España

Oriol Junqueras y la desdicha del oso búlgaro

Oriol Junqueras i Vies nació el 11 de abril de 1969 en Sant Andreu del Palomar, antiguo municipio adscrito a la conurbación de Barcelona desde finales del siglo XIX. Es

Oriol Junqueras i Vies nació el 11 de abril de 1969 en Sant Andreu del Palomar, antiguo municipio adscrito a la conurbación de Barcelona desde finales del siglo XIX. Es uno de los dos hijos de Artur Junqueras, catedrático (hoy jubilado) de dibujo, y de su esposa, enfermera.

Mucho se ha escrito sobre la infancia rural de Oriol Junqueras, que se habría criado entre olivos y almendros. Algo hay de eso porque, cuando el niño tenía dos años, los Junqueras se trasladaron a Sant Vicenç dels Horts y pasaban mucho tiempo en las fincas que tenían en Castellbell i el Villar. Pero lo cierto es que el pequeño Oriol pertenece a una familia acomodada y que estudió desde niño, gracias al consejo de unas monjas amigas, en el Liceo Italiano, centro privado que le proporcionó una sólida formación académica… y también religiosa. Junqueras no ha ocultado nunca su condición de católico, apostólico y románico (el bellísimo románico catalán, habría que deducir). Va a misa con regularidad y cada jueves santo participa en la procesión del Santísimo Cristo de la Salud y de Nuestra Señora de la Soledad. En 2013 se casó con Neus Bramona, con quien tiene dos hijos, Lluc y Joana. Pertenece, o ha pertenecido, al centenario Orfeó Vicentí, de Sant Vicenç dels Horts, y a algunas sociedades excursionistas y culturales.

Quiere decir todo esto que no es ningún tonto. La leyenda (todos los políticos de cierto renombre disponen de una leyenda hagiográfica, más o menos inventada) dice que Oriol Junqueras se hizo independentista a los ocho años, edad en la que los críos de su tiempo soñaban con ser médicos, astronautas, futbolistas o cosas semejantes, y no influencers, como sucede ahora. Pero el joven Uri (diminutivo catalán de Oriol) estaba en ese tiempo aprendiendo italiano, lengua que domina, y muy interesado en la historia y en cosas de la Iglesia. Mostró ya en su juventud cierta propensión al sobrepeso en la que ha perseverado con tesón y con éxito.

Empezó a estudiar Económicas en la Universidad de Barcelona. Iba bien, pero cambió de carrera y se pasó a Historia, en la Autónoma de la misma ciudad. Se doctoró el Historia del Pensamiento Económico con una tesis sobre eso mismo en la Cataluña de la Edad Moderna. Ahí sí; en la universidad ya no cabía ninguna duda ni de su independentismo ni de su progresismo. Pero no era el repelente niño Vicente que, a su edad, era Puigdemont; Junqueras era un chaval normal, gordito, con un ojo vago, simpático pero con cierta timidez, que estudiaba mucho.

También dicen sus exégetas que, gracias al dominio del italiano, pasó un par de veranos en Roma, investigando para su tesis nada menos que en los Archivos Secretos del Vaticano. Bien, es posible. Si en esa inexpugnable fortaleza pudo entrar Robert Langdon (Tom Hanks) para salvar al mundo en Ángeles y demonios, por qué no iba a entrar el joven Junqueras, que hablaba el idioma muchísimo mejor. También se asegura que conoció a varios cardenales, entre ellos al mismísimo Joseph Ratzinger, y que alguno de ellos intentó mediar (años después) en el avispero del procés secesionista. Igualmente, es posible.

Es autor de diversos y muy variados libros, que van desde estudios sobre el canal de Urgel hasta investigaciones histórico-económicas sobre Japón o, incluso, literatura: los Cuentos desde la cárcel que escribió en 2020. También ha hecho sus pinitos como periodista, guionista y hasta actor (apareció en un episodio de la serie humorística Polònia, de TV3). Escribe bien. Su inteligencia es poderosa y su formación también lo es.

Donde sí ha sido constante es en su actividad política. No ha tenido más partido que Esquerra Republicana de Catalunya. Su trayectoria ha sido, por así decir, “tradicional”, la de tanta gente: primero concejal y luego alcalde de su pueblo, Sant Vicenç dels Horts; después, un tiempo de entrenamiento en la maquinaria del partido, siempre errática en el caso de ERC; elegido eurodiputado en 2009 y, por fin, en 2011, presidente del partido, en sustitución de Joan Puigcercós.

Todo esto, que ocurrió con inusitada rapidez, se explica por la condición electoralmente guadianesca de ERC. El nonagenario partido de Lloréns y Maciá ha pasado, desde la recuperación de la democracia en España, por épocas de irresistible pujanza seguidas invariablemente por periodos de desánimo, balumba y casi hibernación. Ha padecido calamidades como Pilar Rahola, Colom o Ridao, y líderes con mucho más tirón como Carod-Rovira o el propio Junqueras, que se hizo cargo del asunto en horas muy bajas y que fue capaz de lograr más de un millón de votos (y 15 diputados) en las primeras elecciones generales de 2019; casi lo mismo consiguió dos años antes en el Parlamento autonómico catalán, con 32 escaños.

Pero el principal rival (a veces enemigo) histórico de ERC rara vez ha sido el Estado español o los partidos constitucionalistas. El otro oso que siempre ha disputado a Esquerra el mejor sitio en el río de los salmones electorales ha sido el nacionalismo de derechas; el de Pujol, Mas y Puigdemont, que, a fecha de hoy, parece haber sobrevivido con bastante buena salud a los tremendos escándalos de corrupción de sus líderes y feligreses, y, como consecuencia de esto, a los varios cambios de nombre.

Referéndum del 1-O

Los tristes sucesos del otoño de 2017 (parodia de referéndum ilegal, brevísima declaración unilateral de independencia de Cataluña, suspensión de la autonomía catalana y todo lo demás, de sobra conocido) concluyeron con dos actitudes radicalmente opuestas entre sí. El presidente Puigdemont, con algunos más, huyó de España para librarse de la cárcel. El vicepresidente Junqueras, con otros líderes políticos y “cívicos”, se quedó y arrostró las consecuencias que todo ciudadano sabe que le aguardan cuando comete delitos: detención, juicio, sentencia y cárcel. Mientras Puigdemont se establecía en un ostentóreo chalet de Waterloo y trataba desesperadamente de mantener el liderazgo espiritual o moral del secesionismo, Junqueras, Romeva, Forn y los demás acababan en presidio. Junqueras, primero en Estremera (Madrid) y luego en Lledoners, en Barcelona, al pie de Montserrat. Luego llegó el controvertido indulto muy generosamente (hay quien dice que demasiado generosamente) concedido por el Gobierno para tratar de reconducir la convivencia en Cataluña, cosa que está por ver. De momento, Junqueras da una imagen moderada y posibilista. Puigdemont, sin embargo, es Napoleón. Pero no en Waterloo sino en la isla de Santa Elena, enloquecido, obsesionado hasta el delirio con recuperar el trono.

En estos días, y por iniciativa de Junqueras, ha llegado el encuentro litúrgico, por así decir. Junqueras y otros líderes indultados viajaron a Waterloo para ver a Puigdemont. Las relaciones entre ambos próceres han sido terribles durante los últimos cuatro años. Ni se veían ni se hablaban. Desde su muy poco heroica fuga, Puigdemont colocó en su puesto a un mandao, Quim Torra, que ni siquiera se atrevió a ocupar el despacho del emperador de Waterloo ni a ponerse las insignias de su poder. Prácticamente no gobernó, aplastado por el peso de la sombra que llegaba desde Bélgica. Pero ahora hay un nuevo presidente en la Generalitat, el pragmático Aragonés, que pertenece a ERC y que ha sido ungido por la mano de Junqueras. En el fragmentadísimo Parlamento autonómico, casi tantos diputados tiene un partido como otro. Era el momento de tragarse orgullos y reproches, y ponerse a hablar, y hacerse unas fotos.

“Ha sido un placer reencontrarnos y poder compartir nuestras experiencias de carácter personal y de carácter familiar”, dijo Junqueras al salir de la reunión. Traducción: no ha habido heridos, por lo menos no demasiado graves. Si el independentismo tiene algún futuro en Cataluña, en buena medida depende de la capacidad de estos dos caudillos para tragarse sus egos y rencores. El resultado del encuentro lo dicen las caras de las fotos. Puigdemont, sonriente y satisfecho, casi triunfal. Junqueras, con la sonrisa que pone el portero después de no alcanzar el balón en el último penalti. Continuará.

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El oso pardo (ursus arctos) es un mamífero plantígrado de la familia de los úrsidos que puede hallarse en Asia, Europa y Norteamérica. Es un animal grande y muy fuerte, que come casi de todo y en muy grandes cantidades. No tiene más depredadores que el hombre… y los otros osos.

De carácter reservado y tornadizo, es capaz de grandes ternuras y, a la vez, de grandes cóleras. A pesar de su corpachón y de su evidente exceso de grasa (sobre todo antes del invierno) posee grandes reflejos y es capaz de velocidades increíbles cuando se trata de pelear por el alimento, la reproducción o el territorio. En invierno se esconde y cae en un estado de hibernación del que es muy difícil (no imposible) sacarlo, salvo que haya convocatorias electorales.

Animal totémico, temido y venerado desde hace milenios, ha tenido, sin embargo, épocas muy tristes. A lo largo de los siglos, los zíngaros de Rumanía, Hungría y sobre todo Bulgaria –gente lista, esos zíngaros– “amaestraban” a los osos y les hacían bailar en las calles al son que les tocaban, bien fuese música de laúdes, violines y, en tiempos más recientes, de acordeones. El “amaestramiento” era una falacia: el zíngaro obligaba al oso a beber alcohol, por lo general vodka, hasta convertirlo en un ser dependiente de la botella… y de su poder. Y además le enganchaba una argolla en la nariz, la parte más sensible del cuerpo del oso. Entre unas cosas y otras, el alcoholismo y el ansia por evitar el dolor, el oso bailaba lo que le pidieran.

Lo curioso es que el oso muy bien podía haber reventado al zíngaro de un solo zarpazo. Pero… no lo sabía. Se limitaba a hacer lo que el otro quería. Y el zíngaro, por su parte, no dejaba de ser un miserable, un mendigo que dependía del oso para sobrevivir. Lo que pasa es que quizá le engolosinaba la sensación de dominar a un bicho tan grande y tan peligroso. Y así pasaban ambos la vida, sin servir para nada, sin ser importantes para nadie ni hacer gracia a nadie fuera de su pueblo o su comarca; sin hacer, en realidad, nada más que sobrevivir.

Fue la Unión Europea la que, hace no muchos años, acabó con estos detestables espectáculos callejeros del oso grande pero sometido y del zíngaro canijo pero mandón. Nadie les echa de menos hoy.

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