Novak Djokovic nació en Belgrado, entonces capital de Yugoslavia, el 22 de mayo de 1987. Es hijo del serbio-kosovar Srdjan Djokovic, instructor de esquí y estimable jugador de ping-pong, y de su esposa Dijana, de ascendencia croata. Novak, a quien muchos llaman familiarmente Nole, tiene dos hermanos más pequeños, Marko y Djordje.
La infancia de Nole estuvo marcada por las terribles guerras que acabaron con el país en que había nacido, Yugoslavia, y alumbraron a las nuevas o viejas repúblicas de Serbia, Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro y Macedonia (el caso de Kosovo está aún por concluir). La familia lo pasó mal. Los padres de Novak trataron de sacar adelante un restaurante de comida rápida que no funcionó bien (nada funcionaba bien entonces en la región) y, según la madre, llegaron a sufrir hambre. El resultado es que a la familia Djokovic le pasó lo mismo que a tantos miles de familias de la zona: que sufrieron un proceso de extrema polarización política y religiosa. Los Djokovic son hoy furibundos nacionalistas serbios (también Nole) y fervientes cristianos ortodoxos. Novak es devoto practicante, lleva siempre la cruz de Hilandar (un monasterio serbio del monte Athos) y está en posesión de la Orden de San Sava, la más alta distinción de su Iglesia, que le concedió el patriarca Ireneo I de Serbia por su ayuda a los monasterios de Kosovo y Metohija.
No es fácil saber qué estudió Novak ni dónde, primero porque su país estuvo en guerra hasta que él cumplió trece años y segundo porque, cuando tenía cuatro, alguien le puso en la mano una raqueta de tenis y dejó a todo el mundo con la boca abierta. El chiquillo, que padecía un problema nasal que le impedía respirar bien y del que acabaría operándose, demostró unas dotes extraordinarias. En un campamento juvenil serbio al que asistió de chico, su instructora, Jelena Gencic, lo dijo: “No he visto un talento como este desde Monica Seles”.
Novak empezó a destacar desde el principio, pero el asunto no era fácil porque no existía una estructura deportiva oficial en que apoyarse. El padre pidió dinero prestado a todo el que se le puso por delante para pagar viajes, inscripciones en torneos y estancias. Ofreció “invertir” en su hijo a muchos empresarios y magnates que se habían enriquecido con la guerra (esto pasa siempre), pero casi nadie quiso apostar por aquel adolescente flaco y de ojos ígneos; hoy lo lamentan. Echó una mano el gobierno de Israel, lo cual prueba hasta dónde llegó aquel hombre en sus súplicas y gestiones.
El resultado lo conocemos todos. Novak Djokovic lleva varios años formando parte de la Santísima Trinidad del tenis mundial, junto a Rafa Nadal y Roger Federer. Cuando se escriben estas líneas, los tres han logrado 20 títulos de Grand Slam, algo jamás visto en la historia de ese deporte. Los tres se han sucedido repetidas veces en el número 1 del ránking de la ATP, aunque Federer, que ya tiene 40 años, parece alejarse ya para siempre de esa cima. Los tres han marcado un antes y un después (como individualidades y como “generación”) en la trayectoria del tenis, y ese “después” está aún lejano y con nombres nada claros, porque la sucesión tardará aún algún tiempo. Los tres se han situado a tal altura que el resto de los tenistas profesionales (y los hay geniales) parecen, a su lado, animosos aficionados. A todos ellos les ha pasado lo mismo que les sucedió a los compositores que vivieron en el tiempo de Mozart: salvo Franz Joseph Haydn, prácticamente ninguno ha superado la prueba de la historia, sencillamente porque era imposible competir con Mozart. Y Mozart son los tres. Nadie ha igualado nunca los triunfos y el prestigio de estos supercampeones de la historia del deporte de la raqueta. Y hay quien dice que quien lo intente, si es que ha nacido, probablemente está ahora mismo aprendiendo a leer.
Pero hay una diferencia fundamental. Nadal y Federer son grandes amigos desde hace muchos años. Djokovic no. Es difícil saber si tiene amigos este hombre. Nadal y Federer juegan porque han nacido para ello, porque les gusta, por puro afán de superación. Djokovic es pura ambición, puro orgullo, puro afán febril de superar a los otros, de ser el primero de todos. Nadal y Federer son personas afables, comprensivas, simpáticas, que se hacen querer. Djokovic tiene un carácter, por decirlo muy suavemente, espantoso. Además de por cómo juega, se ha hecho famoso (y ha hecho reír a mucha gente) por burlarse de los demás, por las imitaciones presuntamente cómicas que hace de sus rivales, hombres o mujeres. El resultado es que la inmensa mayoría de sus compañeros de profesión no le pueden ni ver. No le importa. O no demasiado. No les necesita, sabe estar solo o en compañía de sus fieles. Es un depredador certero en la pista y suele serlo también fuera de ella. Eso es lo que le importa: no fallar, no perder, vencer.
Djokovic, como todo niño criado en circunstancias extremas y con padres tan fanáticos como sobreprotectores, tiene un carácter inestable y, en el fondo, débil. Necesita que le quieran, pero necesita mucho más que le teman, que le admiren, que le envidien. Necesita ser, más que el mejor, el único, y eso le lleva a tomar posiciones a veces ridículas, a veces polémicas, pero siempre sorprendentes.
Con la sola excepción de John McEnroe (y lo de McEnroe era muchas veces fingido, como él mismo admitió), Novak es el único tenista capaz de destrozar una raqueta contra el suelo, a golpes y a gritos, porque ha fallado una volea. El único que se atreve a insultar a los jueces de silla, a los de las líneas, los recogepelotas y por supuesto al público, al que muchas veces ha increpado brutalmente porque aplauden o animan más a su rival que a él. Sabe que no le descalificarán (alguna vez sí ha sucedido): es Djokovic. Es el número uno. Es dios, o al menos se siente como si lo fuese. El único, al menos en las últimas décadas, que no ha dudado en manifestar posiciones políticas que cabe calificar, indudablemente, de extrema derecha, racista y xenófoba. Es un hombre raro, poco sociable… y un tenista genial.
Cabía esperar que, ante una tragedia como la pandemia, “Nole” adoptara una vez más posiciones diferentes a las de la mayoría, aunque solo fuese por ver cómo el mundo (al menos el mundo del tenis) doblaba el espinazo, una vez más, ante su talento. Es puro orgullo, pero casi siempre le ha funcionado. Ahora asegura que no ha dicho nunca si se ha vacunado o no. Eso no es verdad: en la primavera de 2020 dejó clarísimo que no se pensaba vacunar porque a él nadie le dice lo que tiene que hacer. No se ha vacunado porque no quiere, porque a sus muchos fanatismos anteriores ha añadido ahora el fanatismo antivacunas. Hay quien hace juegos de palabras con su nombre y le llama, con humor negro, “No-Vac YoCovid”.
Hace días viajó a Australia para ganar (no para participar; para ganar) su décimo Open de ese país y superar, por fin, a Nadal y a Federer en el número de triunfos en torneos Grand Slam. Se lo dijeron: no estás vacunado y en Australia no entra nadie si no está perfectamente vacunado. Él respondió: verás cómo sí entro. A mí nadie me dice que no.
Novak Djokovic ya pasó la covid-19, eso es verdad. Se contagió en una macrofiesta privada organizada por él mismo, con otros deportistas, para burlarse de los confinamientos y las mascarillas. Fue en junio de 2020. Pero el gobierno australiano exige que, además de una posible infección/inmunización pasada, quien quiera entrar en el país debe tener la pauta completa, las dos inyecciones de la vacuna. Y No-Vac YoCovid no las tiene. Porque no quiere. Cuando se escriben estas líneas, el tenista está confinado en un hotel de Melbourne en espera de una audiencia en la que se decidirá si entra o no en el país.
Su familia, sus seguidores y hasta el gobierno serbio, formado por nacionalistas como él, han puesto el grito en el cielo: aseguran que está en un hotel “infame” (palabras del presidente de Serbia), “con bichos” y “para inmigrantes”. Es mentira. El Park Hotel Melbourne es un establecimiento de cuatro estrellas y cualquiera que haya viajado a Australia sabe qué es allí un hotel de esa categoría. Se trata de hacer ruido. Se trata de que el tenista díscolo y depredador, el más llamativo símbolo de su país, se salga, una vez más, con la suya. Sus partidarios, como era de esperar, están pidiendo “libertad para el cautivo”. Las autoridades australianas (la ministra de Asuntos Internos, Karen Andrews) ya han dicho que de “cautivo”, nada: que el tenista antivacunas es perfectamente libre de irse cuando quiera… pero a otro país. El problema es que esas mismas autoridades, enredadas en una maraña de presiones diplomáticas, manifestaciones callejeras y una inaudita burocracia contradictoria que aquí llamaríamos “autonómica”, aún no han tomado la decisión definitiva.
Su compañero de profesión, que no amigo, Rafa Nadal, no ha podido ser más claro: “Si te vacunas, puedes jugar donde sea (…) Novak ha tomado sus propias decisiones y debe pagar las consecuencias (…) Él sabía las condiciones desde hace muchos meses. El mundo ya ha sufrido demasiado como para no seguir las normas”.
El dilema es peliagudo. Salvar el Open de Australia, que es muchísimo dinero y sin Djokovic quedaría devaluado, o salvar los principios sanitarios que valen para todo el mundo… aunque seas un tenista genial. Doblar o no doblar la cerviz (como gobierno) ante este fanático insolente que lleva ya demasiados años convencido de que puede hacer lo que le salga de las narices, que no pasa nada y al final se lo consienten todo. Porque él es Djokovic. El más grande. El dios del tenis.
Los peligros del tiburón martillo
El tiburón martillo gigante (Sphyrna mokarran) es una especie de elasmobranquio carcarriniforme, con perdón de la expresión, de la familia de los esfírnidos. Quiere esto decir que es un miembro de la familia de los tiburones que se encuentra en todos los mares del mundo salvo en los polos y en las costas de Serbia. Que no tiene acceso al mar, con lo cual el problema es menor.
Es un pez casi perfecto. Su cabeza tiene la curiosa forma de un martillo, con los ojos y los orificios nasales situados en los extremos. Esto le da una visión muchísimo más amplia que la de cualquier otro tiburón y multiplica sus capacidades depredatorias, que son muy grandes.
Y eso se nota. Come prácticamente de todo este tiburón, aunque no es tan omnívoro como el tiburón tigre, en cuyo estómago se han llegado a encontrar placas de matrícula de automóviles. Su dieta más común consiste en peces de cualquier tamaño, moluscos, crustáceos, pulpos… y desde luego otros tiburones, a veces de su misma especie u otras semejantes, a los que destroza sin contemplaciones en dos, tres, cuatro o cinco sets.
Eso sí: dotado de una inteligencia muy superior a la de otros selaquimorfos (tiburones), sabe bien distinguir a una mantarraya (que también se las come) de un ser humano. Es de las especies de escualos que menos ataques a personas perpetran, más que nada por no perder el tiempo ni dentro ni fuera de la pista. Es un pez temible, temido y peligroso, pues, pero solo para los que conviven con él.
Animal de costumbres solitarias, suele hacer migraciones estacionales muy largas que le llevan a muy distintos torneos. Pero no puede decirse que haga muchos amigos. Los peces, y desde luego los demás tiburones, conocen bien su velocidad, su elasticidad, su precisión en el ataque y desde luego su mala leche, que la tiene y muy grande. Como no es fácil convencerle de nada, hacen lo posible por evitarlo. Cosa que al martillo gigante no le importa mucho, porque comida no le falta y aduladores tampoco. No en vano el éxito de sus ataques es de un 80%, muy superior al de la mayoría de los demás animales marinos.
Está en peligro de extinción por culpa de los humanos que habitan en el sudeste asiático, desde Japón a Ceilán, que lo cazan a mansalva para usar nada más que sus aletas. Con ellas hacen una sopa que les parece deliciosa. Los pescadores cortan las aletas del martillo y tiran el resto del animal, a veces vivo, al mar. Por desgracia no se ha descubierto aún una vacuna contra estos pescadores despiadados. Pero, conociendo el orgullo y la mala uva del martillo gigante, cabe sospechar que, si esa vacuna existiese, tampoco se la pondría, solo por llevar la contraria. Aunque le salvase la vida.
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