José Plácido Domingo Embil nació en Madrid, en la calle de Ibiza (junto al parque del Retiro), el 21 de enero de 1941, en lo más duro de la posguerra española y en plena segunda guerra mundial. Es el mayor de los dos hijos que tuvieron Plácido Domingo Ferrer, zaragozano, y la guipuzcoana Pepita Embil Etxaniz, ambos conocidos cantantes de zarzuela. Pero la España de aquellos años no estaba para muchas romanzas y los dos artistas, en 1949, hicieron las maletas y se fueron a vivir con los niños a México, país que había acogido, bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas, a miles de refugiados españoles que huían de la muerte o de la cárcel que les aguardaba en la España franquista.
El niño Plácido demostró de inmediato un infrecuente talento para la música. Estudió brillantemente piano y dirección de orquesta en la Escuela Nacional de Artes y luego en el Conservatorio Nacional de Música. Niño muy inteligente, extravertido e hiperactivo, en su adolescencia fue tentado por dos poderosos demonios: el fútbol (llegó a pensar en hacerse futbolista profesional) y el sexo. El primer demonio fracasó, aunque a Domingo le quedó para siempre una gran afición por el balompié y un madridismo inextinguible. El segundo demonio no fracasó tanto: Plácido Domingo se casó por primera vez en 1957, a los dieciséis años, con la pianista mexicana Ana María Guerra. Rapidísimo fruto de aquel matrimonio fue el primer hijo del cantante, José Plácido Domingo Guerra. El matrimonio se divorció a los pocos meses.
Pero lo que al joven Plácido le gustaba más en la vida era cantar. De chaval le llamaban El Granado, por su pertinacia en martirizar a quien tuviese cerca cantándole la canción Granada, de Agustín Lara. Empezó haciendo cositas en coros con otros cantantes. Fue alumno del grandísimo director y compositor Igor Markevich. Pisó un escenario por primera vez, como cantante solista, en Guadalajara (México), en 1959, interpretando a “Pascual” en la zarzuela/ópera Marina, de Emilio Arrieta. Este personaje está escrito para un barítono o incluso para un bajo, que era la voz que Domingo creía tener entonces (con dieciocho abriles) y la que trabajaba. Pero aquel mismo año ya hizo su primer papel de tenor, el difícil “Alfredo Germont” de La Traviata de Verdi. Eso es prueba evidente de la enorme versatilidad (además de potencia) de su voz. Una voz que se basa en unas facultades físicas casi sobrehumanas y una resistencia que nadie más tenía. Domingo ha llegado a cantar en una función de ópera en Barcelona, a las seis o las siete de la tarde; luego se ha metido en un avión y ha llegado a tiempo para cantar hora y media en el Rockódromo de Madrid. Al aire libre. Y con la tuna. Y a grito pelao, feliz y entusiasmado. Eso no se le ocurre a nadie más que a él. Seguramente porque nadie más podría hacerlo.
Pero no adelantemos acontecimientos. Domingo, a los 21 años (a esa edad la voz de un cantante lírico se está haciendo todavía), se fue a Tel Aviv, a la Ópera Nacional de Israel. Estuvo allí dos años y cantó en 280 funciones. Eso fue algo así como “hacer la mili”, en términos musicales. En 1966, a los 25 años, cantó el protagonista de la ópera Don Rodrigo, del argentino Alberto Ginastera, en Nueva York. No hubo mayores consecuencias. Pero el estallido llegó al año siguiente, en Hamburgo, cuando Domingo cantó la Tosca de Puccini y el teatro se vino abajo por primera vez.
No sería la última ni mucho menos. Tratar de resumir aquí la trayectoria musical de Plácido Domingo es imposible. Es uno de los más grandes tenores de ópera de los últimos doscientos años. Nadie que hoy esté vivo ha interpretado más papeles distintos que él: pasan mucho de cien, y cualquier cantante (José Carreras, por ejemplo) sabe que eso es peligrosísimo porque te destroza la voz. Eso le pasa a cualquiera, pero no a Domingo. Ha sido, con toda probabilidad, el mejor Otello (Verdi) de la historia, un papel escrito para un tenor dramático, y a la vez un inmenso “Pollione” en la Norma de Bellini, que necesita un tenor lírico o lírico-ligero: son papeles casi contradictorios entre sí. Ha cantado los terribles nueve Do de pecho de L’elisir d’amore de Donizetti. Y prácticamente todo Verdi. Y Haendel. Y Mozart, y Gounod, y Puccini, y Beethoven, y el Figaro de Rossini. Y hasta Wagner, que exige un tipo de tenor específico: el heldentenor. No se le resiste nada. Ha sido el mejor “Canio” de I Pagliacci desde Enrico Caruso, tanto por voz como por su interpretación: no hay cantante con sus capacidades actorales. Ha sido un dios.
Un dios que recibió una hora y 21 minutos de aplausos (récord mundial absoluto) en la Ópera Estatal de Viena después de un Otello imposible de olvidar. Un dios que ha levantado al público de la silla en todos los teatros importantes del mundo: 21 veces ha abierto la temporada en el MET neoyorquino. Un dios de una extraordinaria generosidad personal: cuando al Coro Universitario de Oviedo (marzo de 1980) le faltaban 2.000 dólares para grabar un disco en la catedral de San Patricio, de Nueva York, Plácido, que estaba en la ciudad y se enteró, no solo puso el dinero que faltaba sino que consiguió entradas para todo el coro (72 personas) para el estreno de Manon Lescaut, de Puccini, en el Metropolitan Opera House. Mucha gente habría matado por una de aquellas entradas. Es un detalle mínimo comparado con sus incontables obras solidarias, sus conciertos benéficos, su trabajo para promocionar nuevas voces (el certamen Operalia, por ejemplo, que él creó) o su respuesta ante tragedias como el terremoto que asoló México DF en 1985: donó a las víctimas sus ganancias de todo un año.
Un dios al que encantan las telenovelas (llegó a grabar la música de una). Un dios que, con otros dos dioses (Carreras y Luciano Pavarotti, con Zubin Mehta en la batuta), puso en pie aquella espectacular locura de Los tres tenores, que acercó el mundo de la ópera al gran público de todo el planeta como nadie lo había hecho antes. Un dios que ha grabado más de un centenar de discos de los más variados géneros, no solo ópera y zarzuela: rancheras, boleros, música religiosa, italiana, española, lo que le echasen. Un dios que ha ganado dos premios Emmy y siete Grammys. Un dios que es doctor honoris causa por catorce universidades de todo el mundo. Un dios que, cuando su voz de tenor empezaba ya a flaquear (o quizá fue tan solo que le apeteció hacerlo) regresó a su tesitura de barítono: el único cantante del mundo que ha hecho en escena el tenor de Rigoletto (Verdi) y, años más tarde, el personaje del jorobado, barítono. Un dios que, en los últimas décadas, se subió al podio y demostró ser un excelente director de orquesta, tanto en la Ópera de Los Angeles como en la de Washington (fue director de ambas), además de dar incontables conciertos en todo el mundo.
Y un dios al que nunca dejaron de gustarle febrilmente las mujeres. Marta Ornelas, su segunda esposa (se casaron en 1962), nunca le ha abandonado, pero lo de Domingo lo sabía todo el mundo. “Cómo le dices que no a un dios”, se justificaba una de las nueve mujeres (ocho cantantes y una bailarina) que, en el verano de 2019, denunciaron a Domingo por acoso sexual, a lo largo de muchos años. Un mes después se sumaron once mujeres más. Ya había salido a la luz, con toda su fuerza, el movimiento Me too.
Domingo, sorprendido, dijo que aquello había sido pura galantería, que los parámetros de la seducción habían cambiado y que jamás mantuvo con nadie una relación que no fuese consentida. Sí. Muy bien. Lo que pasa es que no es cierto. Muchas cantantes jóvenes se sometieron a los caprichos del dios no ya en la confianza de impulsar sus carreras, sino bajo la amenaza de que, si no lo hacían, sus carreras musicales dejarían de existir. Eso no es galantería, eso es acoso y chantaje puro y duro. Es cierto que muchas cantantes más se pusieron de parte del tenor, pero este acabó admitiendo los hechos que todo el mundo conocía (los técnicos, iluminadores y cantantes varones ayudaban a las jóvenes a escapar de Domingo) y pidió perdón por el daño que hubiese podido causar a sus incontables y, desde luego, no siempre voluntarias “compañeras de aventuras”. La carrera musical de Domingo quedó seriamente dañada: se multiplicaron las cancelaciones de contratos, aunque es cierto que muchos teatros se pusieron de su parte.
Pero hay cosas que son ciertas (lo fueron siempre) y otras que no está nada claro que lo sean. En los últimos días, un grupo de sinvergüenzas que formaban en Argentina algo parecido a una secta que se dedicaba a la prostitución, han tratado de implicar a Plácido Domingo en sus manejos. Lo único que se ha probado hasta ahora es que el artista les conocía (“eran músicos y yo pensé que eran amigos”, ha dicho), pero no que él participase en aquellas lobregueces que nada tienen que ver con su forma de proceder, con su “galantería” ni con su edad: tiene ya 81 años. A pesar de eso, ya ha habido algunas cancelaciones de conciertos y ciertas personas que han dado por buenos los que no parecen ser más que infundios de unos culpables que tratan de esconderse tras el nombre de un famoso “con antecedentes”.
Malos tiempos para el dios de la ópera, ya al final de su carrera. Malos tiempos para los dioses en general.
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La yubarta o ballena jorobada (Megaptera novaeangliae) es un cetáceo misticeto de la familia de los balenoptéridos o rorcuales. Es una de las ballenas más grandes del mundo, con permiso de la ballena azul: la yubarta puede alcanzar los 20 metros y las 36 toneladas de peso. Aparte del ser humano, que estuvo a punto de provocar su extinción, sus únicos depredadores naturales son otras ballenas, como las orcas; esto es absolutamente corriente en el mundo de la música.
Quiere esto decir que la majestuosa yubarta es algo así como un dios de los mares. Puede vérsela en todos, tanto fríos como calientes. Hoy, a pesar de todas las persecuciones y gracias (en buena medida) a la moratoria de caza que se estableció en 1966, hay en el mundo unos 90.000 ejemplares.
Aparte de su tamaño, de su elegancia, de su poderío, de su enorme inteligencia y de su abnegación (se han documentado casos de ballenas que han salvado a seres humanos del ataque de tiburones), dos son las características más singulares de la yubarta. Una es su canto. Es maravilloso. Se han llegado a grabar discos con él. Llamamos “canto” de las yubartas a los períodos de vocalización, complejísimos, que pueden durar hasta veinte minutos, y que solo emiten los machos. Su tesitura vocal es asombrosa: emiten sonidos de tenor ligero tanto como de bajo profundo, no tienen problemas con eso. Y pueden cantar, si es necesario, interminablemente, a veces durante un día entero. Con o sin la tuna, eso da igual.
¿Y para qué cantan? Pues eso no está del todo claro. Hay quien asegura que se trata de mecanismos de ecolocalización. Puede ser. Otros dicen que el canto de las yubartas es pura comunicación entre ellas, con un lenguaje muy complejo (Verdi, Puccini, Richard Strauss, quizá Wagner). También puede ser.
Pero la mayoría de los biólogos marinos piensa que el canto de las yubartas tiene que ver con la seducción de las hembras. Porque esa es la segunda característica fundamental de las yubartas: el sexo, dirigido a la reproducción (aunque no siempre, ¿eh?), es fundamental en sus vidas. En las épocas y zonas de apareamiento (verano en Costa Rica, por ejemplo), los conciertos de las yubartas son asombrosos… y las trifulcas entre machos también, organizan unos combates que ríanse ustedes de la batalla de Midway.
Y las hembras, silenciosas, temerosas, pensarán: “Pero ¿cómo le digo yo a este que no, con lo grande que es?”.
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