"Esa bala no solo atravesó a mi padre, también nos atravesó a mi madre y a mí". "Hemos estado solas y abandonadas por la sociedad". Las frases, duras y cortantes, resuenan con vigor entre un silencio respetuoso y casi obligatorio. Algunos de los presentes derraman gotas de emoción. Otros miran hacia abajo porque sienten el peso de la culpa por no haber sido conscientes de tanto dolor. Habla Maribel Lolo, hija de Jesús Lolo, un policía municipal de Portugalete al que un etarra descerrajó un disparo que lo condenó a una silla de ruedas y a un sinuoso periplo por diferentes hospitales hasta su fallecimiento en 2003.
"Yo tenía solo cuatro años cuando ocurrió". "El médico que salvó a mi padre estuvo amenazado por eso". "Un día vi en televisión a Josu Ternera paseando por el monte con su hijo; yo no he podido hacer lo mismo y el único monte que he conocido es el que veía desde los hospitales en los que estaba acompañando a mi padre". "Destrozaron mi familia, pero el odio no está en mi casa". "El caso de mi padre es uno de ese 40% de atentados de ETA que están sin resolver". "Pido memoria, dignidad y justicia".
ETA dejó al menos 2.597 heridos
El vivaz testimonio de Maribel es uno de los cuatro que se escuchaban esta semana durante un acto celebrado en Vitoria y organizado por el Memorial de Víctimas del Terrorismo. Son algunas voces olvidadas entre los más de 4.000 heridos en atentados terroristas que se han contabilizado en España. Del total, 2.597 resultaron heridos por atentados de ETA. Son cifras provisionales, porque muchas personas ni siquiera han comunicado su condición de afectados al Ministerio del Interior, por desconocimiento o porque ya es demasiado tarde. Otros, incluso, padecen secuelas psicológicas vinculadas con los atentados sin siquiera sospecharlo.
El libro Heridos y olvidados (La Esfera de los Libros), escrito por los periodistas María Jiménez y Javier Marrodán, aborda este fenómeno que va mucho más allá de las frías estadísticas. En conversación con Vozpópuli, Jiménez explica que decidieron escribir la obra por dos motivos: "la deuda moral e histórica que tiene la sociedad con las víctimas heridas en atentados terroristas" y "la reivindicación de las asociaciones de víctimas para que la atención pública se centre también en los heridos".
Por qué tanto olvido
"Entra dentro de la lógica que cuando un país sufre terrorismo la atención se centre primero en las personas fallecidas -expone la autora-, pero eso no nos ha dejado ver una realidad que afecta a centenares o miles de familias que han convivido con las secuelas desde el día del atentado, en algún caso con secuelas muy graves, como el caso de Maribel, cuyo padre fue asesinado a cámara lenta".
Jiménez recuerda que "la sociedad española reaccionó tarde para reconocer a las víctimas del terrorismo y cuando empieza a fijarse en ellas, tiene otras batallas que librar, como condenar los atentados o pedir el final de los asesinatos, de la violencia callejera, de la extorsión...". "De alguna manera eso nos pareció más urgente que atender a todas esas personas que estaban sufriendo en silencio y día a día desde el día del atentado".
Las secuelas psicológicas
¿Cuántos afectados por las acciones firmadas por esas tres siglas siniestras en los años 80 y 90 quedaron en el olvido? Por increíble que parezca, hasta 1999 no hubo una ley específica que incluyera a los heridos como víctimas del terrorismo. Por ello, las cifras antes mencionadas son solo estimatorias. Así, resulta imposible saber cuántos heridos existen realmente por los atentados de ETA.
Además de los problemas burocráticos para contabilizarlos, está la dificultad en encontrar (y en su caso demostrar) las secuelas psicológicas. "Hay casos en que personas que sufrieron una patología psicológica y no la relacionaban con el atentado -explica Jiménez-; en el libro se cuenta el caso de una víctima en el atentado de la cafetería Rolando. Durante muchos años sufrió ataques de pánico y no sabía por qué. El motivo era que se había quedado sepultada por los cascotes tras el derrumbe de la cafetería. Era una relación clara con la experiencia traumática que había sufrido, pero tardó muchos años en descubrirlo".
Los cuidadores
El caso anterior tenía un diagnóstico: estrés postraumático. Es lo mismo que padeció Enrique Barañano, ertzaina herido en el atentado que ETA perpetró con 100 kilos de explosivo contra la comisaría de la Ertzintza en Ondárroa (Vizcaya) en 2008. Este agente también narró su experiencia, con voz quebrada y honda emoción, en el acto organizado por el Memorial de Víctimas. "Dejé de ser persona, descubrí el orfidal, tenía miedo, estaba acabado". Pero volvió a ser el de antes, entre otras cosas porque "mi mujer aguantó lo que no se paga con dinero".
También el apoyo familiar fue decisivo para el capitán de Infantería del Ejército Juan José Aliste, que perdió las dos piernas en 1995 cuando ETA colocó una bomba en su coche. "Veinte segundos después de dejar a mi hija y sus amigas en el colegio, explotó el coche, pero yo pensé que había sido otra cosa". "A mis hijos les dijeron que estaba muerto". "Quien más sufre es la familia", concluye con una entereza que desata el aplauso de los presentes.
Los casos de Jesús -en la voz de su hija, Maribel-, Enrique o Juan José evidencian que las familias de los heridos también quedan afectadas para siempre. La coautora de Heridos y olvidados aclara que "los familiares no son heridos estadísticamente, no están incluidos en esas cifras oficiales". "La deuda moral que se tiene con los heridos se tiene que extender a sus cuidadores, a los que también les rompen la vida y tienen que reconstruirla con una situación mucho más dura, en circunstancias muy difíciles". Porque las balas y las bombas de ETA hirieron a más personas de las que estaban en su ominoso punto de mira.
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