España

Óscar Puente y la malaventura del avispón asiático

Mientras el ministro sostiene que “el tren en España vive el mejor momento de su historia”, las estaciones parecen hormigueros atestados de gente desorientada

Óscar Puente Santiago nació en Valladolid el 15 de noviembre de 1968. Es uno de los hijos que tuvo Óscar Puente Varela, natural de O Mazo, parroquia de Santalla de Arxemil, en los bosques del municipio Sarria (al sur de la provincia de Lugo); hombre que de adolescente emigró y acabó en Valladolid, donde conoció y casó con Carmen Santiago del Barrio, que sería la madre de Óscar. Una familia humilde y con ancestros de izquierdas. El abuelo de Óscar fue represaliado por ser socialista. Nuestro hombre mantiene hoy una viva vinculación con Sarria y con Galicia.

El niño salió, lo primero de todo, grandote y fuertote. Todo lo que estudió, desde las primeras letras hasta la universidad, lo hizo en Valladolid. Y no tenía precisamente fama de angelito. Era listo pero llamativamente echao p’alante, con fama de chulito y luego de chuleta, de esos críos que intimidan a los más flojos en el patio. Nadie se atreve a decir que fuera un matoncito escolar (entonces no se había inventado la palabra bullying) pero se parecía mucho más a eso que a un San Estanislao de Kotska.

Se matriculó en Derecho, pero no puede decirse que fuese un gran estudiante. La culpa, curiosamente, no la tuvieron ni la cafetería de la Facultad, ni los amores juveniles, ni la tuna, que es lo habitual. La tuvo el teatro. El actor Juan Antonio Quintana dirigía el Aula de Teatro de la Facultad de Derecho y a Óscar le dio por apuntarse. Como sabe bien cualquiera que haya hecho lo mismo, el teatro es un veneno que se apodera de ti. Además, el joven Oscar Puente (tenía apenas 20 años) no estaba falto de talento histriónico, como decían sus maestros y compañeros. Acabó Derecho, sí, pero su gran triunfo en aquellos años fue interpretar el papel de Valerio en la obra El avaro, de Molière. Valerio es un personaje bueno y no falto de nobleza de alma, lo cual no iba mucho con el carácter de su intérprete, pero también enamorado y apasionado, algo que sí cuadraba con él. Aquella obra, la famosa adaptación que Enrique Llovet hizo del texto de Molière, llegó muy lejos: triunfó en Madrid y dice el propio Óscar que llegó a representarse en París. E incluso en el Corral de Comedias de Almagro, que es algo así como la basílica de San Pedro del teatro clásico en España. Puente dedicó al teatro casi once años de su vida.

Más o menos por la misma época (principios de los 90) Óscar Puente se afilió al PSOE. Aquella decisión no tuvo, al menos al principio, consecuencias de ninguna clase. Ya había dicho adiós, con mucho dolor, al teatro, cuyo gusanillo conservó durante años. Ya trabajaba en un despacho de abogados de Madrid. Esto quiere decir que su carrera política tardó casi 14 años en despegar, y lo hizo en 2004, cuando le nombraron vicesecretario de la Ejecutiva provincial. Hasta hace bien poco, toda la actividad política de Puente se ha circunscrito al ámbito municipal o provincial vallisoletano, rara vez ha ido más lejos.

Una de las características que definen la forma de ser de Óscar Puente es la competitividad. Le gusta ganar y le molesta (mucho) perder. Logró una silla de concejal en el Ayuntamiento de Valladolid en 2007, de la mano de Soraya Rodríguez y de Javier León de la Riva. Eran los tiempos en que el PSOE vallisoletano lograba mayorías absolutas. Pronto se hizo con el control del Grupo Municipal (Soraya se fue a Madrid como secretaria de Estado), le eligieron secretario general de los socialistas de la capital castellano-leonesa y le presentaron como candidato a las elecciones municipales de mayo de 2011.

Bueno, pues no salió bien. La candidatura de Puente perdió 25.000 votos (se quedó en algo más de 45.000) y cuatro concejales: pasó de trece a nueve. En las siguientes elecciones, las de 2015, los resultados fueron aún peores: 38.600 votos y ocho concejales, los peores datos de la historia del PSOE en Valladolid. Pero el PP había sufrido un desastre aún mayor: cayó de 17 concejales a 12, así que Puente empezó a moverse y logró pactar con otras formaciones menores (IU y Podemos, con sus marcas locales), de modo que Puente, tras perder las elecciones, fue investido alcalde. Poco después, en febrero de 2016, ingresó voluntariamente y “a título personal” (¿hay otra manera de hacerlo?) en la cofradía del Descendimiento y el Santo Cristo de la Buena Muerte, una de las veinte que integran la espectacular Semana Santa de Valladolid, pero no hay motivo para suponer que ambos hechos (su elección como alcalde y su ingreso como hermano penitente) guarden entre sí ninguna relación. Puente presumió –como siempre hace– de su fe religiosa y de la tradición familiar al besar la medalla que le abría paso a las procesiones.

Sea como fuere, salió bien: Óscar Puente fue reelegido alcalde de Valladolid en 2019 con 60.000 votos, una tercera parte más que en los comicios anteriores, y el necesario apoyo de IU. Era la primera victoria electoral del PSOE en la ciudad en casi tres décadas, que se dice pronto. Pero en las siguientes elecciones, las últimas hasta ahora, las de 2023, el combativo Óscar volvió a ganar… inútilmente. Logró unos 700 votos más que el PP, pero estos pactaron con la extrema derecha de Vox y Puente fue desalojado del sillón municipal. No gobernó, pues, la lista más votada.

Óscar Puente perpetró, sin embargo, un acierto indiscutible si se contempla desde el progreso de su carrera política, al menos hasta ahora: se hizo “sanchista” desde el minuto uno, desde que Pedro Sánchez planeó presentarse por segunda vez a la secretaría general del PSOE, en 2017. Confiado –y luego seguro– del apoyo del jefe, Puente dejó claro que entre sus virtudes no está la de medir sus palabras, hablar prudentemente o callarse a tiempo. Sus viejas dotes de actor de carácter (de muy fuerte carácter, por mejor decir) quedaron de manifiesto cuando dijo, aquel mismo año de 2017, que el PSOE debía mirar más hacia la izquierda y no estar ”con el culo en pompa” hacia la derecha; cuando desveló que Sánchez le iba a nombrar portavoz de la Ejecutiva socialista… antes de que este lo hiciera, con lo cual “el jefe” no tuvo más remedio que decir que sí; cuando arremetió contra su antigua protectora, Soraya Rodríguez, y dijo (2019) que “no la vamos a echar de menos”; cuando echó a los venezolanos la culpa de la dictadura de Maduro; cuando se enfrentó con su secretario de Organización, el entonces todopoderoso Ábalos; a Susana Díaz y a Emiliano García-Page, aun que esto fue incluso antes de su portavocía. Y es que, para sentirse seguro y lanzar aguijonazos, no hay nada como saber que se cuenta con el apoyo del jefe. Y del Cristo de la Buena Muerte.

Puente, sin embargo, no era una persona popular fuera del entorno dirigente del PSOE (le hicieron secretario general del PSOE vallisoletano en 2021), de la propia ciudad de Valladolid o del ambiente semanasantero de la capital del Pisuerga.  Cuando, en la sesión de investidura fallida de Alberto Núñez Feijóo como presidente del Gobierno (septiembre de 2023), fue Óscar Puente quien se encaminó hacia la tribuna de oradores para hablar por el PSOE, muchos diputados daban con el codo al vecino de escaño y ponían el gesto de “Y este ¿quién es?”. No lo conocían, ni los extraños ni muchos propios. Sánchez prefirió no contestar él mismo al candidato, ni dejó que fuese el portavoz Patxi López quien lo hiciese. Decidió “soltar a Óscar Puente”.

Del discurso del diputado vallisoletano, que mostró como nunca sus dotes de actor, se pueden decir muchas cosas, y todas serán distintas según la adscripción política de quien las diga. Pero es incontestable que fue una provocación. Una ensalada de datos, zascas, burlas, pullas muchas veces personales, picotazos envenenados, medias verdades y chanzas de taberna. Un perfecto ejercicio de demagogia, pero mucho peor construido que el monólogo de Marco Antonio en el Julio César de Shakespeare. Una invitación constante al griterío o a la risotada, eso según el lado de la Cámara en que sonase la reacción. Feijóo le miraba “y lo que veía casi no creía”, que habría dicho Rubén Darío. En el Grupo Popular chillaban para que Puente se callase de una vez, porque su intervención se alargó muchísimo; en la bancada socialista había reacciones de cariz futbolístico, cuando a veces la hinchada aplaude al jugador de su equipo que da de patadas a los del equipo contrario… sabiendo que, si fuese al revés, se indignarían. Fue un ejercicio de populismo puro y duro que mantenía maravillados a los de Vox: “Ese tío es peor que nosotros”, se reiría, días después, un destacado militante madrileño.

Pero Oscar Puente tenía apenas un año cuando el ilustre catedrático de la Universidad de California, Laurence J. Peter, formuló el principio que lo ha hecho célebre (el principio de Peter), basado en una idea de Ortega y Gasset: “En una jerarquía, todo empleado tiende a ascender hasta alcanzar su nivel de incompetencia”. En noviembre de 2023, Pedro Sánchez formó su tercer gobierno, el más inestable, frágil y equilibrista de todos los que ha puesto en pie hasta ahora. Y Óscar Puente Santiago fue nombrado ministro de Transportes y Movilidad Sostenible.

¿Por qué de Transportes? Pues miren ustedes, esto no se sabe. Hasta ese momento, la relación de Puente con las autovías, los ferrocarriles, los puertos y aeropuertos, y hasta con el transporte fluvial en canoa, había sido más o menos la misma que ha mantenido siempre con la Física de partículas, con la Gramática Generativa Transformacional o con la Teodicea: más bien poca, y solo a nivel de usuario. Pero pronto quedó claro que, en opinión de Sánchez, el de Transportes es uno de esos ministerios que funcionan solos, porque los funcionarios y técnicos sí saben lo que hacen y basta con dejarles que lo hagan. Lo que el presidente necesitaba era un ministro peleón, un púgil de los micrófonos y las redes sociales, un “trumpetero” que dijese lo que él no podía o no se atrevía a decir, aunque lo pensase. Y para eso Óscar Puente era perfecto. ¿Ministro de Transportes? Pues bueno, pues por qué no. Como si le hubiesen hecho ministro de Metafísica. Su función era otra.

El problema es que eso no es verdad. Los ministerios no funcionan solos. Ninguno. Y el lenguaraz ministro de Transportes, una de dos: o es gafe y ninguno lo sabíamos, o el mencionado principio de Peter está en todo su esplendor. En junio de este mismo año, Puente se reía de quienes avisaban del peligro de un caos ferroviario durante el verano, y lo descartaba por completo. El caos, que por supuesto llegó, fue de tales dimensiones que provocó la indignación ciudadana y el ministro fue reprobado en el Senado. Allí tiene mayoría absoluta el PP, es cierto, pero es que votaron a favor de la reprimenda (que no es más que eso, en realidad) dos de los socios del gobierno, Junts y ERC. Había un claro hartazgo.

Puente se ha convertido en el “ministro yonofui”. En Cataluña se producen la mitad de las incidencias ferroviarias de toda España y se roban más catenarias que nunca, pero eso es responsabilidad de los mossos d’Esquadra. El Metro de Sevilla está empantanado presupuestariamente, pero la culpa es del alcalde de Sevilla, que es un “impresentable” y un “mentiroso”, según el florido verbo del señor ministro. No hay forma de ponerse de acuerdo con el alcalde de Madrid sobre la gratuidad de la autopista R-5 durante las obras de soterramiento de la A-5, pero eso es cosa de Martínez Almeida, ¡no va a ser del ministro, que tanto le quiere! Todo así, un mes tras otro, casi una semana tras otra. Puente ha logrado impedir que Talgo caiga en manos de un oscuro grupo vinculado a Rusia, pero caramba, por pura estadística algo le tenía que salir bien...

Mientras el ministro sostiene que “el tren en España vive el mejor momento de su historia”, las estaciones parecen hormigueros atestados de gente desorientada, la puntualidad de los convoyes es recordada con nostalgia por los usuarios y, para colmo, se produce un “incidente” en el túnel que une las macroestaciones de Chamartín y Atocha (en Madrid) que a punto estuvo de convertirse en una tragedia digna de las películas de Roland Emmerich, con un tren sin conductor corriendo a toda velocidad, cuesta abajo, por la vía. Todo acabó con un descarrile provocado para evitar una catástrofe. Pero el ministro “yonofui”, en el tiempo libre que le dejan las redes sociales, dice que la culpa no es suya y llega a sugerir la posibilidad de un sabotaje.

Nadie sabe qué va a ser de Óscar Puente cuando, un día u otro, caiga Pedro Sánchez. Quizá encuentre trabajo de revisor…

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El avispón asiático (Vespa mandarinia) es un insecto himenóptero de la familia de las véspidas, es decir, de las avispas. Eso de mandarinia se debe tan solo y nada más que al color de su cara, anaranjado.

Características: es enormemente grande en comparación con sus primas, el resto de las avispas. Llega a los 5 centímetros de longitud y a los 7,5 de envergadura, cuando abre las alas. Es, pues, muy corpulento. Y muy agresivo. Y muy, muy venenoso.

Procede del sudeste asiático, de donde nunca debió salir porque allí los animales lo conocen y tienen defensas contra él; sobre todo las abejas, a las que, si puede, devora sin contemplaciones. Pero emigró a Japón, donde su picadura ha causado ya muchas muertes en humanos. Y luego a Europa y a Estados Unidos. Hace algunos años que se le ha visto también en España.

Acaba con las abejas –con miles de ellas– mediante el sistema de decapitarlas, cosa que no le cuesta gran esfuerzo porque está muy bien armado y es cinco veces más grande que ellas. Sin embargo, las abejas asiáticas han desarrollado un método de defensa asombroso: rodean al avispón y todo el grupo parlamentario de las abejas se pone a batir las alas frenéticamente. Esto hace que la temperatura aumente hasta los 47 grados, lo cual hace que el avispón muera por sofocación. Claro que para hacer eso hay que ponerse de acuerdo primero. Las abejas de otros países, incluido el nuestro, no tienen esa habilidad. Todavía.

Lo curioso de este bicho es que no sirve para nada. O es un olvido de la naturaleza, o es pura malaventura, mala suerte.Todos los animales y plantas, unos más y otros menos, tienen una función en el ciclo vital y en el equilibrio del ecosistema. Tienen una utilidad, que muchas veces es la de comer a otros o ser comidos por otros mayores. Los depredadores del avispón asiático (algunos pájaros), fuera de sus lugares de origen, o no existen o no saben que lo son. No identifican al avispón como un peligro ni como un bocadillo. No lo conocen o no lo creen demasiado peligroso. Esa puede ser la clave de su supervivencia, así se estrellen los trenes en los túneles.

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