España

Pedro Campos y el acogedor nido de las cigüeñas

Lo único que hace es tratar de animar a un anciano de 85 años, inseguro y deprimido, que siente que todo el mundo le ha dado la espalda, con razón o sin ella

Pedro Campos Calvo-Sotelo nació en Cuntis (Pontevedra) el 6 de marzo de 1950. Es el quinto de los once hijos que tuvieron Marcial Campos Fariña, ingeniero y empresario, y su esposa Enriqueta Calvo-Sotelo Grondona. Esta fue la hija mayor de José Calvo-Sotelo, político español monárquico en la primera parte del siglo XX (su asesinato fue uno de los desencadenantes de la guerra civil), y también prima de Leopoldo Calvo-Sotelo y Bustelo, el más breve (y el menos recordado, injustamente) de los presidentes del Gobierno de nuestra democracia. Enriqueta falleció en 2022 a los 101 años.

La familia no tenía problemas económicos, a pesar de la legión de hijos, y la razón era que el padre se mataba a trabajar. El turismo, en los años 50, era apenas una quimera que daba miedo (la Iglesia se oponía, convencida de que con él vendría el pecado) y en los 60 comenzó a despegar, pero eso sucedió sobre todo en la costa mediterránea. Galicia era otra cosa. A pesar de eso Marcial Campos logró poner en pie, partiendo de unas antiquísimas “caldas” del tiempo de los romanos, las Termas de Cuntis, un balneario al que dedicó su vida y que hoy se ha convertido en el mayor y más prestigioso de toda Galicia. Ese fue el negocio familiar.

Pedro comenzó a estudiar Ingeniería, como su padre (Ingeniería naval, para ser exactos), pero sin éxito: aquello era mucho lío y mucha teoría. Lo que le tiraba era el mar. Salió guapazo, risueño, discreto, muy listo para los negocios (aprendió de su padre), trabajador, intuitivo y, quizá sea esto lo más llamativo, muy competitivo y espléndidamente dotado para el deporte. Le gustaba medirse con los demás, pero sobre todo le gustaba ganar. Aunque no era un tiburón que machaca a quien sea para subir al podio; era una buena persona, un tipo del que te podías fiar, que sabía guardar secretos y al que le gustaba la competición.

Era muy bueno esquiando; con el tiempo le dio por volar y hoy, a sus más de 70 años, practica el vuelo sin motor, como las cigüeñas, y tiene una avioneta que pilota con la correspondiente licencia. Pero lo suyo era, sin discusión, el mar. Lo de la vela le fascinaba. Cuando se subió a un barco por primera vez tenía tres años. Ganó su primer título nacional (categoría juvenil) en clase Snipe, con 18. Y su primer campeonato mundial llegó en Mónaco en 1976, cuando ganó en la clase Vaurien: un barco para dos tripulantes, diseñado en 1951, que ha dado innumerables regatistas de primerísimo nivel. Dicen los expertos que no hay escuela como un Vaurien para aprender a navegar. Lo curioso es que las velas del balandro que dio la victoria a Pedro Campos las había hecho él mismo.

Aquello de “Velas Campos” que comenzó “a mano” y en el comedor del balneario es hoy la velería más importante del mundo. Y un negocio que genera muchos millones de euros

Porque esa es otra. Este hombre ve crecer la hierba desde que era un crío. Casi era un adolescente cuando, con dos amigos, tuvo la ocurrencia de ponerse a fabricar las velas para su barco. El problema era que por entonces vivían en Madrid. Les dio igual. Sabían lo que necesitaban y se pusieron a cortar, tejer y coser de forma casi artesanal, o sin casi. Y en esto les hicieron un pedido del astillero Taylor, en Santander. Aquello ya no podía hacerse en el piso madrileño. La familia de Pedro les dejó instalarse con sus trebejos en el balneario, que por el invierno estaba vacío; en verano se trasladaban a un gimnasio. Aquello funcionó de tal manera que en los 80 fabricaban unas espléndidas velas para los buques escuela, luego les compró la empresa un grupo danés y por último fueron “fusionados” con la firma norteamericana North Sails. Aquello de “Velas Campos” que comenzó “a mano” y en el comedor del balneario es hoy la velería más importante del mundo. Y un negocio que genera muchos millones de euros.

El palmarés deportivo de Pedro Campos no lo tiene prácticamente nadie en el mundo. Era, y lo fue durante muchos años, el mejor. Tiene once Copas del Rey de vela, lo cual no es ninguna tontería como sabe muy bien cualquiera que haya pasado en verano por el Club Náutico de Palma de Mallorca. Ha ganado nueve campeonatos de España (en diversas clases) y 16 campeonatos del mundo, cinco de ellos consecutivos y dos en el mismo año, 1992: nadie más puede decir eso. Fue el primero en patronear un barco español en la tremenda Copa América, también en 1992. En 2003 ganó la regata off-shore en la Admiral’s Cup con el velero Bribón Telefónica Movistar. No le caben los premios  ni las condecoraciones en casa (citemos la medalla de oro al Mérito Deportivo, de 2002). Es el regatista español más laureado de todos los tiempos. Y el único, hasta donde se sabe, que ha tirado a un rey al agua.

Dicen los monárquicos ortodoxos de la escuela peñafiélica que un rey no debe tener amigos. Pero eso es humanamente imposible y Juan Carlos de Borbón tuvo siempre unos cuantos. Algunos eran trigo limpio; otros, quizá la mayoría, pues la verdad es que no

Dicen los monárquicos ortodoxos de la escuela peñafiélica que un rey no debe tener amigos. Pero eso es humanamente imposible y Juan Carlos de Borbón tuvo siempre unos cuantos. Algunos eran trigo limpio; otros, quizá la mayoría, pues la verdad es que no, porque al rey se acercaban los ambiciosos y los trepas con el ansia con que las polillas se lanzan hacia la lámpara. Y algunos rompían el cristal a cabezazos.

De entre los buenos, dos de los mejores amigos de Juan Carlos son Josep Cusí, armador barcelonés, y Pedro Campos. Fue el catalán quien presentó al gallego al rey. Eso fue en 1983, cuando los tres eran unos mozos y, después del golpe de Tejero y apenas comenzado el largo mandato socialista en el gobierno, la vida de Juan Carlos parecía entrar en una zona de aguas tranquilas. 

Al Rey le cayó bien aquel gallego habilísimo con el timón que se sabía de memoria La venganza de don Mendo, de Muñoz Seca; que se emocionaba con la peli Capitanes intrépidos (que ocurre casi entera en un barco) y, esto sobre todo, que sabía guardar un secreto, que se reía a boca llena, que no buscaba nada más que el afecto y la camaradería marinera y que no se metía ni en política ni donde no le llamaban. Campos está detrás de todos los Bribones que han existido, que pasan ya de la docena y media. Cinco veces ha ganado Juan Carlos, con ellos, la Copa del Rey de Vela que inventó Alfonso XIII hace más de un siglo. Es tradición que el patrón del barco ganador acabe en el agua, muerto de la risa. Y en una de aquellas competiciones, la de 1993, fue Pedro Campos quien empujó a Su Majestad Católica a la piscina. Unos pocos siglos atrás lo habrían decapitado por eso. En aquella ocasión, el chapuzón sirvió para sellar una amistad que ha resistido todas las tormentas.

Pedro Campos preside hoy el Club Náutico de Sanxenxo, uno de los mejores de España y por el que Juan Carlos tiene debilidad, más que nada porque allí al lado vive su amigo y, si acaso, porque nadie se mete con él. Ha ido varias veces, sobre todo desde que la abdicación lo convirtió en Rey Pretérito, adjetivo mucho más exacto que esa cursilada de “emérito”. Al principio se quedaba en una casa rural de las inmediaciones. Pero cuando visitó a Campos en el chalé de este, que no es precisamente el palacio de los zares, se sintió como en casa. Y eso era lo que él necesitaba. Con su amigo y con su familia (Cristina Franze, segunda mujer del deportista, y sus dos hijas) halló el nido cálido y hogareño que desde luego no tiene en los hotelazos de Abu Dabi.

Lo único que hace es tratar de animar a un anciano de 85 años, inseguro y deprimido, que siente que todo el mundo le ha dado la espalda, con razón o sin ella

Pedro Campos no se preocupa por las andanzas financieras del ex rey, ni por las canalladitas de Corinna, ni por los líos con Zarzuela. Lo único que hace es tratar de animar a un anciano de 85 años, inseguro y deprimido, que siente que todo el mundo le ha dado la espalda, con razón o sin ella. Por eso le animó a que volviese a navegar, aunque fuese “encajándole” (palabra de Juan Carlos) junto al timón de un velero grande, para que navegase sentado y sin moverse; lo consiguió en 2015. Por eso creó para él, en Sanxenxo, la regata Rey Juan Carlos. Por eso se empeñó en que volviese a competir y Juan Carlos, a los 81 años, volvió a ser campeón del mundo (agosto de 2019) en Finlandia. Y por eso lo acoge en su casa, donde el Pretérito logra, al menos durante unos días, algo semejante a la felicidad. O al menos a la dicha. O al cariño.

Esto no tiene nada que ver con la política, con la monarquía, con las responsabilidades históricas o morales o financieras, con la malvada Corinna, con el autoexilio en Abu Dabi ni con nada de todo eso. Se llama simplemente amistad. No todo el mundo la tiene durante toda su vida.

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La cigüeña blanca (ciconia ciconia) es una de las aves más características de la península ibérica, aunque se la puede ver en toda la Europa oriental, Turquía, grandes zonas de Asia y aún más grandes zonas de África, tanto en el litoral mediterráneo como en las regiones subsahariana y austral. Hasta en la India se las ve. Esto sucede porque, como es bien sabido, la cigüeña es un ave migratoria de grandes distancias. Pasa parte del invierno en el Sur y, cuando aflojan los fríos (por San Blas, dice el refrán; es en febrero), llega a su residencia de verano, donde cría.

De más está decir, porque lo sabemos todos, que es un ave muy grande, de las mayores que pueden volar. Muy grande e indiscutiblemente hermosa y elegante: plumaje blanco, alas negras y patas y pico rojos o anaranjados. A ver quién mejora ese diseño.

Hoy nos interesan sus nidos. Las cigüeñas nidificaron siempre “en altura”, en copas de árboles grandes y sólidos, riscos y sitios así. Fue en la baja Edad Media cuando se dieron cuenta de que las construcciones humanas, que eran cada vez más altas, resultaban perfectas para sus planes. De ahí, desde entonces, la convivencia armoniosa de las cigüeñas con la gente y la proliferación de nidos en torres, catedrales, campanarios, castillos, torreones, chimeneas en desuso y en mil sitios más.

Los nidos son, si bien se mira, sencillos. No tienen grandes lujos ni espectaculares alardes de ingeniería, como pasa, por ejemplo, con los tejedores, los pájaros moscones, los picamaderos o los tucanes. Eso sí, son grandes. Pueden llegar a pesar varios cientos de kilos y crecen cada año, porque las cigüeñas suelen volver al mismo nido, pero hay algo de lo que nos podemos fiar: cuando una pareja de cigüeñas comienza a construir su alojamiento en donde sea, ese sitio es seguro y sólido. Rarísima vez se caerá… a no ser que llegue el párroco y lo tire, malísima costumbre que ha contribuido mucho al descrédito de ciertos párrocos, porque la gente quiere a las cigüeñas. A los párrocos, pues eso ya depende, ¿verdad?

El nido de las cigüeñas es sencillo pero un prodigio de comodidad. Hecho con palos, ramas, hojas secas, plumas y plumones, parece mantener un microclima interior que garantiza la calidez, la comodidad y la sensación de seguridad, de acogimiento. Ni a las cigüeñas ni a sus pollos (cigoñinos se llaman) puede pasarles prácticamente nada malo en su nido. Y lo saben.

En estos tiempos de tribulación, abdicaciones y cambio climático, los hábitos migratorios de las cigüeñas están cambiando. Las hay que ya no se van, lo mismo que las gaviotas. Otras pasan la vida muertas de asco en los tórridos arenales de África u Oriente Medio, donde no les falta de nada pero se aburren como galápagos, y regresan el hogar que les espera (en Galicia, por ejemplo) ya no por San Blas sino en abril. Saben que allí estarán y lo pasarán bien, y trabajarán para que el nido que las acoge se haga más grande, más cómodo, más familiar. 

Viven muchos años, más de treinta, lo cual es mucho para un pájaro. Y para ellas, sobra decirlo, es muy importante su hermoso nido. Bueno, para cualquiera lo es, ¿no?

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