de agresividad inexplicable, en ataques de nervios: pierde la razón y el sentido de la dignidad inherente a todo gato, y se convierte en un ser insoportable. Sobre todo para él mismo.

La vejez no es buena para nadie. Es la época en que ya sabes que tus más queridos sueños no se van a cumplir nunca. Pero para el bello, ágil, elegante y seductor gato callejero es una auténtica tragedia, porque acaba por inspirar lo que jamás quisiera dar: lástima.

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