Jorge Mario Bergoglio Sivori nació en Buenos Aires (barrio de Flores), Argentina, el 17 de diciembre de 1936. Es el mayor de los cinco hijos de una familia de inmigrantes italianos: su padre, Mario José, empleado del ferrocarril, procedía de Portocamaro, en el Piamonte italiano, y su familia emigró a América ante el avance del fascismo. Su madre, Regina María Sivori, nació en Buenos Aires, pero sus padres procedían también del Piamonte. Era una familia de clase media-media, sin angustias pero sin pretensiones tampoco. Católicos, eso sí.
El niño Jorge se educó primero en los salesianos y luego en la Escuela Secundaria Industrial Hipólito Irigoyen, donde se graduó como químico. Eran los tiempos de Perón y del rápido desarrollo de Argentina, convertida en próspera tierra de inmigración, después de la segunda guerra mundial, para los maltrechos europeos. Bergoglio tenía un buen puesto en el que se dedicaba al control de la higiene de los alimentos; era guapo, se le daba bien el tango y tuvo alguna noviecita; y, como no podía ser de otro modo, desarrolló una afición desmedida, ilimitada, calenturienta, por el fútbol, afición compartida antes y después por muchos millones de compatriotas suyos. En su caso, el objeto de sus pasiones fue (y sigue siendo hoy) el Club Atlético San Lorenzo de Almagro, del que es socio. En aquel tiempo aún no había nacido Maradona y para los argentinos solo existía un Dios: el de siempre, el tradicional, el de las iglesias. Era otra época.
Pero Jorge Mario nunca se planteó jugar en serio al fútbol, lo cual lo segrega de otros tantos millones de compatriotas suyos. De chico tuvo algún problema de salud y tuvieron que extirparle parte de un pulmón. Respira con normalidad, pero de ahí a meter goles en el Gasómetro (estadio del San Lorenzo) hay un mundo. Se dedicó a la química. Al principio.
Porque cuentan sus hagiógrafos (que ya los tiene, como todos los papas) que una tarde, caminando por la calle, vio una iglesia abierta y decidió entrar. El silencio. Un confesonario. Un cura que le habla, paternal. Y Jorge Mario, el joven y atractivo y prometedor químico, se siente allí mismo llamado por el Señor. Plantó a su noviecita. Se lo dijo a sus amigos, que se echaron las manos a la cabeza. Se lo dijo a su padre, que (es fama) echó las manos a la cabeza del muchacho, porque la idea no le gustaba nada. Pero la abuela Rosa, la persona más influyente de la familia, dijo que sí, así que el morochito Bergoglio entró en el seminario del barrio Villa Devoto. Iba a ser jesuita. Corría 1957 y el chico tenía 21 años.
Entiéndase bien esto. En aquel tiempo la Compañía de Jesús, dirigida por el belga Jean-Baptiste Janssens, era la vanguardia intelectual de la Iglesia católica, como había sido durante muchísimo tiempo, pero en un sentido claramente conservador. Faltaban aún unos pocos años para que Juan XXIII convocase el concilio Vaticano II, para que apareciese el español Pedro Arrupe como “general” de la Compañía ignaciana y para que todo cambiase. Los jesuitas, entonces, eran “muy de derechas”, por así decir.
Pero no Bergoglio. El joven novicio había metido los pies en el barro y había conocido muy de cerca (ya que no padecido) el hambre, la miseria, la terrible desigualdad social, la explotación de los niños y de las mujeres. Todo eso sublevaba a aquel alevín de cura flaco, obstinado, con un gran sentido del humor y con una empatía todavía mayor, pero de un carácter muy fuerte. El cura Bergoglio, el “padre Jorge” como se hizo llamar siempre (y como le gusta que le llamen incluso hoy), se doblaba pero no se rompía. Y muchas veces ni siquiera se doblaba.
Cantó misa el 13 de diciembre de 1969, a punto de cumplir los 33 años. Ya había dado clases de Literatura a los vástagos de la alta sociedad porteña. Ya había conocido a Borges. Ya había cursado tres años de Teología en el prestigioso Colegio Máximo, donde había estudiado con Juan Carlos Scannone, uno de los más interesantes “teólogos de la liberación” y de la “teología del pueblo”, que le influyó profundamente. Le enseñó, entre otras cosas, a no callarse.
Su carrera eclesiástica fue rápida. Había muchos curas y muchos jesuitas, pero pocos tenían el magnetismo personal y la energía del “padre Jorge”. Fue maestro de novicios tres años después de ordenarse. Y al año siguiente (1973) el padre Arrupe lo nombró nada menos que Provincial de todos los jesuitas argentinos.
Y entonces sobrevino la catástrofe. En 1976 los militares, con el general Videla al frente, dieron un golpe de Estado que derribó las ruinas podridas del post-peronismo. En los primeros momentos pareció que solo pretendían poner paz y limpiar el aparato del gobierno, corrupto hasta el delirio, pero en muy pocos días se vio que aquello iba a ser una carnicería, una dictadura de corte neofascista en la que nadie estaba a salvo. Tampoco los curas. Los jesuitas que dirigía Bergoglio, comprometidos todos con la ayuda, la defensa y la educación de los más pobres, fueron perseguidos, encarcelados, asesinados.
El “padre Jorge” sacó valor de donde quizá no lo había y se jugó literalmente la vida al visitar varias veces al siniestro almirante Massera, uno de los lobos más sanguinarios de aquella tiranía, para exigirle la liberación de “sus” jesuitas. En algunos casos lo consiguió, antes o después. Pero en otros no. Y esos fracasos, esas muertes, fueron después aprovechadas por oscuros periodistas para montar una campaña en la que se acusaba a Bergoglio de connivencia con la dictadura, lo cual era un disparate. Pero ese disparate echó raíces durante cierto tiempo en la sociedad argentina… y en la prensa amarilla de medio mundo.
Bergoglio, que había sido rector del Colegio Máximo de Buenos Aires, fue “exiliado” a la ciudad de Córdoba, donde hizo de cura raso entre 1990 y 1992, y donde hacía homilías asombrosas en las que utilizaba metáforas futbolísticas para explicar la soledad del hombre (su propia soledad, eso estaba claro) ante el “silencio” de Dios.
Pero lo sacó de allí el poderoso y enérgico arzobispo Antonio Quarracino, titular de la archidiócesis de Buenos Aires, que lo consagró como obispo auxiliar suyo en 1992. Cuando el buen Quarracino envejeció y murió, Bergoglio le sucedió como arzobispo titular de la capital argentina y primado de todo el clero católico de la nación. Fue en 1998. El conservador Juan Pablo II tardó tres años en crear cardenal a aquel tipo que viajaba en autobús, que paseaba por la calle con sus zapatos ortopédicos, que decía misa entre las chabolas y en las “villas miseria”, que denunciaba con una energía terrible la “esclavitud” que muchos niños y muchas mujeres vivían en la metrópolis porteña y que se sentía claramente más a gusto entre los pobres que en el palacio arzobispal. Su actitud no cambió en absoluto cuando, le pusieron en la cabeza la birreta y el capelo rojos. Siguió siendo el “padre Jorge”.
Ortodoxo en lo doctrinal (es inflexible con el aborto, por ejemplo) y muy comprometido con la justicia social, el cardenal Bergoglio impulsó la beatificación de curas argentinos asesinados por la dictadura, que cayó en 1983. Y no tuvo ningún problema en defender una ley de unión civil para las parejas homosexuales, donde el cardenal fue doblegado por sus hermanos obispos, que cerraron filas contra él. Presidió misas con prostitutas, visitó cárceles, lavó los pies en Jueves Santo a gente que habría espantado a otros prelados, vivía en un pequeño “depa” (apartamento) en vez de en el solemne palacio de los arzobispos, se hacía su propia comida, se pasaba la vida en los barrios marginales y… seguía siendo el “padre Jorge”. La impetuosa y suntuosa Cristina Fernández de Kirchner, presidenta de la nación, no lo podía ni ver.
Cuando murió Juan Pablo II, Bergoglio viajó al cónclave. Hoy se sabe que fue el protagonista de una “minoría de bloqueo”, que llegó a obtener 40 votos (necesitaba 77) y que, asqueado de las politiquerías vaticanas, pidió a sus votantes que apoyasen a Ratzinger. Así fue elegido Benedicto XVI.
Pontificado
Pero cuando el Papa alemán, incapaz de sobreponerse a los turbios manejos de la curia romana, abdicó en 2013 (la primera vez que eso sucedía en seis siglos), los cardenales, reunidos de nuevo en el cónclave, asistieron al ímpetu con que “grandes electores” como el brasileño Hummes o el cubano Ortega (entre muchos más) apoyaron la candidatura del cardenal de Buenos Aires. Este fue elegido en la quinta votación por una mayoría aplastante.
Las cosas empezaron a cambiar desde el minuto uno. Bergoglio salió al balcón de San Pedro con su sotana blanca, sin la tradicional muceta roja, después de soltarle al ceremoniero que “el carnaval ya había pasado”. El primer Papa jesuita de la historia se hizo llamar Francisco, como el santo medieval de los humildes y los pobres. Renunció de inmediato a los oros, las sedas y los diseños elegantísimos que caracterizaron a sus dos predecesores: llevó al pecho su crucecilla de plata de toda la vida, usa sus zapatos negros ortopédicos, se cala siempre la misma mitra (la que traía de Argentina, muy modestita) y no vive en los lujosos apartamentos pontificios sino en un hotelito cercano a San Pedro, la Casa de Santa Marta.
Dio un tremendo volantazo a los dos papados conservadores que le precedieron. Emprendió una reforma a fondo de la Curia, ese omnipotente laberinto que funciona solo y con el que ningún Papa ha podido nunca. Aún no ha terminado. Se negó a condenar a los homosexuales, más bien al revés. Clamó con una energía tremenda contra la hipocresía de Occidente ante la inmigración de las pateras y se fue a decir misa a la isla de Lampedusa, entre los náufragos y los refugiados. Hizo encíclicas sobre el medio ambiente, sobre la razón y la fe. Persiguió con una energía sin precedentes en cáncer de la pederastia en el clero, y así fulminó al cardenal Bernard Law, “refugiado” en Roma después de ser el responsable de la gigantesca red de curas pedófilos en Boston (EEUU). Mandó detener a los corruptos en el Vaticano. Habló de conseguir “una iglesia con olor a oveja”, lo cual despertó la indignación de muchas Eminencias Reverendísimas. Viajó a Irak, jugándose una vez más la vida, y a muchos países más. Hizo documentos pontificios sobre (contra) el blanqueo de dinero, fuente indispensable de financiación del Vaticano en los tiempos de Marcinkus, por ejemplo. Canonizó a Juan Pablo II, pero también al “rojo” y “olvidado” Pablo VI. Creó cardenales que más tarde destituyó e hizo detener por corruptos, como el italiano Becciu. Sus críticas a la pobreza y a la desigualdad social han sido incesantes.
En conclusión: abrió la Iglesia a una nueva primavera, eso es indiscutible (y ya veremos cuánto dura), pero también se ha convertido en el Papa más denostado en casi 200 años. Ningún pontífice del siglo XX tuvo una oposición pública tan clara, tan rotunda y tan feroz… desde dentro de la Iglesia. Los conservadores, como el tremendo cardenal Sarah (y no es el único ni mucho menos), diríase que rezan noche tras noche porque el Señor se lo lleve pronto consigo y la Iglesia vuelva “adonde siempre”, a ser una estructura de poder que huele incienso. Y no a oveja.
Pero el indomable Bergoglio se va haciendo mayor y está achacoso. Sigue teniendo la cabeza clara, pero ya no la energía de hace unos años. Ya sabe que no podrá renunciar, como hizo su predecesor (aún vivo) y como él dijo que le gustaría hacer. Y continúa siendo irreductible en algunos aspectos doctrinales: en los últimos días, ante el debate público sobre la eutanasia, ha reaccionado diciendo que “los viejos molestan” y que se pretende acabar con ellos, sin darse quizá cuenta de que se trata de evitar el sufrimiento a personas que padecen y que van a morir, y que es un acto de caridad y de humanidad aliviar su trance final con una muerte digna. Son reacciones de un pastor bondadoso que, enfrentado durante años a una maquinaria colosal (la curia), sabe ya que no va a poder sanearla y se siente cada vez más solo. Francisco, que ha viajado mucho, nunca volvió a pisar Argentina desde que lo eligieron Papa. Eso se nota siempre.
Pero, en realidad, la soledad es propia de todos los pastores. Va en el oficio.
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La oveja (ovis orientalis aries) es un mamífero cuadrúpedo, ungulado y artiodáctilo (tiene pezuña). Pero sobre todo es un mamífero doméstico. Tal y como lo conocemos hoy, es uno de los primeros animales domesticados por el hombre, junto con el perro y el primitivo onagro, y no existe como especie en libertad. Desciende de los ancestrales muflones salvajes de Europa y Asia, y es probable que la especie humana no se hubiese desarrollado como lo hizo sin la docilidad, la mansedumbre y la utilidad (carne, lana, leche) de la oveja.
Es uno de los más antiguos símbolos cristianos. El “cordero místico” es una de las imágenes primeras del Cristo, al tiempo que el Buen Pastor. Ambos se citan varias veces en los Evangelios. Uno de los atributos simbólicos del papa es el palio, que lleva sobre los hombros, y que está tejido con lana de oveja precisamente gracias a la antigua metáfora ovina: Cristo es a la vez el cordero y el pastor, mientras que la grey católica es el rebaño. Habitualmente manso. No siempre lo ha sido, como enseña la historia.
El problema lo tiene el pastor. El rebaño, para ser útil y próspero, necesita cuidados, vigilancia y protección. Hay pastores que han actuado con el rebaño como déspotas. Otros, como padres amorosos. Hay alguno, argentino (tierra de ovejas), que se empeña en que las ovejas participen, se comprometan, tomen la palabra y sean protagonistas de sus propios destinos. El resultado, dada la habitualmente corta duración de la vida de los pastores al frente del rebaño, es que las ovejas no saben bien qué hacer, a quién creer, a quién seguir, cómo actuar, si balar o guardar un respetuoso silencio. Porque las ovejas, que serán mansas pero en ningún caso tontas, se dan cuenta de las contradicciones que hay entre pastor y pastor, y su número va menguando, desde hace décadas, inexorablemente. Para entender mejor todo esto es muy recomendable la lectura de un libro excepcional: El catolicismo explicado a las ovejas, de Juan Eslava Galán, publicado por la editorial Planeta en 2009.
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