Alberto Núñez Feijóo nació el 10 de septiembre de 1961 en el pueblo de Os Peares, lugar que parece sacado del mundo literario de Gonzalo Torrente Ballester porque su término está bañado por tres ríos (el Miño y el Sil, que allí confluyen, y el Búbal), repartido en cuatro municipios y pertenece a dos provincias: Orense y Lugo. Hoy no llega a los 60 habitantes. Alberto fue el primer hijo de Saturnino Núñez, empleado de la construcción, y de su esposa, Sira Feijóo. Tiene una hermana pequeña, Micaela. Nada que ver, pues, con las grandes fortunas, la burguesía gallega, el caciquismo rural y todo eso tan difundido, tan tópico de Galicia. La de Núñez Feijóo fue una familia humilde que vivía de alquiler en una casa de piedra; no tuvieron baño en casa hasta que no se mudaron a la capital, Orense.
Alberto salió listo, tímido, callado, estudioso y disciplinado. Casi un empollón. Hoy se llamaría un nerd. Estudió bachillerato y COU en el instituto Eduardo Blanco Amor de Orense. Le gustaba el Derecho y se matriculó en la universidad de Santiago de Compostela. Era tenaz, austero y metódico. Le daba de firme a los libros. Alguna vez se ha quejado de un compañero al que prestaba los apuntes, pero este nunca se los devolvía: era Pepe Blanco, futuro político socialista.
Pero cuando ya acababa la carrera ocurrió algo que lo cambió todo: su padre, el Saturnino como le llamaron siempre en el pueblo, se quedó sin trabajo y los sueños de Alberto, que quería ser juez, se hicieron humo. Había que ponerse a trabajar. El joven licenciado Núñez Feijóo, de 23 años, se preparó en dos meses las oposiciones a la Xunta de Galicia. Y las sacó. Con el número dos.
Aquel mozo alto, serio, católico y sentimental, que alguna vez votó a Felipe González, empezó a interesarse por la política viendo el programa La clave, de José Luis Balbín. Pero no hizo nada especial en ese sentido. No hasta que apareció el conselleiro de la Xunta de Galicia que patroneaba Manuel Fraga Iribarne: José Manuel Romay Beccaría. Era 1991 y Romay necesitaba un secretario general para su departamento, un abogado en quien se pudiera confiar. Preguntó y todos señalaron al mismo: el mejor es ese, el flaco, el callado, el que nunca llega tarde. Lo fichó. Así que Romay Beccaría fue para Núñez Feijóo el indispensable padrino que todo político necesita en sus primeros pasos.
Aunque en realidad no era un político sino un técnico. Pero tenía una extraña costumbre: hacía las cosas bien, no se limitaba a cubrir el expediente. Esa clase de pájaros empezaba ya a ser exótica en la administración española. Romay, que sabía lo que hacía, no soltó al flaco. Se lo llevó consigo, más tarde, al Servicio Gallego de Salud. Y cuando José María Aznar, al llegar a la Moncloa, hizo a Romay ministro de Sanidad (esto fue en mayo de 1996), se creó para Feijóo el puesto de secretario general de Gestión y Cooperación Sanitaria, largo eufemismo que significa “mano derecha” del ministro. También le hizo presidente del INSALUD.
Feijóo tenía una característica alarmante para sus compañeros de trabajo: era irritantemente eficiente. No le gustaba perder el tiempo ni que lo perdiesen los demás, si podía evitarlo. Y podía. Allí donde él estaba, el ritmo de trabajo aumentaba de manera peligrosa. Le dijeron: “En este edificio, de la tercera planta para arriba no trabaja ni Dios”. Él los puso a trabajar a todos. En cuatro años redujo las listas de espera quirúrgicas a menos de la cuarta parte de su duración, como cuenta Silvia R. Pontevedra. Quizá por eso duró poco en Sanidad. En 2000 fue Álvarez Cascos, “general secretario” del PP, quien le propuso presidir Correos, una empresa mastodóntica que se enfrentaba a una próxima liberalización, a la competencia y al final de su monopolio histórico. Feijóo aceptó. Todo fue bien. Incluso tuvo tiempo para afiliarse al PP, porque hasta entonces iba por la vida “sin carné”: fue en 2002 y él tenía 41 años.
Pero Feijóo es un gallego, en muchos aspectos, “de libro”, y en Madrid le faltaba algo. Morriña sentiría. En 2003 decidió volver a Galicia y abandonar una carrera política (porque ya era política) que nadie sabe hasta dónde podría haberle llevado. Fraga le hizo, en la Xunta, conselleiro de Política Territorial, Obras Públicas y Vivienda, puesto codiciadísimo porque aquello era una mina de oro para los comisionistas, trileros, ladrones y corruptos de toda laya y condición. Pero Feijóo tenía la puñetera manía de ser honrado, lo cual le creaba poderosos enemigos en su partido y en los demás. Quizá Fraga se dio cuenta de ello y un año después, en 2004, inventó para él el cargo de vicepresidente de la Xunta; vamos, que lo puso a salvo de los peores tiburones.
Ocupó el puesto menos de un año, porque la alianza entre socialistas y nacionalistas gallegos desplazó a Fraga de su presidencia… y a todos los demás con él. A principios de 2006 se llevó a cabo una sucesión difícil: la de Fraga en la presidencia del PP gallego. Hubo dentelladas entre Barreiro, Cuiña, López Veiga, el taimado Baltar… Pero quien ganó fue Alberto Núñez Feijóo, aquel tipo callado y que no gritaba nunca, que no insultaba jamás y que siempre se esforzaba por llegar a acuerdos con quien fuera y sobre lo que fuera; esto había llevado a algún periodista radiofónico de la extrema derecha más rancia a preguntarse “de qué escombrera ideológica lo habrán sacado”.
Cuando, en abril de 2009, ganó por primera vez las elecciones a la presidencia de la Xunta de Galicia (por mayoría absoluta: aquella fue la primera de las cuatro que lleva), llamó a su padre, Saturnino. El diálogo fue más o menos así:
–Papá, que he ganado las elecciones, que soy el presidente de la Xunta.
–Aah, muy bien, muy bien. El Depor también ganó…
Años después, cuando dudaba si volver a presentarse, volvió a preguntar a su padre sobre qué debía hacer. La respuesta del viejo Saturnino fue un prodigio insuperable de galleguismo: “Si crees que vas a ganar, preséntate. Pero si piensas que vas a perder, pues mira, pues no te presentes…”. Cabe imaginar el dolor de Núñez Feijóo cuando, en julio de 2016, falleció su padre.
Feijóo, que lleva en la presidencia de la Xunta casi tantos años ya como Fraga, y siempre con mayorías absolutas, ha sido tentado en numerosas ocasiones para volver a Madrid y dirigir el Partido Popular. Siempre ha dicho que no. Este hombre que jamás ha sido diputado en el Congreso, ni ministro, ha repetido cien veces que su sitio está en Galicia y que su ambición política, si es que la tuvo alguna vez, está más que colmada con la presidencia de la Xunta. Feijóo, que lleva en la presidencia de la Xunta casi tantos años ya como Fraga, y siempre con mayorías absolutas, ha sido tentado en numerosas ocasiones para volver a Madrid y dirigir el Partido Popular. También en eso es un pájaro exótico. No hay congreso del partido, no hay crisis; no hay elecciones grandes, pequeñas o mediopensionistas, no hay rifirrafe interno en el que numerosas no se vuelvan hacia Galicia casi gritando: “¡Albertooo!”
Siempre que hay problemas le preguntan, y él contesta lo mismo: que muy bien podría ser que sí, pero que también podría ser que no. Que le dejen tranquilo. Que él está muy bien donde está y que no quiere cambiar ni de aires ni de problemas.
El hombre que frenó en seco la entrada de la extrema derecha en Galicia; el hombre que hizo eso sin alzar la voz, sin insultar a nadie ni dar gritos ni hacer demagogia barata ni decir gansadas sobre remolachas; el hombre que ha unificado el PP gallego como nunca antes, y jamás ha contribuido a una división; el hombre que prometió acabar con el caciquismo… y lo cumplió; el hombre a quien ahora mismo todos miran, ha mostrado su enfado, su irritación en público, por primera vez en años.
Sabe bien qué es eso de que te pongan espías y te fabriquen dossieres: se lo hicieron a él, sin el menor éxito porque sigue siendo una persona honrada. Sabe bien qué es eso de que alguien agarre un micrófono y te ponga de vuelta y media, a gritos, calumnia va y calumnia viene: se lo hicieron a él… sin el menor éxito, porque este tipo que rarísima vez se altera ha sabido ganarse con su eficacia, con su trabajo y con su capacidad de diálogo, el respeto de sus votantes y de quienes no le votan. Feijóo ha demostrado que se puede hacer en España un partido conservador que no se parezca en nada a la extrema derecha. En nada. Y lleva –repitamos esto– cuatro mayorías absolutas consecutivas.
Ahora, con el PP convertido en una reyerta entre judas e iscariotes, en una cacería de furtivos, en una guerra de bandas juveniles, muchos, muchísimos, miran de nuevo a Galicia a ver qué dice el veterano, el calmado, el eficaz, el fiable Alberto Núñez Feijóo. Quizá haya llegado su momento… o no, como diría su amigo Mariano Rajoy.
Si es así, no será porque él quiera sino porque ha quedado claro que hay gente en cuyas manos es de lo más sensato no dejar ni un partido, ni una comunidad, ni una alcaldía, ni las llaves del coche, ni el cajón del pan ni la espumadera de freír huevos, porque se quemarán y quemarán a todo el que se acerque; lo pondrán todo perdido. Y, como suele decir cierto veterano protésico dental de León, “alguien tiene que permanecer mínimamente sereno en esta familia”.
Si sucede, para él será sin duda un sacrificio. Pero para su partido puede ser no solo la esperanza sino la supervivencia. Y ya sabe cómo se hace.
La esperanza del pájaro quetzal
El quetzal (Pharomachrus) es un ave de la familia de los trogónidos de la que se conocen cinco especies distintas. Todas tienen en común unca cosa: su impresionante, bellísimo plumaje, que ha deslumbrado a los humanos desde hace miles de años. Habita en las selvas tropicales de América central, quizá también un poco más al norte, quizá también un poco más al sur.
Ave tranquila, sosegada, nada migratoria ni antojadiza, apenas tiene enemigos serios, como no sean los humanos. También las rapaces nocturnas y las aguilillas, o quienes por tales se consideran, pero no tienen demasiado éxito. Se lleva bien con todo el bosque y gobierna su nido y su familia (es un ave monógama) con sabiduría y eficacia.
El quetzal, sin duda a causa de su belleza, es hoy el ave nacional de Guatemala, pero ha sido casi divinizada por culturas anteriores. Está en el nombre de uno de los dioses más importantes de los pueblos mesoamericanos: Quetzalcóatl, la “serpiente emplumada”.
Es uno de los símbolos más antiguos de la libertad (hasta hace muy poco se creyó que no podía reproducirse en cautividad) y de la esperanza, porque en épocas remotas era raro de ver; como era reacio a abandonar las cercanías del nido, había que ir a buscarlo y no siempre salía bien el viaje. Los políticos y los sacerdotes de aquellos pueblos mesoamericanos se adornaban con plumas de quetzal: traía buena suerte y era signo de distinción. Por eso contar con un quetzal, o siquiera verlo o tenerlo cerca, era para los mayas (por ejemplo) signo seguro de buena fortuna, de paz, de buenas cosechas, de hijos sanos y de significativo aumento de votos en las elecciones, aunque este último extremo no está aún del todo claro. Pero vamos, casi seguro, ¿eeh?
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