Se ha encontrado Madrid estos días con más de 1.500 fallecidos y espera muchos más. Los ha matado el coronavirus, que ahoga a los enfermos y deja una sensación de profunda aspereza en sus allegados, pues el bicho no entiende de despedidas. Las medidas que se han establecido para evitar contagios han provocado que 'las últimas palabras' se pronuncien por teléfono móvil —o ni eso— y en los tanatorios se racione el calor humano, es decir, el consuelo de familiares y amigos.
En la gran necrópolis madrileña, que es el cementerio de La Almudena, se celebraba esta mañana una misa que recordaba las horas complejas que vive el mundo, en el que las plazas, los cafés y los jardines están vacíos y las urgencias, abarrotadas. El cortejo lo conformaban siete personas, todas provistas de mascarilla. Frente a ellas, un coche fúnebre blanco y, detrás, el cura, que dirigía la ceremonia.
Un muchacho calvo, ataviado con guantes azules, tenia los brazos estirados y cada mano colocada sobre la cabeza de uno de sus familiares. Como los abrazos también son focos de contagio, parece que había ideado esa enrevesada forma de transmitir ánimo a los suyos, en la que tocaba sus nucas con las yemas de los dedos. Mientras, el sacerdote hablaba: “Saber que nos esperas tú para enjugar nuestras últimas lágrimas y para hacernos entrar al banquete de tu Reino, donde no hay luto ni llanto ni dolor”. A su izquierda, otro grupo de personas aguardaba el fin de la misa para que comenzara la suya. También con mascarillas y respetando la distancia de seguridad. En el camposanto, poca gente. Los españoles están confinados en sus hogares desde hace diez días.
En los escasos 1.000 metros que separan esa capilla del crematorio del cementerio pasan tres automóviles de funerarias con sus coronas de flores. Es imposible a simple vista saber si transportan a víctimas de la nueva pandemia, pero es muy probable, pues sólo en las últimas 24 horas ha provocado 272 decesos en la comunidad autónoma, el principal foco de España.
Tal es la situación que los hospitales están al borde del colapso, los militares han tenido que desplegar un hospital de campaña en el recinto ferial de Ifema y el Palacio de Hielo, frecuente escenario de cumpleaños infantiles, ha sido habilitado como morgue.
Tal es la situación que los hospitales están al borde del colapso, los militares han tenido que desplegar un hospital de campaña en el recinto ferial de Ifema y el Palacio de Hielo, frecuente escenario de cumpleaños infantiles, ha sido habilitado como morgue, pues en su gélida pista se entiende que no se descompondrán los cadáveres. Los crematorios están abarrotados y no dan abasto para quemar a todos los cuerpos que esperan su destino final.
Rabia en los balcones
Hace tan sólo dos semanas, la ciudad respiraba normalidad, que implica prisas, preocupaciones mundanas, cenas, conciertos y compras. Todo eso se ha esfumado hasta nuevo aviso y los ciudadanos viven confinados en sus casas mientras observan en su televisor las últimas noticias sobre el virus, que generalmente son malas. Por la mañana, reciben la factura, que incluye los contagiados, los muertos, los ingresados en la UCI y los recuperados. Algún día, acuden al supermercado o a la farmacia a por provisiones, extremando el cuidado para no acercarse demasiado a nadie. Por la tarde, a las 19.58 horas, salen al balcón y aplauden. A quien le toca, entierra a sus muertos como puede, que es sin verlos exhalar sus últimas bocanadas de aire y sin tocarlos en su despedida.
El mundo espera una vacuna, pero, mientras llega, se da por supuesto que la muerte por coronavirus estará siempre al acecho. Los primeros días, resultaba más difícil tomar conciencia de que los fallecidos tenían identidad, pues se observaban en la lejanía, desde la cueva platónica del hogar, donde el paisaje no cambia y se sabe del exterior por los medios. Pero las tragedias en las residencias de ancianos ayudaron a poner cara al sufrimiento; y los famosos que han sido víctimas de la enfermedad, a recordar que la gran verdad de la vida se rige por los mismos códigos: “Allí van los señoríos / derechos a se acabar / y consumir; / allí los ríos caudales, / allí los otros medianos / y más chicos; / y llegados, son iguales / los que viven por sus manos / y los ricos”.
Un trabajador de la necrópolis municipal afirmaba esta mañana que la rutina de los últimos días ha sido “la de siempre”: las funerarias recogen los cadáveres en el tanatorio de la M-30 y los llevan al crematorio, que sigue abierto, pero en el que no se ven aglomeraciones de familiares. La tienda de flores está cubierta con una lona azul y los grupos de familiares entran de cinco en cinco, generalmente, con mascarillas y guantes. “Cari, que digo que mantengáis la distancia”, recordaba una de las asistentes, vestida con falda y blusa negra.
En un país que hace casi 80 años que no vivía un conflicto bélico, suena raro el hecho de que se apilen cadáveres, los militares monten hospitales, las funerarias se vean desbordadas y organizaciones como la Asociación Nacional de Profesionales Tanatopractores (ANPT), la Asociación Nacional de Tanatopraxia (ANT) y la Asociación Española y Profesionales Funerarios (AESPROF) adviertan de la falta de medios de protección para manipular cientos de cadáveres que portan un virus muy contagioso. Éramos felices y no lo sabíamos.
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