Mónica Oltra Jarque nación en Neuss, Alemania (land de Renania del Norte-Westfalia), el 20 de diciembre de 1969. Es hija de una pareja de los varios millones de emigrantes españoles (en este caso valencianos) que tuvieron que irse a trabajar a Alemania para escapar del hambre del franquismo, y que durante muchos años enviaron a España unas divisas sencillamente indispensables para sus familias… y para la dictadura.
Pero la de su familia también es una historia de amor y tenacidad que se ve pocas veces. El padre, Juan Oltra Navas (hoy ya fallecido), había estado casado en España con otra mujer. Viajó a Alemania con su definitivo amor, Angelita Jarque Tortajada, y allí tuvieron a sus dos hijos, Mónica y Juan. Pero en la España de Franco no existía el divorcio y el matrimonio de Juan y Angelita no era legal. El hombre peleó sin desmayo durante muchos años para darle su apellido a los dos niños, pero no lo consiguió. Ni por lo civil ni mucho menos por lo militar (mejor, dicho, por lo eclesiástico) logró anular su primer matrimonio. Tuvo que esperar a que en España se aprobase la ley del divorcio (1981), impulsada por Francisco Fernández Ordóñez, para conseguir su propósito. Así, hasta que casi tenía 11 años, Mónica Oltra se llamó, a efectos legales, Mónica Jarque Tortajada (los dos apellidos de su madre), como si en vez de tener un padre hubiese nacido por partenogénesis o por intervención del Espíritu Santo. Pero todo el mundo sabía quién era el padre y, para quienes la conocían, Mónica Oltra fue siempre Mónica Oltra.
La familia, que era claramente de izquierdas, regresó a España en 1984. Ese fue también el año en que Mónica se afilió al PCPV (Partido Comunista del País Valenciano). Estudió derecho y se licenció en la Universidad de Valencia. Ejerció como abogada durante algún tiempo, pero siempre en la órbita de sus preferencias políticas.
Mónica tiene desde niña un carácter fuerte. Es cabezota, combativa, porfiada y difícil de amilanar. La primera vez que dio un discurso en público tenía diez años. Se subió a una silla y habló –en Alemania y en alemán– a una asamblea de emigrantes. Su padre, que estaba presente, se asustó y le pidió que no siguiese por ese camino porque la política, como él sabía perfectamente, puede ser muy cruel. Pero a Mónica nunca ha sido fácil decirle lo que tenía que hacer.
Es difícil entender bien la trayectoria política de Mónica Oltra en la izquierda valenciana. No porque su biografía sea especialmente complicada sino porque lo que es un auténtico galimatías es la inacabable –e inabarcable– sucesión de rencillas, enfrentamientos personales, putadas o putaditas, traiciones, conspiraciones de salón (de salita, mejor), venganzas y rencores con que está empedrada la historia de la izquierda valenciana, tanto en el PSOE como sobre todo a la izquierda del PSOE. También la de otros partidos, cómo no, pero es que en el mundo de Esquerda Unida del País Valencià (EUPV) eso ha sido el pan suyo de cada día desde que se fundó, que fue justamente cuando Mónica Oltra se afilió a la unida organización.
Ahorraremos al lector el detalle minucioso de esa gallera. Quedémonos con que Oltra, que ocupó diversos puestos en la organización (desde presidenta de las Juventudes hasta responsable del Consejo de Adopción de Menores, entre muchas cosas más), tuvo siempre una extraordinaria habilidad para no llevarse bien con muchos compañeros (sí con otros) y para granjearse el odio africano de sus rivales, adversarios o enemigos políticos. Esto explica que fuese expulsada de la misma EUPV que ella había contribuido a fundar; que entonces ayudase a levantar Iniciativa del Poble Valencià (IPV) a partir de la corriente Esquerra i País (EiP), que ella lideraba; fue este un grupo de marcado carácter nacionalista… aunque ella sostiene que precisamente eso, nacionalista, no lo ha sido nunca. Sí, feminista, desde luego. Sí impulsora de lo que hoy es Compromís, aunque para ello tuvo que repartir y recibir numerosas dentelladas (políticas) a los antiguos camaradas del PCPV. Como ven ustedes, fácil, lo que se dice fácil de entender, esto no es.
Oltra fue elegida diputada a las Cortes Valencianas, por la provincia de Valencia, en 2007. Ha permanecido en el escaño hasta ahora mismo. Muy pronto se hizo famosa por sus camisetas, todas serigrafiadas, todas protestonas y todas provocadoras. Fueron muchas. Quizá la más famosa fue aquella en la que aparecía la imagen patibularia del presidente de la Generalitat, Francisco Camps (PP) con la leyenda Wanted, only alive (Se busca, solo vivo); o aquella otra, negra con letras blancas, en la que podía leerse: “No nos falta dinero, nos sobran chorizos”, algo que tuvo la virtud de sacar de sus casillas al entonces presidente de las Cortes valencianas, el popular y piadoso Juan Cotino. Este expulsó a Oltra de la Cámara. La siguió toda la oposición. Eran otros tiempos. La animadversión mutua entre Oltra y Cotino no era ya política sino personal, y desde luego extrema. Cotino llegó a decirle a Oltra, en público, que era “hija de padre desconocido”, aunque luego le pidió disculpas. Oltra llegó a ser objeto de escraches por la extrema derecha, delante de su casa. Así que tenía razón su padre, Juan Oltra: la política puede llegar a ser muy, muy cruel. Y añadió: “Te van a quemar como me quemaron a mí”.
Oltra fue, desde que llegó a las Cortes, portavoz o coportavoz del grupo parlamentario de Compromís, vicepresidenta primera de la Generalitat valenciana desde 2015 (el presidente era y es Ximo Puig) y también, desde finales de junio de 2015, consejera de Igualdad y Políticas Inclusivas de la Generalitat; ese departamento se ocupa, entre otras cosas, de la asistencia a los menores tutelados. Llevaba casada desde 2007 con Luis Eduardo Ramírez Icardi, traductor de origen argentino a quien conoció en los tiempos de Alemania y de quien se divorciaría en 2017. La pareja adoptó en 2008 dos niñas en Etiopía.
Oltra, combativa como es, cosaca como es, mandona como ha sido siempre, nunca ha sido una perita en dulce para sus compañeros de la izquierda. Tampoco ella lo ha sido para ellos, eso por descontado. Pero, a la hora de la verdad, estaban juntos, se apiñaban y se protegían mutuamente. Hasta que ha estallado el asunto del exmarido, Ramírez Icardi.
Los hechos son difíciles y desde luego sórdidos. Mónica Oltra tenía conocimiento de las malandanzas de su marido, según El Mundo, desde 2017, el mismo año de su divorcio. El año pasado, en abril de 2021, la Audiencia de Valencia condenó al exmarido por abusar sexualmente de una menor tutelada, de la que además era educador. Oltra dijo entonces ante las Cortes: “No hay nadie en este hemiciclo a quien los hechos causen mayor repugnancia que a mí”.
Pero un año después, el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana la ha imputado a ella, Mónica Oltra, por la “gestión” de aquel asqueroso escándalo. Al fin y al cabo, era la titular de la Consejería a cuyo cargo estaba la menor. La han acusado de usar su cargo para favorecer, o al menos para tratar de ocultar, los hechos probadamente cometidos por su exmarido.
Las reacciones han sido, una vez más, extremas. Por un lado está la Justicia, que ha dicho lo que ha dicho: ni más ni menos. Por otro, los que le tenían muchísimas ganas a Oltra desde hace años, y que ahora han visto cercana la posibilidad de acabar con ella: van a saco contra la vicepresidenta, tenga razón o no la tenga. Por otro, quienes claman que el Tribunal no ha expuesto ni un solo indicio de culpabilidad contra Oltra, que esto es una vendetta política (lo cual implica, por definición, la manipulación torticera de la Justicia; esto es algo que hay que demostrar) y que la ahora imputada es por completo, clamorosamente inocente. Están a favor de la vicepresidenta, tenga razón o no la tenga. De otro lado está la niña abusada, a quien también le han llovido acusaciones muy graves. Y por último está ella, Mónica Oltra, que clamó durante muchos días que todo era un montaje contra su persona y que jamás dimitiría. Que en esta reyerta no podían vencer “los malos”.
Pero lo ha hecho. Es obvio que no por propia voluntad, pero ha dimitido en medio de todos los apoyos y de todas las invectivas. Ahora está sola, al menos institucionalmente. No sería en absoluto impensable que este asunto fuese el final de su vida pública. Tarde lo que tarde la Justicia en resolver el caso.
El destino del hipopótamo solitario
El hipopótamo (hippopotamus amphibius) es un enorme mamífero artiodáctilo que habita en el África subsahariana. Figura en la lista de los “seis grandes” animales del continente, junto al elefante, el león, el leopardo, el búfalo y el rinoceronte. Es el más letal de todos ellos, al menos para los humanos: ninguno de todos ellos causa tantas muertes al año con sus tremendos ataques.
El hipopótamo es, después del elefante, el animal vivo que tiene los colmillos más grandes: pueden llegar al medio metro y alcanzan los cuatro kilos de peso. Pero no le sirven para alimentarse, porque el hipopótamo es herbívoro. Le sirven para reñir, ya sea con los camaradas hipopótamos o con otros animales de la oposición (por lo general, cocodrilos), cosa que hace constantemente porque es un animal increíblemente agresivo. Tiene un carácter dificilísimo.
El problema es el espacio en el que vive. El hipopótamo necesita agua para vivir, refrescarse y proteger su piel, que es gruesa pero muy delicada. Cuando los ríos son anchos, abundantes y caudalosos, no hay mayores problemas. Pero en las estaciones secas, cuando el agua y los votos son escasos, los hipopótamos se apiñan como pueden en las charcas y los barrizales. Y ahí es donde empiezan las tragedias, porque son animales muy territoriales (en el agua; nunca en tierra) y las luchas para proteger su zona de influencia, por pequeña que sea, son terroríficas. Las heridas que se causan unos a otros con sus enormes colmillos dan verdadero miedo.
¿Qué es lo peor que le puede pasar a un hipopótamo? Quedarse solo. Hacerse viejo, resultar herido en una de las frecuentes trifulcas, ser expulsado de la manada o derrocado de su liderazgo. Eso significa la muerte, y una muerte, por lo general, terrible. Imposibilitado de volver al agua junto a quienes le acompañaron y protegieron desde que nació, el hipopótamo desterrado vaga por la sabana, día y noche, en busca de otro humedal en el que sobrevivir, aunque sea solo. Rarísima vez lo consigue. El hambre y la sed lo martirizan, y el sol le destroza la piel, pero son la soledad y el abandono, la decepción, los que lo matan. Su cadáver acaba comido por las hienas y los buitres, a veces muy lejos del río donde vivió.
No hagan caso de los peluches ni de los dibujos animados. No es nada fácil ser un hipopótamo. Ni fácil ni agradable, por más voluntad, más fuerza y más bravura que se tengan. Es más bien triste, muy triste. Y también, si estás solo, es muy peligroso.
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