Pablo Rivadulla Duró, conocido en los selectos ambientes de la música culta con el sobrenombre de Pablo Hasel, o Hasél, nació en Lérida el 9 de agosto de 1988. Es hijo del empresario Ignacio Rivadulla, presidente que fue de la Unió Esportiva Lleida entre 2007 y 2010. Pablo tiene una hermana con la que se lleva bien y es nieto de un militar franquista que se distinguió en la persecución de los maquis, en los primeros tiempos de la dictadura. También tiene un perro (ha tenido varios) al que quiere mucho.
Lamentablemente, poco más se puede decir. Los lectores de esta sección saben que es costumbre plasmar, después de los datos familiares, una breve semblanza de la vida académica y formación del protagonista. En este caso ha resultado imposible. A la escuela ha tenido que ir, vamos, seguro, porque el Estado español fascista, opresor y corrupto que tanto altera los nervios de este hombre estableció la enseñanza primaria obligatoria al menos desde los tiempos del ministro Claudio Moyano, en 1870. Así que tuvo que ir a clase y alguien tuvo que enseñarle a leer. Pero su formación solo puede adivinarse por deducciones. En uno de sus madrigales, titulado La educación es la base, reniega no sin cierto atufo del concepto mismo de educación escolar, a la que tiene por fuente segura de manipulaciones mentales, fabricación de loros y “pelotas lameculos”, y sumisión al capital. Es decir, que estudiar está mal, según él. Pero admite que estuvo seis años “allí metido” y que, luego, aprendió más en un semestre “estudiando por libre”. Dónde estuvo metido exactamente, es cosa que ignoramos. Y qué fue lo que aprendió en esos seis providenciales meses, y a qué año pertenecieron, pues tampoco lo sabemos.
Sí dicen sus exégetas (que los tiene) que Rivadulla/Hasel quedó fascinado por el rap más o menos a los diez años. Hizo su debut en el mundo del arte a los diecisiete, con una “demo” (grabación casera con montaje de sonido e imagen fija) que se titula Esto no es el paraíso y que contiene siete temas separados entre sí por diversos clips de sonido, como fragmentos de películas. De estos “temas” ha hecho muchos en los años siguientes, más de medio centenar. Y ha tenido tiempo para escribir nada menos que once libros de “poesía”; bien es verdad que con la ayuda de su amigo Aitor Cuervo, astorgano, que es una suerte de reflejo o contrafigura de Hasel pero, este sí, con cierto sentido de la sintaxis. Algunas de estas obras líricas son Follarnos mientras ejecutan un banquero (sic), Veinte poemas de odio y dos corazones descuartizados o Más allá del polvo.
Hay quien le ha comparado con Vladímir Mayakovski. Sería interesantísimo ver la cara que habría puesto Mayakovski de haberlo sabido, pero es imposible: el poeta ruso se suicidó en 1930
Ya en sus primeros “temas” (diríanse madrigales, endechas, églogas, flor de romances que no terminan de cuajar como tales) se detectan algunas de las claves de este hombre. El primero que se aprecia es un severo desaire sentimental que debió de sobrevenirle en la adolescencia y que le hizo verdadero daño, como puede apreciarse en algunos versos heptasílabos de honda pulsión lírica: “Hoy tengo algo mejor, / puedes morirte, zorra”. Lo segundo que se advierte, no sin esfuerzo, es que Hasel no está ayuno de ciertas lecturas: conoce la existencia de Pablo Neruda, sabe quién fue Indíbil (rey de los ilergetes en lo que hoy es la provincia de Lleida) y alguna vez, quizá tras horas de esfuerzo y Wikipedia, logra imágenes autocomplacientes pero hermosas, como cuando se describe a sí mismo como “una amapola / en el círculo polar”, qué bonito. Hay quien le ha comparado con Vladímir Mayakovski. Sería interesantísimo ver la cara que habría puesto Mayakovski de haberlo sabido, pero es imposible: el poeta ruso se suicidó en 1930. En cualquier caso Hasel dice de sí mismo y de su método creativo: “Yo grabo rápido, no paso el día retocando”. Hay que admitir que en eso es completamente sincero. Salta a la vista.
Pero lo más llamativo de sus “temas” y poemas es, sin duda, un ego del tamaño del macizo de la Maladeta, en su tierra natal. Hasel es el centro del mundo, y sus desgracias y sus iras son el punto de destino de la fuerza de la gravitación universal. Eso es una constante en su obra. Otra característica, esta esencial, es la provocación. Está por demostrarse que este señor tenga una sólida formación política (se autotitula comunista), pero la demagogia la domina como nadie. La provocación es consustancial a las variedades del rap que nacieron con él. Es probable que Hasel viese la luz e intuyese su futuro escuchando a raperos como el estadounidense Eminem, al que cita en sus “temas”. Pero Eminem, cuyas letras son a veces durísimas, tiene una intensidad narrativa enorme, fruto de mucho trabajo y de mucha reflexión, tanto en las letras como en el ritmo. Y Hasel es… bueno, de los que no se pasa el día retocando.
Si se unen una escasísima formación literaria y musical, una empanada mental político-ideológica de lo más indigesto, un ego elefantiásico y un talento innegable para la demagogia (Hasel tiene para la música y la poesía un talento fácilmente comparable al de Paquirrín, por poner un ejemplo), el único resultado posible es la provocación pura, el espectáculo de la provocación por sí misma. ¿Eso le gusta a todo el mundo? Desde luego que no. Pero sí ha logrado hacerle popular en los sectores sociales que ya no son underground sino directamente marginales. Eso le permite vivir y hasta le ha hecho (tristemente) famoso. Eminem, que es catorce años mayor que Hasel, ha vendido cien millones de álbumes, tiene un Oscar y dos Grammys. Hasel se conforma con unas decenas de miles de visualizaciones en YouTube, unos cientos de miles en el mejor de los casos.
Pablo Hasel logró su objetivo (explícito en sus “temas” desde los primeros que publicó) de hacerse perseguir. Fue detenido por primera vez en 2011, por ensalzar al “camarada Arenas”, un terrorista de los GRAPO, banda que tiene en su haber 24 asesinatos. Eso fue solo el principio. Ha manifestado su deseo de que se mate a Aznar, se ha reído de los miembros del PP asesinados por ETA, es el autor del verso “merece que explote el coche de Patxi López”, ha pedido que alguien “clave un piolet en la cabeza a José Bono”, ha defendido a Al Qaeda, a ETA y a todo lo que se le ha puesto por delante.
Se libró de la cárcel en 2014. Ese mismo año volvió a ser detenido por una agresión (en grupo) al puesto público de una asociación cultural que no le gustaba
Se libró de la cárcel en 2014. Ese mismo año volvió a ser detenido por una agresión (en grupo) al puesto público de una asociación cultural que no le gustaba. En 2018, la Sala de Lo Penal de la Audiencia Nacional le condenó a dos años (y un día) de prisión por delitos de enaltecimiento del terrorismo, calumnias e injurias contra la Corona y calumnias e injurias contra las instituciones del Estado. En 2020, tras la apelación, le rebajaron la pena a nueve meses de prisión. El pasado 15 de febrero se “fortificó” en la universidad de Lleida, en plan doña Urraca en las almenas de Zamora, rodeado de algunos seguidores y de una inusitada atención mediática (al fin) para tratar de impedir, teatralmente, su encarcelamiento. No lo consiguió, como es lógico, y fue detenido por los Mossos d’Esquadra el martes 16. La Audiencia Nacional desestimó suspender su condena con un argumento contundente: “Con este historial delictivo resultaría absolutamente discriminador respecto de otros delincuentes, y también una grave excepción individual en la aplicación de la Ley, totalmente carente de justificación".
Ha habido, y hay, muchísimas personas de buena fe, que no comparten en absoluto ni la demagogia de Hasel ni muchísimo menos la altura lírica de sus obras literario-musicales, que se han manifestado contrarios al encarcelamiento de este sujeto por respeto a la libertad de expresión. Es algo que merece un debate sereno, aunque solo sea porque Hasel ha agredido a periodistas o ha pedido su asesinato cuando le ha parecido bien, lo cual no parece que tenga mucho que ver con la libertad de expresión.
Y ha habido, y sigue habiendo, altercados callejeros en varias ciudades; altercados perfectamente organizados, como los que vivió Barcelona en el otoño de 2019 tras la sentencia a los responsables del procès. De nuevo los antisistema toman las calles y, en nombre de la libertad de expresión, apedrean las sedes de los periódicos y agreden a los periodistas. Y todo lo que pillan.
Hay quien recuerda que el egocéntrico y demagógico Hasel no está en la cárcel como un mártir de esa libertad de expresión. Está en la cárcel por incumplir reiterada, consciente y deliberadamente la ley. Y en una democracia, cuando la gente incumple la ley sabe que debe arrostrar las consecuencias. Otra cosa es que esa ley no complazca a la mayoría de los ciudadanos, que esté anticuada u obsoleta. En ese caso, existen los mecanismos para cambiarla. Y se puede hacer si así lo deciden los representantes elegidos por los ciudadanos. Pero confundir la libertad de expresión con el cumplimiento de las leyes es un error. Y decidir que hay leyes que se cumplen y leyes que no, porque no nos gustan, es la destrucción de la democracia y la conversión de un Estado de derecho en la ley de la selva. O del fondo del mar. Que tanto da.
El camarón mantis
El camarón mantis (Gonodactylus smithii) es un crustáceo malacostráceo del orden de los estomatópodos que habita en el gran arrecife de coral de Australia. Dicho así impresiona mucho la cosa, pero no hay para tanto: el camarón es un bicho de diez centímetros de largo (en el mejor de los casos), que se pasa la vida correteando por el fondo del mar y que no tiene, si bien se mira, gran utilidad para nadie. No es inteligente. No llama la atención. No construye nidos maravillosos. A veces tiene colores llamativos, pero otras veces no. No es siquiera un animalejo sociable, como no sea con otros camarones de su misma especie.
Lo que sí tiene el camarón mantis es una mala leche terrorífica. Nadie sabe por qué: quizá sufrió de niño o quizá tiene celos de otros animales marinos más interesantes, pero parece tener un ego del tamaño de un cachalote. Y cuando tiene público cerca, o cuando alguien le hace algo de caso aunque sea para intentar comérselo, el camarón hace dos cosas.
La primera, aparentar que es mucho más grande y más peligroso de lo que es en realidad. Para ello se pone de pie sobre su cola, o sobre sus extremidades posteriores, y parece que se hincha, o al menos se crece, lo cual, en el fondo del mar, fascina a los animales tontos y hace sonreír a los listos, que ya se conocen el truco, las mentiras y el ego hipertrofiado del camarón. Pero este, que por fin se siente líder de algo, centro de la atención de los demás, saca entonces su peor carácter.
Dispone este crustáceo, a pesar de su reducido tamaño y de su escasa preparación, de un arma terrible: es capaz de propulsar sus pequeñas pinzas delanteras con una fuerza inimaginable en una mierdecilla de gamba grande como es, y puede golpear (él y sus congéneres, a los que atontolina con su presunción y su pavoneo) a quien se le ponga por delante, aunque sea de mucho mayor tamaño que él, y con resultados muy dolorosos. Los pulpos, que serían depredadores suyos naturales, procuran evitarlo, más que nada porque no hay quien le aguante. “Ya está el camarón mantis montando el número otra vez”, parece decirle un pulpo a otro cuando lo ven fardando e hinchándose como si valiera para algo. “Eso pasa por hacerle caso”, responde el otro pulpo; “si pasáramos todos de él y de sus chorradas, ni sabríamos que está ahí. Pero nunca falta público para un vanidoso, por más crustáceo que sea”.
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