“Los líderes no deberían considerar sus partidos (como) meros instrumentos para vehicular sus ambiciones”. (Archie Brown, El mito del líder fuerte. Liderazgo político en la Edad Moderna, 2018, p. 498)
Hace unos días escuché en una entrevista radiofónica a la ministra Nadia Calviño. Se trata, sin duda, de una de las personas más solventes del actual Gobierno. La ministra objetaba a los líderes de la derecha la carencia de algunas de las virtudes clásicas que deben adornar a todo buen político. Entre ellas citaba la falta de templanza y de moderación (con tendencia marcada a la hipérbole política, así como a incrementar irresponsablemente la tensión ambiental), cuando lo propio de la buena política, según su criterio, era negociar, ceder y llegar a acuerdos. Estábamos, entonces, en plena tormenta del relator. Pero eso, ahora, es tiempo pasado.
La reflexión en voz alta de Nadia Calviño me da pie a traer a colación una idea que caracteriza nuestra actual clase política. Tenemos, en su mayor parte, unos líderes ayunos de ciertas cualidades. Principalmente, porque su forma de hacer política se ha ido alejando de las virtudes del buen estadista. En cualquier caso, para un análisis del problema no basta solo con mirar “a la derecha”, es necesario hacerlo a todo el escenario, pues hay rasgos de epidemia.
Objetivamente, sin embargo, debería ser lo contrario. Si detenemos la atención sobre los cuatro líderes de las principales formaciones políticas presentes hoy en día en el Parlamento, se advierte de inmediato que se trata de personas relativamente jóvenes, con titulaciones universitarias (lo cual no es decir mucho), algunas con doctorados o másteres (sobre esto, mejor no profundizar), que manejan con mayor o menor soltura el inglés, y, por tanto, potencialmente preparadas para hacer política de otro modo. Y, en cambio, están haciendo política a la vieja usanza. Peor aún, han mostrado reiteradamente su incapacidad absoluta de hacer política transversal ni de pactar nada. Unos y otros viven permanentemente enfrentados y encerrados en sus respectivos e incomunicados bloques ideológicos. Hacen buena la política schmittiana de amigo/enemigo.
¿A qué se puede deber esa forma tan peregrina y pobre de hacer política? Causas puede haber muchas. Resumiré algunas, centrándome en el tipo y cualidades del liderazgo que ejercen tales personas. Antes, una cuestión previa. A todos ellos, aparte de ser varones, les une otra cosa: su vida profesional anterior al acceso a la política es mínima o inexistente. Realmente -como dijera Weber- viven para la política, pero sobre todo de la política. Y esto es determinante.
A los Sánchez, Casado, Rivera e Iglesias les une una cosa: su vida profesional anterior al acceso a la política es mínima o inexistente
Quien ostenta ahora la presidencia del Gobierno siempre ha sido un líder discutido en su propio partido. En “su regreso”, fue apoyado, ciertamente, por una mayoría de los militantes socialistas. Pero aún lleva escaso tiempo dirigiendo al partido, tarea preterida por la dirección del Gobierno. Su guardia pretoriana es corta y plagada de carencias importantes, como se está viendo continuamente. Y su perfil de líder (propio de un liderazgo mutante) ha pasado por varias etapas, encontrándose ahora en una fase que ha conducido a crearle una imagen (nada beneficiosa, por cierto) de líder narciso, exagerándose mediante la comunicación unas pretendidas cualidades que no acredita o están fuera de lugar (“escribir” un libro). Su ambición, según señalaba ácidamente el periodista Miguel Ángel Aguilar, es desmedida, y el partido hasta hoy no es sino un instrumento para saciarla. Accedió al gobierno por la legítima puerta de atrás de una moción de censura (“destructiva, más que constructiva”), gobernando a partir de entonces –como diría Schumpeter- “sobre una pirámide de bolas de billar” (en minoría absoluta y con equilibrios casi imposibles). Su capacidad comunicativa muestra algunas limitaciones: no transmite credibilidad excesiva en sus discursos, a pesar de los esfuerzos de sus asesores. La naturalidad no es su fuerte. Tiene a su favor que los liderazgos alternativos en el partido son, hoy por hoy, inexistentes. No se ve sustituto. La virtud menos transitada por su parte es la prudencia (a la que Adam Smith denominaba “fuente y principio de todas las virtudes”). Tampoco anda muy sobrado de magnanimidad, menos con sus detractores internos o externos. Algo que destacó siempre a los grandes estadistas (por ejemplo, a Lincoln).
Por su parte, los otros tres líderes parlamentarios tampoco mejoran ese perfil. Veamos.
Casado, Iglesias y Rivera: muchas debilidades y apenas fortalezas
El actual líder del PP está aún en formación, muy hipotecado, en sus primeros pasos, por el ideario aznarista (liderazgo retrospectivo). Se mueve cada vez más (al menos, en sus encendidos discursos) hacia posiciones muy conservadoras. Tensa, polariza y exagera. La templanza no es, precisamente, su virtud. La transversalidad para él no existe. Hasta ahora solo ha mostrado cintura política para construir sus propios intereses y con los más próximos ideológicamente. De verbo fluido, pero cargado de mensajes destinados a halagar el oído de los convencidos. Está construyendo su “estado mayor”, con su eficiente escudero, pero está lejos de haber cerrado las heridas internas. El uso de epítetos gruesos es su aparente fortaleza, también su máxima debilidad. Es líder de un partido desorientado que sufre una sangría de votantes desde su caída del poder (las encuestas le son muy sombrías). Emparedado entre C’s y Vox, el terreno de juego se le achica. Líder hiperactivo e hiperbólico, que todo lo acelera desde su irrupción política. Carece de serenidad y de sosiego, atributos del buen estadista. Fuera de su círculo de allegados y de la franja del partido que le apoyó, no parece despertar gran fervor, tampoco en el electorado duro o en el centro-derecha, pues en ambos casos preferirán siempre los originales a la copia. Ha tenido suerte accidental con la lotería andaluza, tras un sonado fracaso electoral (aunque algo menor que el del primer partido del territorio, pero fracaso). No es un líder confirmado. Se la juega en las próximas contiendas electorales.
El líder de la formación morada está, tal vez, en su peor momento. A pesar de la mano de hierro que ha aplicado a la organización, el joven partido hace aguas por innumerables frentes. Tras tanta confluencia, el río se ha desbordado. Su liderazgo pretendía ser fuerte y compacto, pero su equipo de fieles se ha ido reduciendo a las paredes familiares y aledaños. Ofrece ahora la imagen de líder en declive y desgastado prematuramente. La peor que se puede dar. Su presencia pública, ahora menor, resulta cansina. Aunque, en política, los entierros pueden resultar prematuros. Las fugas, expulsiones o salidas colaterales han dañado la organización, así como también ha causado perjuicios irreparables su conversión acelerada en pura casta, después de tanto denostar a quienes vivían de la política en el régimen del 78. Su punto fuerte es que el populismo de izquierdas no parece retroceder totalmente, aunque su espacio electoral sea menguante (emerge con fuerza, tras las elecciones andaluzas, un populismo nacionalista al otro extremo del arco ideológico, que ha venido para quedarse). El punto débil de su liderazgo reside en el exacerbado dogmatismo ideológico y en su concepción de la política como frente irreconciliable con el “enemigo” (la transversalidad tampoco existe para él), que ha terminado también por contaminar a la actual cúpula dirigente del PSOE. Desunido el partido, poco o nada podrá llevar a cabo de su sueño adolescente de asalto al poder. Manual de supervivencia.
Otra nota común a los cuatro ‘tenores’: ejercen un control absoluto de sus partidos, no dejando que la discrepancia se manifieste o ahogándola con rapidez
El líder con más años en esa condición, a pesar de su moderada edad, es el de Ciudadanos. Inicialmente crecido como político en el escenario catalán, su salto e instalación en la política española vino facilitado por el enredo independentista y también asentado por un más que evidente agotamiento de los partidos tradicionales y los innumerables casos de corrupción. Sin embargo, todavía no ha roto su techo de cristal y lidera una (aún modesta) fuerza política que sirve vicarialmente siempre a otra. Además, aunque el control de su partido es férreo (las escasas disonancias se laminan de raíz), es un líder descentrado (cambios de camiseta ideológica y de discurso, corrimiento hacia posiciones de derecha nacional y abandono total del centro-izquierda). Locuaz y de verbo también fácil, siempre acelerado, carente asimismo de sosiego y serenidad, resulta últimamente muy reiterativo y cansino en sus mensajes, poco frescos y nada innovadores. Se ha mostrado incapaz de ocupar de verdad el centro político y de comprender cabalmente el pluralismo territorial, lo que le puede conducir a ser confundido (como ya lo es por algunos rivales políticos) con la derecha más rancia o, caso de no templar su discurso, llevarle al aislamiento o hacia la insignificancia política en determinadas zonas de España. Sus pésimas relaciones con el actual presidente del Gobierno le conducen inexorablemente a vivir abrazado a unos osos políticos (PP + Vox) que pueden terminar por devorarlo. En Europa observan sus pactos engañabobos y él se siente observado. Poca broma.
Además, estos cuatro liderazgos citados presentan otra nota común: pretenden ejercer un control absoluto de sus respectivos partidos, no dejando que la discrepancia se manifieste o ahogándola con rapidez. Y ello es un síntoma preocupante de que, como también advirtió Archie Brown, allí hay un liderazgo equivocado: “una concentración de poder demasiado elevada en manos del líder del partido debilita la vida interna de este”. En efecto, el líder que no trabaja con el partido sino que se prevale del partido para reforzar su propia imagen, no ejerce un buen liderazgo.
Aunque sea duro decirlo, la mediocridad o la carencia de cualidades necesarias para su ejercicio es lo que mejor define a esos liderazgos. No está teniendo suerte España con sus líderes ahora que son tantos (y algún otro que viene), al menos con los más recientes, aunque el problema se arrastra desde hace tiempo. La política no parece llamar al talento ni éste aproximarse a aquella. La soberbia, el aventurerismo, la indolencia, la mediocridad o el sectarismo no son atributos para ejercer el liderazgo político. Y en esas estamos.
Escasez del liderazgo femenino
Al margen de algunos líderes territoriales o locales, ciertamente pocos (muchos menos de los que ellos mismos quieren creer), no proliferan los buenos liderazgos. Los liderazgos políticos femeninos (por lo común, más persuasivos y menos autoritarios, aunque de todo ha habido) son aún muy escasos. En todo caso, hacer política exige unas cualidades que no abundan ni se enseñan en los estudios académicos. La sabiduría práctica del buen estadista es un atributo infrecuente, pues –como señalara Isaiah Berlin- mal que nos pese la ineptitud política no es algo anecdótico. Sea cual fuere el problema de fondo, lo que parece cierto es que el viento o vendaval actual de la volatilidad política (Daniel Innerarity) también terminará azotando, más temprano que tarde, a esos liderazgos de pies de barro.
La soberbia, el aventurerismo, la indolencia, la mediocridad o el sectarismo no son atributos para ejercer el liderazgo político. Y en esas estamos
Y tal vez ello no sea malo en sí mismo, aunque nos acarree una percepción de mayor inestabilidad. Probando o rotando, tal vez la suerte nos acompañe y terminen apareciendo en escena algunas figuras que, con fuerte sentido de Estado (personas con “la mejor cabeza unida al mejor corazón”, que decía Adam Smith en su Teoría de los sentimientos morales), se ocupen en verdad de resolver los enormes nudos siempre pendientes de la política española y olviden (o, al menos, aparquen inteligentemente) sus desmedidas ambiciones, filias y fobias, así como el doctrinarismo inamovible y sectario (cuando no fanático) que nos invade. Y, en fin, que apuesten decididamente por trenzar transversalmente los inaplazables acuerdos que requiere el país.
No cabe duda que, en el momento actual, necesitamos (y no tenemos) liderazgos contextuales de los que hablara Joseph S. Nye Jr. (Las cualidades del líder, Paidós, 2011), esto es, personas que dispongan de inteligencia contextual, sepan leer adecuadamente la situación y estén dotadas de los atributos básicos (que el autor citado resume en doce) con el fin de impulsar y cerrar las transformaciones necesarias para hacer frente a los inaplazables retos de futuro escritos en la agenda política española. Mientras tales personas emergen, seguiremos esperando sumidos en esta política de chapapote que todo lo anega; también los liderazgos.
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