Mohammed ben Hassan ben Mohammed ben Youssef el Alaoui, hoy conocido como el rey Mohamed VI de Marruecos, nació en Rabat el 21 de agosto de 1963. Fue el segundo de los cinco hijos (pero el primer varón) del rey Hassan II y de su segunda esposa, Lalla Latifa Hammou. Tuvo, como es fácilmente comprensible, una educación exquisita. Criado entre institutrices, comenzó a estudiar en la Escuela Coránica del Palacio Real de Rabat. En 1985 se le dio la licenciatura en Ciencias Jurídicas, Económicas y Sociales por la Universidad de Rabat. Dos años después se le otorgó el certificado de estudios superiores (CES), con matrícula de honor, en Ciencias Políticas. Y al año siguiente se le concedió el mismo título en Derecho Público. A los 25 años, su padre decidió enviarlo a Bruselas para “completar su formación” bajo la tutela personal del entonces presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors.
Al joven príncipe nunca le gustó mucho estudiar, pero adquirió muy pronto una notabilísima pasión por el dinero, los lujos y lo que podríamos llamar una vida privada apasionante. De ahí que haya preferido (y prefiera hoy) vivir la mayor cantidad de tiempo posible fuera de Marruecos; le encanta Francia, donde posee varias impresionantes mansiones y donde puede hacer lo que quiere con muchos menos riesgos que en su propio país. No heredó la inteligencia de su padre, pero sí toda su astucia, su orgullo y un carácter que cabría calificar de complicado.
La monarquía marroquí es una teocracia: esto quiere decir que el Rey es, al mismo tiempo, el Amir al-Mu’minin, el líder espiritual de su pueblo, su jefe religioso. Políticamente, Marruecos es un híbrido entre las monarquías medievales y las monarquías absolutas: el Rey tiene todo el poder, sin excepciones, y quien lleva el peso del país no es tanto el Gobierno como la corte, muy numerosa, y quienes en ella tienen verdadero peso, que son algunos militares, líderes étnicos o familiares congraciados con el Rey. Es cierto que de vez en cuando hay elecciones, pero los ciudadanos solo pueden elegir entre los partidos consentidos por el Rey.
Esto es importante porque, desde que era apenas un muchacho, quedó claro que Mohamed no estaba dotado por el Cielo para los trabajos de gobierno. El que sí lo estaba, y mucho, era su hermano pequeño, Rachid, siete años más joven que el heredero; un joven inteligente, disciplinado y ambicioso –como todos– al que muchísimos marroquíes consideraban el “heredero natural” de su padre, que ya haría lo necesario para que, llegado el momento, le sucediese en el trono el pequeño y no el mayor. Los dos hermanos, como es comprensible, no se llevaban demasiado bien.
Pero Hassan II no hizo nada. Había sobrevivido casi milagrosamente a dos golpes de Estado y pensó que lo mejor sería no tocar ese asunto. Y a su muerte, en julio de 1999, se produjo una rapidísima sucesión de movimientos cortesanos (duraron apenas unas horas) en los que triunfó la facción de quienes pensaban que sería mejor tener a un Rey indolente y manejable, que les dejase hacer (Mohamed), en vez de a un Rey “de hierro” y con ideas propias como podría haber sido Rachid, por más formado y entrenado que estuviese.
Y, después de aquella pelea casi familiar, el príncipe Mohamed se convirtió en Mohamed VI, tercer monarca del Marruecos independiente, aunque la mitología familiar hace de él el “decimoctavo rey de la dinastía alauí”.
Los marroquíes residentes en España solían decir, en el siglo pasado, que “cuando muera Hassan II llegará la democracia”. No fue así. El soberano que, en su primer discurso, prometió acabar con la pobreza y la corrupción, crear empleo y garantizar el cumplimiento de los derechos humanos, no hizo nada de eso. Se limitó a dejar las cosas como estaban y estuvo de acuerdo en que quienes ya mandaban siguiesen mandando, mientras él disfrutaba de su inmensa fortuna (se calcula en unos 8.200 millones de dólares) y de la compañía de sus muchos amigos, especialmente en Francia. Eso sí: el Rey, llegado el caso, tenía la última palabra en todo.
Siempre se supo (y el interesado no ha hecho nunca demasiados esfuerzos por ocultarlo) que Mohamed prefería claramente la compañía masculina a la femenina, pero uno de los deberes de un Rey es dejar un heredero y así, en 2002 el Rey contrajo matrimonio con Salma Bennani. Durante su matrimonio, que duró hasta 2018, la princesa Salma tuvo dos hijos: Mulay Hassan, príncipe heredero, y Lalla Khadija.
Personalmente, Mohamed VI es el accionista mayoritario (un 70% en 2019) de Al Mada, una “compañía de compañías” que controla prácticamente todas las grandes empresas de Marruecos. Posee, además de palacios en todas las ciudades importantes de su reino, varias mansiones en el extranjero. La última que compró, al pie de la torre Eiffel, tiene más de 1.000 metros cuadrados y costó 80 millones de euros. La adquirió el día antes de anunciar a su pueblo las restricciones económicas que habría que aplicar al país a causa de la pandemia del covid-19. En este contexto, el yate Badis 1, uno de los mayores del mundo, que costó más o menos lo mismo que la mansión de París, no deja de ser una gota en un océano. De dinero. Mohamed VI es el propietario de mucho más de la mitad del total de las tierras de su reino. Así bien puede decir que Marruecos es “su” país.
Sus relaciones con España son parecidas a las que mantenía su padre, pero ha añadido un punto de incertidumbre porque, en realidad, nunca se sabe dónde está el Rey ni qué hace ni si su capricho le permitirá cumplir su agenda. Cuando el actual presidente español, Pedro Sánchez, quiso cumplir la tradición de ir a ver, después de su investidura, al monarca marroquí antes que a ningún otro, Mohamed VI no lo recibió: estaba disfrutando de la compañía de su nuevo “favorito”, Abu Bakr Azaitar, un boxeador germano-marroquí de imponente aspecto al que el Rey, en los actos oficiales (incluso religiosos), sentaba justo detrás de él y del príncipe Mulay Hassan, como cuenta el periodista Ignacio Cembrero. Pero eso tiene su explicación: el rey de Marruecos tiene de los ministros (de los de su país o de los de cualquier otro) una opinión muy semejante a la que Franco tenía de los suyos: son empleados, gente a la que se les manda para que ellos obedezcan. No hay que tomarles demasiado en serio. Pero es que el apasionado monarca alauí también canceló, y por dos veces, la visita de Estado de los Reyes de España, que acabó celebrándose en 2019.
Como hizo su padre, Mohamed VI utiliza la pesca, los intercambios comerciales y, últimamente, la inmigración ilegal para sacar lo que quiere de España (y de Europa), para hacer chantaje o, sencillamente, para castigarla cuando cree que se porta mal. Sabe muy bien cómo hacerlo. Juan Carlos I (que actuaba, obviamente, en nombre de su gobierno) y Hassan II (que actuaba por sí y ante sí) llegaron a un acuerdo, hace ya bastantes años, para controlar el flujo de pateras, que no salían jamás de Marruecos sin el “permiso” de la Marina Real y sin que Su Majestad se llevase su parte de lo que pagaban los desdichados por un “pasaje” en la embarcación. Mohamed VI no actúa de manera muy distinta.
El exministro español Jorge Fernández Díaz cuenta en sus memorias políticas cómo la Guardia Civil dio el alto, en agosto de 2014, a unas personas que pilotaban potentes motos de agua en el estrecho de Gibraltar. Pero no eran traficantes de droga: era el Rey de Marruecos que estaba allí divirtiéndose, como siempre, con sus amigos. El monarca marroquí llamó inmediatamente, indignado, no al Gobierno o a su presidente sino a Felipe VI, que llevaba apenas unas semanas como jefe de Estado. Entre unas cosas y otras (disculpas, llamadas, etc.), el soberano alauí perdió como hora y media en aquel incidente. Dijo: “No se me ha respetado”. Dos días después comenzó una auténtica “invasión” de pateras con miles de inmigrantes que sobrepasó la capacidad de reacción de las autoridades españolas. No era difícil interpretarlo como una obvia venganza.
Este episodio de ahora: el aluvión de chavales saltando la valla de Ceuta o llegando a nado, no tiene, pues, nada de nuevo. Es la reacción del “Comendador de los Creyentes”, que echa chispas porque España ha alojado en un hospital, enfermo de covid-19, al líder del Frente Polisario, organización que lleva casi medio siglo reclamando la independencia del antiguo Sáhara español. A los críos se les enviaron mensajes por el móvil asegurándoles que Cristiano Ronaldo iba a jugar en Ceuta y que les llevaban en autobús para verle. Picaron.
Mohamed VI tiene mala salud. Está operado del corazón y, hasta ahora, ha vivido su vida muy intensamente. Quizá los marroquíes piensen que, cuando él falte, el ahora príncipe Mulay Hassan traerá la democracia. No sería la primera vez que lo piensan. Pero el heredero acaba de cumplir 18 años. Y nadie sabe lo que puede pasar. Mientras tanto el Rey, cuando no se queda dormido en los actos oficiales (ha pasado más de una vez: le aburre mucho todo eso), sonríe con esa peculiar, inquietante sonrisa suya, que nunca se sabe si es una sonrisa de verdad o es una cosa muy distinta.
La hiena rayada
La hiena rayada (hyaena hyaena) es uno de los animales emblemáticos de Marruecos, aunque en realidad está extendida por todo África, Oriente Medio, Pakistán y hasta India. Es un animal, ante todo, astuto, y gracias a su astucia disputa al león el título de verdadero rey de la sabana; título que, de todas maneras, le hemos dado los humanos, ni el león ni la hiena saben nada de todo esto.
Curiosa peculiaridad de las hienas es su mal carácter y su belicosidad, que se manifiesta ya desde la infancia. Los cachorros de hiena nacen con un inusitado nivel de testosterona, lo que hace que se líen a mordiscos en el cubil hasta que uno de ellos acaba por imponerse. Esa testosterona también hace que a las pequeñas hienas se les presenten órganos sexuales de apariencia masculina ya sean machos o hembras; y, al tiempo, manifiestan un furor sexual muy temprano, lo cual da lugar a situaciones equívocas.
Las hienas son furiosamente territoriales, muy conscientes de cuáles son sus dominios, y no suelen permitir que en ellos actúen otros depredadores, sobre todo si son también hienas. Actúan casi siempre en manada, comandada por uno de ellos (por lo general es una hembra) que tiene el poder absoluto en el grupo. Hace y deshace a su antojo, se aparea con quien quiere y organiza las expediciones de caza o, con más frecuencia, de rapiña. Aprovechan su número, que suele ser crecido, y no tardan en aparecer cuando otro depredador (leones, leopardos, guepardos, otras hienas) mata a una presa. Acaban llevándosela o echando a los propietarios, quieran o no. Así, cuando no cazan, su sustento está asegurado gracias a la carroña de lo que consiguen los demás.
Es fama que las hienas ríen. Pues no es verdad. Las hienas no se ríen jamás. Lo parece, pero no es así. Esa fingida risa que tienen no es más que la manera de comunicarse entre ellas y de organizar sus rapacerías. Cuando usted vea a una hiena y le haga gracia porque le parece que se está riendo, tenga cuidado porque está llamando a las demás para devorarlo. Nunca, nunca hay que fiarse de la risa de las hienas, y mucho menos cuando prometen cosas o llegan a acuerdos.
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