Las declaraciones de los testigos en el juicio del procés siguen un ritual parecido al de una plaza de toros. Se anuncia el nombre del próximo en salir y hasta el último rincón del imponente Convento de Las Salesas se sume en un silencio profundo durante unos segundos en los que todos miran a una puerta. Es un mutismo que iguala a jueces, acusados y público, ya sea con lazo amarillo en la solapa o bandera de España en el reloj. Es también de los pocos momentos de sosiego en la sala de prensa contigua con su particular tendido 7, especialmente ruidoso en una de las esquinas.
La liturgia dura concretamente lo que tarda el funcionario en abrir el portón de toriles en uno de los fondos de la sala de vistas hasta que entra el bicho mirando a todas partes sin saber bien dónde acudir. El silencio entonces se transforma en un murmullo dónde se comentan las hechuras del testigo. El paso de las semanas ya ofrece al ojo entrenado algunas claves. Si se vuelve contra la puerta por la que acaba de entrar, manso. Si viene con papeles y paso firme, bravo. Algunos lucen ganadería con renombre y decepcionan. O al revés y sorprenden.
Luego los hay que vienen con camisetas con mensaje y más vocación de espontáneo que de participar de la fiesta. Y claro, alguna vez el presidente de la plaza, Manuel Marchena, se enfada y advierte con devolverlos a toriles. Como en Las Ventas, el del Tribunal Supremo es un público más torista que torerista y basta ver los alrededores de la plaza los días que el cartel anuncia ganadería de relumbrón. La fila de cámaras se agolpa ante la puerta y los policías vuelven a pedir el carnet en la entrada incluso a los que tienen el abono de temporada.
Marchena no es Sobera
La quinta semana de feria discurría entre facturas fantasma, titulares sin gancho y faenas insulsas que al terminar dejaban la duda de quién había toreado a quién. Así hasta el último día de sesión cuando se anunció el nombre del último testigo y el edificio se estremeció de nuevo. Antes de empezar a declarar, en una mesita como del florido pensil, los testigos se presentan a sí mismos con nombre, apellidos, edad y estado civil. Parecería una cita de First Dates si lo que estuviese en juego no fuesen hasta 25 años de cárcel por rebelión en lugar de una segunda cena con Sobera de anfitrión.
“José Luis Trapero Álvarez, 53 años, casado”. La introducción puso fin al runrún y dio paso desde el principio al tecleteo histérico de los cronistas. El exjefe de los Mossos compareció con la barba afeitada, no así los cuernos, que usó para embestir a diestro y siniestro, principalmente contra sus exjefes políticos de la Generalitat. Entró a todos los trapos, incluida la argucia del fiscal cuando se saltó el aviso del presidente y le preguntó por la reunión con Puigdemont del día 28.
El representante del ministerio público Javier Zaragoza lo intentó por derecha e izquierda luego de una decepcionante actuación del abogado de Vox, que ya ha demostrado que a la hora de la verdad no es de los que se arrima. Pero fue el propio Marchena quien se reservó los mejores pases con su pregunta final. Fueron cuatro horas de requiebros y titulares tribuneros. Al finalizar, la sala de prensa donde conviven con natural camaradería diversas procedencias y líneas editoriales, se fundió en cerrada ovación en respuesta a un capítulo más propio de Netflix que del tedioso procesalismo del alto tribunal.
La Fiesta de los toros es uno de los pocos espectáculos en los que la reacción del público tiene una incidencia directa sobre el desenlace. La diferencia es que en el Supremo, de momento, no hay indultos y será solo el tribunal el que decida si saca el pañuelo tras pasar las declaraciones de unos y otros por filtro de la prueba.
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