Quien quisiera ver a Alfredo Pérez Rubalcaba en los últimos años tenía que visitar la facultar de Químicas de la Universidad Complutense. Allí, entre sus clases y un modesto despacho, se refugiaba de los focos este hombre de poder que lo fue casi todo en la política española durante tres décadas. Durante este tiempo, tres fueron sus principales pasiones: el PSOE, el grupo Prisa y el Poder, escrito con mayúsculas, porque siempre tejió operaciones en la sombra, donde se movía como nadie.
Rubalcaba es uno de esos hombres que acapara cargos por doquier. Ministro de Educación y portavoz del Gobierno con Felipe González, su amigo íntimo; ministro del Interior y vicepresidente del Ejecutivo con José Luis Rodríguez Zapatero, con el que pasó del odio al amor con rapidez inusitada; y secretario general del PSOE tras vencer a Carme Chacón y antes de la llegada al trono socialista de Pedro Sánchez.
La retirada de 2014 y un último servicio
Supo retirarse a tiempo de la primera línea, tras el descalabro electoral de 2014, y volvió a esa facultad donde había empezado su vida académica y donde era feliz según confesión propia. Pero, como buen adicto a la política, no se fue del todo, porque en estos años tomó otra vez parte en más de un conciliábulo de socialistas y porque fichó por el consejo editorial de su amado grupo mediático.
Era eso que tópicamente suele denominarse como hombre de Estado. Creía en él y su penúltimo servicio al mismo (o a sus élites, mejor dicho) fue colaborar con el PP y la Casa del Rey en la preparación de la abdicación de Juan Carlos I y la proclamación de Felipe VI. Al moverse siempre en los engranajes del poder, como negociador implacable, era custodio de mil y un secretos. Unas memorias suyas, que ya no llegarán, hubieran valido su peso en oro.
De felipista a zapaterista, pero siempre rubalcabista
Rubalcaba era uno de esos jóvenes afines a Felipe González que llegaron al poder en 1982. Desde entonces, fuera en el Ejecutivo de turno o en la oposición, este tahúr de la política nunca dejó eso, el poder puro y duro. Su primera etapa política fue en el Ministerio de Educación, primero como fontanero y luego como ministro (1992-93). Era un felipista de pata negra y por ello González lo colocó después como portavoz de su último Gobierno (1993-96), aquel asediado por los casos de corrupción.
Es su etapa más oscura. Esa en la que se dedicó a ocultar escándalos, inventando o dirigiendo maniobras torticeras. Todo gracias a su enorme sintonía, que nunca perdió, con el Grupo Prisa que entonces dirigía Jesús del Gran Poder, Jesús de Polanco. El holding de medios se enriqueció, no puede perderse de vista, precisamente gracias a las ediciones de libros para el Ministerio de Educación del PSOE, ese que conocía como la alma de su mano el ahora fallecido.
El político fue el peculiar apaga-fuegos contra las llamas incesantes prendidas por la hoguera incesante que terminó por abrasar al felipismo. Al todopoderoso felipismo, sí, incluido el propio González, pero no él. Apoyó al continuista Joaquín Almunia frente a Josep Borrell, el hombre que lideró el PSOE solo un tiempo, hasta que Prisa acabó con él.
“Con Zapatero, ni cambio ni tranquilo”, susurraba en los prolegómenos del decisivo XXXV Congreso Federal del PSOE, celebrado en el año 2000. Apoyaba a José Bono frente a los jóvenes que encabezaba un político leonés casi desconocido. Una postura que para cualquier otro hubiera supuesto, fácilmente, el punto final a toda su carrera. Pero sus habilidades hicieron que el nuevo jefe decidiera incorporarlo a su equipo.
Su papel estelar el 13-M de 2004...y el proceso de paz
Uno de sus momentos más controvertidos llegó el 13 de marzo de 2004, cuando se puso ante las cámaras para agitar a las masas acusando al Ejecutivo de Aznar de mentir a la ciudadanía. "Los españoles no se merecen un gobierno que les mienta". La consigna fue determinante. Este alquimista de las palabras ayudó, con una sola frase, a voltear las encuestas y a llevar a Zapatero a La Moncloa.
Con Zapatero, fue nombrado ministro del Interior en 2006. Y desde ese cargo pilotó el llamado proceso de paz del País Vasco. Ahí es cuando más y mejor hizo de Fouché, aunque en versión más sofisticada y menos cruenta. A punto estuvo de abandonar la política en 2008, por la muerte de tres de los hermanos de su esposa a los que se sentía muy unido, pero volvió a sacar fuerzas de flaqueza. Tanto creció su prestigio, en paralelo al deterioro del régimen zapateril, que acabó por convertirse en la mano derecha del presidente del Gobierno, desplazando sin piedad a su enemiga desde los tiempos felipistas, la entonces todopoderosa María Teresa Fernández de la Vega.
Y llega a secretario general
A mediados de 2011, con Zapatero achicharrado por la crisis económica y sus malas decisiones, llegó el turno en que el eterno hombre de las tinieblas pasó a ser la cara visible del PSOE. Secretario general y candidato a la Moncloa. Ocurre, sin embargo, que como decía su amigo Jaime Lissavetzky, el ahora fallecido siempre fue un número uno que funcionaba mucho mejor como número dos.
El desastre electoral de 2011, con la mayoría absoluta de Mariano Rajoy, no impidió que continuase. Batió a Carmen Chacón en una batalla encarnizada por liderar el PSOE en 2012. Pero después de otros derrumbes en las urnas le obligaron a marcharse a la Universidad. Aunque, como se ha dicho, nunca dejó del todo sus grandes pasiones.
(Gran parte de este artículo está incluido en el libro 'Los mil secretos de Rubalcaba' (Ciudadela, 2011), coescrito por el autor y por Daniel Forcada)
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