Pablo Manuel Iglesias Turrión nació, siendo todavía muy niño, en Madrid, en octubre de 1978. Subrayar la juventud de Iglesias en el momento de su nacimiento no es una perogrullada ni una broma: quienes le conocen aseguran que este hombre siempre ha aparentado más edad de la que tenía, tanto física como intelectualmente, y es lógico suponer que el momento de su nacimiento fue una de las pocas ocasiones de su vida en que su edad biológica y su edad mental llegaron (aproximadamente) a coincidir.
Procedía Pablo Manuel de una familia de izquierdas desde varias generaciones atrás. Su madre, Elena, era abogada de Comisiones Obreras, y su padre, Francisco Javier, un inspector de Trabajo (y profesor de historia) que en tiempos remotos había pertenecido al FRAP. Andando el tiempo, y tampoco demasiado, Pablo Manuel seguiría los pasos de ambos y se dedicaría (inicialmente) al Derecho y a la docencia. Pasó su infancia en Soria. Estudió en los colegios públicos Infantes de Lara y Las Pedrizas. Era un niño muy listo que no estudiaba demasiado; un pequeño repipi juguetón que le daba al voleibol en el patio de cemento de Las Pedrizas… y que hablaba muy bien, quizá porque tuvo la gran fortuna de leer, a tan corta edad, las novelas de Salgari y de Verne. Se entusiasmaba cuando podía participar en programas de radio: eso traería consecuencias, como ahora veremos. Iglesias recuerda aquella época como un tiempo feliz. Por eso –dice– apenas ha vuelto por Soria: prefiere conservar los recuerdos como estaban.
La separación de sus padres, cuando él tenía trece años, hizo que Pablo Manuel conviviese con su madre en el barrio madrileño de Vallecas. Se inscribió en las Juventudes Comunistas (rama juvenil del PCE) a los catorce. Vivió muy orgulloso en aquella casa vallecana, que su madre heredó de su abuela, hasta que la desgracia, siempre imprevisible y traicionera, le obligó a mudarse a una cabaña oscura y húmeda que hay en Galapagar.
En la universidad fue un estudiante extraordinariamente brillante. Su currículo es conocido. Se licenció en Derecho y en Ciencias Políticas, ambas en la Complutense madrileña, y obtuvo el doctorado en su segunda carrera en 2008; pero hacía cinco años (desde que tenía 25) que daba clase de Geografía Política en esa Facultad. Además, anduvo de Erasmus en Bolonia (eso añadió el idioma italiano a su dominio del inglés y a su defensa siciliana con el francés) e hizo diversos másteres y cursos de distintas materias en instituciones académicas de Florencia (Italia), el Reino Unido, Suiza y EEUU. Su currículo completo tiene 23 páginas. Bien es verdad que entre párrafo y párrafo hay bastante separación, pero siguen siendo 23 páginas.
Aquellos pinitos o aficiones radiofónicas que mostró en su infancia se convirtieron en una pasión. Pablo Iglesias es un experto en comunicación, sobre todo audiovisual. Parece mentira que no pierda de vista, somo si tuviese muchos ojos, todas las fases del proceso creativo en ese campo, desde la producción al guion (“es el guionista de la mayor parte de los spots y vídeos electorales elaborados por Producciones CMI”, dice su currículo), a la presentación y hasta la locución, no faltaba más: ha hecho cursos de eso también. Y tiene, desde niño, unas dotes naturales de actor que su carrera política no ha hecho sino perfeccionar.
Iglesias también ha sido educado, desde niño, en lo que podría llamarse manual básico de comportamiento de los partidos de izquierda
Su carácter es cambiante. Es capaz de momentos de inmensa ternura y emotividad, como lo prueba aquel día en que se encontró, en la puerta de la cafetería de la Facultad de Políticas, a un tierno infante de carita angelical que parecía tener doce o trece años (tenía 19) y que comía trocitos de pan, pero antes los espolvoreaba con el azúcar de un sobrecito. “Por qué haces eso”, le preguntó Pablo Manuel. “Porque así parece un suizo”, respondió la criatura. “Claro”, diría años después Iglesias, “en ese momento me dieron ganas de adoptarle y, efectivamente, le adopté". Así conoció a Íñigo Errejón.
Pero Iglesias también ha sido educado, desde niño, en lo que podría llamarse manual básico de comportamiento de los partidos de izquierda. Es sabido que en los partidos conservadores se tiene como regla de oro injuriar a los grupos (y a las personas) izquierdistas y acusarles de indecibles atrocidades, tropelías e injusticias, siempre a gritos, sin que importe en absoluto que aquello de lo que se les acusa sea cierto o no, porque lo que importa no es lo que la gente sabe sino lo que la gente cree. Y en los partidos de izquierda suele considerarse ejemplar, digno de aplauso e imitación, traicionar con la mayor impavidez a los “compañeros” y apuñalarles por la espalda sin perder jamás, esto sobre todo, la sonrisa. Iglesias aprendió muy bien estas lecciones básicas desde antes de que le saliera la barba y las ha aplicado, sin la menor vacilación, en su carrera política.
Pablo Iglesias y los medios de comunicación
Esta empezó por lo que podría llamarse activismo periodístico. Iglesias, el de los mil ojos, empezó a hacer de hombre orquesta en un programa de televisión llamado La Tuerka, albergado en una pequeña televisión local de Madrid que casi siempre estuvo al borde de la inanición. Pero aquel chaval tan joven y que parecía tan mayor, que hablaba de corrido sin trabarse nunca y con un tono entre profesoral y asaltante de los cielos, llamó la atención de Antonio García Ferreras, de La Sexta. El encuentro entre ambos, que se produjo alrededor de 2011, fue semejante al de Aladino con el genio de la lámpara: a Iglesias le cambió la vida.
Empezó a aparecer, hablando o escribiendo, en muchos sitios: en Público, en Telecinco, hasta en El gato al agua de Intereconomía. En muchos medios más. Y, desde luego, también en La Sexta, con su mentor/creador. Demostró que se le daba bien argumentar, discutir, y que sus dotes de actor iban mejorando ostensiblemente. Empezó a hacerse un nombre público y a atraer sobre sí las iras más africanas de la extrema derecha, tanto política como mediática. Con esta última peleaba continuamente en el programa de Ferreras. Su atildado y trolero contrincante se hizo conocido, pero Iglesias logró serlo muchísimo más.
El fenómeno del 15-M (mayo de 2011) fue el golpe de viento que hizo cuajar un proyecto anterior, pensado para las elecciones europeas de 2014, de estudiado aire juvenil y rompedor: Podemos, nombre acuñado (cómo no) por el propio Iglesias, que se puso al frente desde el primer minuto. Era un grupo de jóvenes ilusionados e ilusionantes, varios de los cuales se conocían ya de la Facultad de Políticas. La sencillez de su mensaje, basado en consignas muy fáciles de digerir y en ideas de una asombrosa simplicidad (la “casta”, acabar con “los políticos y los banqueros”, “democracia real ya” y otras perlas cultivadas de la filosofía política más sesuda) caló rápidamente en muchos sectores de la sociedad, sobre todo entre los jóvenes. Aquellos chicos que iban detrás de Iglesias y que hablaban tan bien ilusionaron a mucha gente, nadie puede negarlo. La cara de Iglesias se convirtió en imagen electoral, porque la gente le conocía a él mucho más que a Podemos; no se ha caído del cartel desde entonces. Él y los suyos lograron cinco escaños en Bruselas. Pablo Manuel, como alguno de sus “compañeros de partido”, apareció como observador, contemplador o asesor en Venezuela, Bolivia, unas elecciones gallegas y otros casos parecidos. También fue el “hombre en Madrid” de la organización vasca (luego ilegalizada) Herrira, que pretendía la amnistía para los presos de ETA. Y también les decía a los independentistas catalanes lo que estos querían oír: muchos le consideraban uno de los suyos y contaban sus votos como si fuesen propios. Aquel chico que parecía tan mayor, que vestía con camisa a cuadros y que hablaba detrás de un estudiadísimo atril que parecía (solo parecía) confeccionado con cajas de madera de las que se usan para transportar las hortalizas en Mercamadrid, le caía bien a mucha gente.
Pero a otra no. Se les motejó inmediatamente (a Iglesias y a los suyos) de populistas. Era básicamente cierto, pero lo curioso es que el epíteto se lo lanzaban quienes tanto se esforzaban, día sí y día también, en comportarse como mucho más populistas que él. Iglesias, un maestro de la comunicación que ya había escrito un libro fundamental para entenderle (Maquiavelo y la gran pantalla), hizo que su movimiento se estructurase en un conjunto de grupos, corrientes o mareas más o menos regionales, error que acabaría pagando caro. Logró 44 escaños en las elecciones de 2015 y el Congreso se llenó de “pintas” que mantenían boquiabierto a Mariano Rajoy.
Lo demás es conocido por la corta memoria colectiva de los españoles. Iglesias se merendó a Izquierda Unida con todos sus partidos dentro, pequeños o diminutos porque grandes no los había ya. Podemos fue parte esencial en la moción de censura que acabó, casi por sorpresa, con el gobierno del PP en junio de 2018. El partido comenzó a padecer procesos judiciales, en algunos casos por financiación irregular, que rara vez acababan en algo concreto, pero que hacían muchísimo ruido y eso se notaba en los votos: las primeras elecciones de 2019 dieron a Podemos 42 escaños (venían de 71: el asalto a los cielos hubo de ser aplazado en el último minuto), pero las segundas dejaron a Iglesias con 35 diputados; ante la obvia posibilidad de que tanta paciencia, tanta estrategia y tanta pericia política se fuesen a freír espárragos en un santiamén, Iglesias y Pedro Sánchez formaron en apenas 48 horas el primer gobierno de coalición que vivía España en casi ochenta años. Y aquel chiquito que jugaba al voleibol en el colegio de Las Pedrizas se convirtió en el vicepresidente de un gobierno apoyado por los antiguos etarras y por los irredentistas catalanes. Un gobierno en el que Iglesias y “sus” ministros no dejan de manifestar públicamente su desprecio por el jefe del Estado. Un gobierno en el que todos se miran como si temiesen que el de al lado les robe la cartera al menor descuido.
Pero Iglesias es comunista, al fin y al cabo. Nunca lo ha ocultado. Y, desde la fundación de Podemos y su unción como secretario general en los dos cónclaves de Vistalegre (2014 y 2017), se ha comportado, desde el mando, como tal. Uno tras otro, sin prisa pero sin pausa, en acciones rápidas, se ha ido deshaciendo de los “compañeros de partido” que le arroparon desde el principio de esta aventura y que le auparon hasta donde está. Carolina Bescansa. Luis Alegre. Íñigo Errejón, el del pan con azúcar que un día fue “adoptado” con sus dulces prendas, por su mal halladas. Su antigua pareja, Tania González. Ángela Ballester. “Papá” Monedero. Nacho Álvarez. Gemma Ubasart. Cinco años después, el único que queda en pie es él, Pablo Manuel Iglesias. El proceso de fagocitosis no ha cesado hasta hoy, cuando Iglesias, el hiperactivo, el magnífico actor, malvive en su pobre y lóbrego chamizo de Galapagar, sin saber cuándo es de día ni cuándo las noches son.
Iglesias, que es cualquier cosa menos tonto, ya ha pasado por la amarga escena literaria (Sófocles, Shakespeare, Kafka, Nietzsche, Kierkegaard, Freud) de matar al padre: hace meses que se enfrentó con García Ferreras, que seguía llamando a Inda para su programa, en contra de los deseos del hoy vicepresidente. También ha visto ya con sus ojos el entierro de UPyD. Y está viendo la agonía de Ciudadanos. En ambos casos se trata de partidos nuevos que no han sobrevivido a la ausencia de su fundador. Quizá se lo esté preguntando: ¿Qué será de estos pobrecillos cuando yo muera de viejo y ya no tengan quien les guíe?
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