Este barcelonés, catalán y español por los cuatro costados, ha sido todo o casi todo en política. Quizás no haya sido más cosas no tanto por no desearlas, sino por intuir el tremendo aburrimiento que supone estar sentado al lado de según quién. Porque Alejo sabe muy bien lo que recomendaba Nietzsche a quien quisiera llegar a sabio: hay que meterse en algunas fauces peligrosas y más de uno ha sido devorado al intentarlo. Aunque no sea el peligro lo que arredre a este físico nuclear, que tengo por cierto no conoce más miedo que al bostezo orgánico propio de los partidos españoles y al ágrafo encaramado en alguna secretaría de organización.
Yo supe de él en su época como concejal en el ayuntamiento de Barcelona. Ignoro si lo sabe, pero había gente que competíamos para escuchar sus intervenciones desde el incomodísimo lugar que destinan para los invitados. Hago constar que yo por aquel entonces era del PSC, pero me fascinaba aquel gentleman siempre vestido como si acabase de salir de Saville Row. Su discurso era, como ahora, impecablemente sólido, intelectualmente brillante, ideológicamente imbatible y, digámoslo ya, teñido de un humor que a mí siempre me ha recordado a P. G. Woodehouse. Inocente en la forma pero con una tremenda carga de profundidad en el fondo. Alejo ha sido el único político capaz de poner nervioso a Jordi Pujol cuando el milhomes era todopoderoso e inatacable y las izquierdas de caviar y suquet balbuceaban como niños ante su mirada reprobadora. Alejo es lo más parecido que hemos tenido a un Tory clásico, una persona de asombrosa erudición que entra en el hemiciclo con un ejemplar de Hobbes en una mano y un estilete florentino en la otra. Humanamente es un privilegio escucharle hablar tanto en público como en privado con esa sabiduría, irónica y elegante, quizás teñida por una gota de epicúrea amargura. Porque aquí no se perdona al inteligente que ni plagia tesis, ni le escriben los discursos ni tiene la necesidad de decir lo que no piensa ni de fingir lo que no es. Alejo jamás ha disimulado, jamás se ha escondido, jamás ha compadreado con aquellos a los que se oponía con firmeza democrática. Esa educación glacial que sabe desplegar como nadie ha sido insoportable a todos los Tartufos que, por desgracia, han poblado y pueblan la vida pública. Las diferentes responsabilidades políticas que ha desempeñado han sido enormes y en todas ha dejado su sello inconfundible, el de un señor de 2 Barcelona. Debo reconocer que somos muchos los que, proviniendo de esa mal llamada izquierda, empezamos mirándolo de reojo y hemos acabado admirando al hombre y al político. Al hombre que, estando herido gravísimamente por un canalla criminal, tiene la presencia de ánimo y el coraje de decirle a quienes acuden a auxiliarlo que se aparten, que el asesino podría volver al comprobar que no ha rematado su abyecto encargo; al hombre, que estando todavía en el hospital, envió su artículo semanal puntualmente a este diario con la misma naturalidad y sencillez con la que un cerezo no cuenta sus cerezas; al hombre, que sabe comprender los errores pasados que un bobo como yo pudo cometer y, a pesar de ello, brindarle su cordial sonrisa y su enérgico apretón de manos. Y al político serio, capaz, pedagógico y, a la vez, divertido, sagaz y capaz de entregar su vida en aras de un bien mayor.
No es casualidad que intentasen acabar con su vida saliendo de Misa. Como no lo es que la salvara. Estoy convencido que hay un Ángel que protege a cada sabio porque son, junto con los niños, el material más preciado que tiene la humanidad. No me extrañaría que entre esos invisibles protectores hubiera una tremenda competitividad por serlo de Alejo. Pero, como creyente, rogaría con humildad que nos lo dejen muchos años entre nosotros. En política ya tenemos un superávit de gañanes, pero de Alejos sólo tenemos a este. Y nos hace muchísima falta.
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