Miquel Roca i Junyent nació en Cauderan, hoy un barrio de Burdeos (Francia) el 20 de abril de 1940. Fue uno de los dos hijos que tuvieron Juan Bautista Roca y Caball, abogado de intensa actividad política, y su esposa, Montserrat Junyent Quintana. El pequeño Miquel eligió un malísimo momento para nacer. Su familia estaba exiliada en Francia tras la guerra civil, pero seguramente los Roca no imaginaban siquiera lo que se avecinaba. En aquel mes de abril la República francesa estaba formalmente en guerra con la Alemania de Hitler, pero no pasaba nada: fueron aquellos meses a los que se llamó “drôle de guerre”, guerra de broma o de mentirijillas, porque los alemanes estaban ocupados con Polonia y con su propio rearme, y en Francia no se había oído
un solo tiro.
Pero tres semanas después del nacimiento de Miquel, el 10 de mayo de aquel 1940, Hitler dio media vuelta a sus tropas y se lanzó sobre Holanda, Bélgica, Luxemburgo y Francia con una fuerza irresistible. Francia duró seis semanas. El padre de Miquel, Juan Bautista, decidió que su familia estaría algo más segura en España; él, sin embargo, que temía –no sin motivo– por su vida, aguantó un poco más.
Es una familia curiosa. Miquel Roca tenía todas las papeletas para haber salido carlista por parte de padre y también por parte de madre. Su progenitor, Juan Bautista, militó en el “jaimismo” (una de las numerosas variedades zoopolíticas del carlismo de principios del siglo XX) hasta que acabó derivando hacia el catalanismo moderado: fue uno de los fundadores (en 1931) de Unió Democràtica de Catalunya (UDC). Tuvo el curioso honor de ser una de las escasas personas detenidas por motivos políticos… durante un Congreso Eucarístico: el que se celebró en Barcelona en 1952, con asistencia del dictador Franco. Fue perseguido por los republicanos españoles por su condición de católico, por los nazis por ser antifranquista y por los franquistas por catalanista. La madre de Miquel, Montserrat Junyent, era hija de Miguel Junyent Rovira, jefe de la Comunión Tradicionalista en Cataluña. Así que el recién nacido Miquel debió de oír muchas veces el “Oriamendi” antes de aprender a andar.
El niño estudió en la célebre Escola Virtèlia, un elitista centro privado y religioso de orientación tanto cristiana como catalanista, en la medida en que la Cofradía de la Virgen de Montserrat podía arriesgarse a tanto. Allí estudiaron también Jordi Pujol, Ricardo Bofill, Xavier Rubert de Ventós, Pasqual Maragall y Federico Mayor Zaragoza. Miquel era un muchacho serio. Muy inteligente y trabajador, pero sobre todo serio.
A mediados de los años 50, un adolescente Miquel Roca se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona. Destacó tanto por sus notas como por su facilidad de palabra. Eran los años en que la universidad española empezaba a hervir, políticamente hablando. La timidísima “apertura” del ministro de Educación Joaquín Ruiz-Giménez, odiado sin límites por la carcundia del régimen, duró muy poco, pero las brasas habían prendido. Miquel Roca se apuntó a los grupos antifranquistas que, en aquel momento, orbitaban casi todos en la izquierda, singularmente en torno al Frente de Liberación Popular (el llamado “Felipe”). Allí volvió a encontrarse con su antiguo compañero de colegio, Pasqual Maragall. Así que está documentalmente probado que, por más trabajo que cueste creerlo, en algún momento de su tierna y poco alocada juventud, Miquel Roca fue un “rojo”, como se decía entonces.
En los años 60 se dedicó a trabajar. Defendió a algunos acusados ante el siniestro Tribunal de Orden Público y montó, con Narcís Serra (compañero en el “Felipe” y luego ministro con Felipe González) un despacho jurídico especializado en asuntos urbanísticos. Eso es lo que entonces se llamaba “hacerse una posición”. Les fue bien.
Su entrada en la política “grande” fue tardía. Miquel Roca tenía ya 34 años y estaba a punto de morirse Franco cuando se apuntó a un proyecto de partido que tenía en la cabeza Jordi Pujol. En realidad, puede que el futuro “presidente eterno” de la Generalitat tuviese en la cabeza no un partido, sino dos: uno catalanista de centro izquierda, que lideraría Roca (que para eso había sido “rojo” de chaval), y otro casi igual pero de centro derecha, en el que mandaría él mismo, Pujol. Fue al culto Miquel Roca a quien se le ocurrió el difícil nombre de “Convergencia” para nombrar la unidad de ambas ideas. Así nació Convergència Democràtica de Catalunya, CDC, el partido al que Roca dedicó toda su vida posterior.
Su primera acta como diputado en el Congreso la obtuvo en las primeras elecciones democráticas, las históricas del 15 de junio de 1977. Era “el catalán moderado” en Madrid, por antonomasia. Un hombre con el que era difícil llevarse mal, que sonreía a todo el mundo y que hablaba con seriedad, serenidad y convicción. Un tipo con ideas claras que seguía, si era necesario, la máxima de Churchill: “Quienes nunca cambian de opinión, nunca cambian nada”. Fue diputado en el Congreso durante cinco legislaturas seguidas, que se dice pronto: casi veinte años.
Y allí llegó el momento triunfal de su vida. El presidente del “grupo catalán” en la Cámara fue designado por su partido como uno de los siete ponentes de la Constitución española de 1978, es decir, uno de los célebres “Siete Padres” de la Carta Magna, junto a Gabriel Cisneros, Miguel Herrero, Manuel Fraga, Gregorio Peces-Barba, José Pedro Pérez-Llorca y Jordi Solé i Tura. Fue el momento en que, gracias a una infatigable voluntad de diálogo y del famoso “consenso”; esto es, de llegar a acuerdos que beneficiasen a todos, aunque nunca satisficiesen completamente a nadie, se logró un texto legal que no tiene parangón en la historia de España, ni por su utilidad ni por su eficacia ni por su duración.
Roca redactó el anteproyecto del Estatuto de Autonomía de Cataluña. Roca rechazó, una tras otra, todas las propuestas que le hicieron sucesivos presidentes del Gobierno para que aceptase ser ministro. Roca era el catalán más fiable del Congreso para aquellos que desconfiaban de los catalanes: algo así como la reencarnación de Francesc Cambó, pero sin las inmensas corruptelas de aquel hombre con las empresas eléctricas argentinas, con las que se hizo de oro. Roca trabó una amistad personal fortísima con el hoy Rey “pretérito”, Juan Carlos I, a quien reconocía el inmenso esfuerzo que hizo para asentar la democracia en España muy por encima de otras circunstancias menos ejemplares. Esa amistad ha sobrevivido al tiempo y se mantiene hoy.
Y entonces llegó la catástrofe. El centro político español, protagonista de la Transición, había implosionado en 1982, con la tremenda victoria del PSOE. Más allá de aquellos 202 diputados (pero mucho, mucho más allá) solo quedaba la derecha pura de Manuel Fraga. Y a algunos (Florentino Pérez, Antonio Garrigues, Federico Carlos Sáinz de Robles, otros más) se les ocurrió la idea de “resucitar” el centro con una operación que tuvo a su disposición todo el dinero del mundo. Fundaron el “Partido Reformista Democrático” y pusieron como mascarón de proa… a Miquel Roca. Que se dejó querer, pero que ni siquiera se presentó a aquellas elecciones de 1986 por aquel PRD sino por su partido de siempre, CDC. Y en Barcelona, no en Madrid.
El resultado fue la costalada más brutal que se haya llevado partido alguno en toda la historia de la democracia española. La “operación reformista”, más conocida como “operación Roca” porque era él quien figuraba como candidato a la presidencia, no obtuvo ni un solo diputado en el Congreso después de haber gastado fortunas inconcebibles. Roca sí obtuvo su acta, pero por Convergència (y Uniò, el partido democristiano que fundó su padre: CiU).
El prestigio político de Roca no podía salir de aquello sino bastante quebrantado. Se planteó dejar la política; no lo hizo, pero a partir de entonces el brillo de su estrella se atenuó. Intentó reemplazar a Jordi Pujol (del que estaba cada vez más distanciado) como líder de CDC y, obviamente, presidente de la Generalitat; no lo logró. Intentó también ganarle la alcadía a su antiguo compañero en la Escola Virtèlia, Pasqual Maragall; fracasó de nuevo y se quedó como concejal. En julio de 2002 rechazó por última vez una cartera ministerial, la que le ofrecía Aznar. Y esta vez sí dejó la política.
Dimitió como secretario general de su partido de siempre, CDC, y fundó el que había de ser uno de los bufetes jurídicos más prestigiosos y lucrativos no solo de Cataluña sino de toda España, RocaJunyent. Dio clases de Derecho Constitucional en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Y se dedicó a lo que le gustaba: andar en bici y salir al mar con su barca por la Costa Brava.
Roca parecía ya colocado en una hornacina, como las estatuas de los viejos próceres, cuando le llamó (estamos en 2013) su amigo Juan Carlos de Borbón para que defendiese a su hija, la infanta Cristina, implicada en las corruptelas organizadas por su marido en el llamado “caso Nóos”. Naturalmente, lo hizo. Tenía ya 73 años y estaba lejos de todo, pero puso su inmenso prestigio en la balanza de aquel vidrioso asunto. Funcionó. Superó, con algunas dificultades, las trampas para osos que le pusieron en el camino algunas organizaciones mitad mafiosas y mitad de extrema derecha. La infanta salió absuelta y solo tuvo que devolver un dineral del que presuntamente se había beneficiado.
Roca dejó de ser, hace ahora mismo un año, socio del bufete que él mismo fundó, RocaJunyent; se ha quedado como presidente honorario. Tiene 83 años. Es consejero o directivo de varias empresas muy importantes, entre ellas Endesa o ACS, de su amigo Florentino Pérez. Ahora disfruta de sus hijos, de sus nietos y de su esposa, Ana María Sagarra, que sobrevivió a un terrible accidente de circulación a finales del siglo pasado. Pasa todo el tiempo que puede en su casa del pueblecito de Port de la Selva, junto al mar. Está prácticamente retirado. Le hace gracia que, a su edad, le llamen para clausurar coloquios y conferencias y cosas así como “estrella invitada”, como “guinda del pastel”.
Y este hombre que está en la historia y en los libros de texto; este hombre que fue mucho más de lo que había pensado ser pero que no logró sus más fervientes ambiciones; este jubilado octogenario que no concede entrevistas, ha roto su norma y ha hablado con el periodista Bernat Coll para pasar, desde una prudente altura, revista al pasado.
Roca reivindica el hoy llamado despectivamente “régimen del 78” y recuerda, no sin indignación, que muchos de quienes hoy lo desprecian pueden decir lo que dicen gracias a ese “régimen”. Lamenta que se hayan perdido la búsqueda del consenso y el respeto entre los adversarios políticos, y se hayan reemplazado por la polarización, los extremismos y el populismo. Brama contra las redes sociales, que presentan la verdad y la mentira con el mismo aspecto, como si fuesen iguales y de idéntico valor. Está convencido de que el venenoso auge de la extrema derecha (no tanto en España como en el resto del mundo) se debe a que no se ha sabido explicar correcta y claramente lo que representó la creación del estado del bienestar, que todos los extremistas disfrutan y muchos creen que es eterno, que siempre estuvo ahí y que nunca se irá. Le pone malo la judicialización de la política y el uso consciente y deliberado de la mentira como un arma más de la vida parlamentaria y mediática.
No pertenece a ningún partido, porque Junts y Puigdemont no tienen nada que ver (“no quieren saber nada”, dice) con su partido de siempre, la extinta Convergència. Constata que el famoso “procès” está muerto. Y prefiere no responder cuando el periodista le pregunta si es partidario de la independencia de Cataluña. Para estar jubilado, y para ser uno de los dos únicos “Padres” de la Constitución que quedan vivos, ¡vaya lengua!
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El cóndor de California (Gymnogyps californianus) es un ave catartiforme de la familia de las catártidas, valga la redundancia. De hecho, es el único representante que queda del género “gymnogyps”. Hay algunos fósiles, pero vivos, lo que se dice vivos, solo queda él.
Es un ave enorme. Vive nada más que entre los estados de Arizona y Utah (EE UU), y su envergadura es de tres metros; es, naturalmente, primo del cóndor de los Andes, que es solo un poquito más grande. El cóndor californiano tiene una extraña cabeza calva y anaranjada, pero impresiona profundamente verle volar.
Tres cosas singularizan a este enorme pájaro. La primera es su gran inteligencia; dispone de una memoria asombrosa. La segunda es su longevidad: llega a vivir más de 60 años, lo cual le convierte en una de las aves que más tiempo viven del mundo. Y la tercera es que está a punto de extinguirse. Quedan muy pocos ejemplares que están bajo vigilancia constante de los conservacionistas, pero el asunto tiene mal remedio: casi han desaparecido sus hábitats naturales, los grandes espacios vacíos donde siempre fue fácil (o no imposible) llegar a consensos y plantear proyectos comunes. Además están la caza furtiva (esos populistas sin escrúpulos que quieren todo el poder y toda la carroña para ellos solos) y el envenenamiento por plomo.
Lo tiene mal el majestuoso, viejo y sabio cóndor de California. Un día ya no quedará ninguno y entonces nos daremos cuenta de cuánto hemos perdido.
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