“¿Pueden los investigadores traumatizarse o, sin llegar hasta ese extremo, resultar afectados al analizar el horror de un pasado de intensa violencia política?”. “¿En qué medida se ha podido desarrollar investigación académica sobre terrorismo vasco con libertad?”. Un estudio realizado por el historiador Raúl López Romo detalla las condiciones en las que personas han llevado a cabo sus estudios sobre ETA, con una encuesta realizada entre 32 especialistas en este ámbito. Las conclusiones que arroja el trabajo desvelan que al menos ocho de cada diez conocen a colegas que han trabajado con “miedo” o “falta de libertad”, que casi el cuarenta por ciento se han visto obligados a tomar medidas de autoprotección y que los insultos, señalamientos en medios de comunicación, agresividad en redes sociales y las pintadas o amenazas telefónicas son las principales vías en las que han sufrido algún tipo de coacción.
López Romo detalla los pormenores de su trabajo en el último ejemplar de la Revista Internacional de Estudios sobre Terrorismo (RIET). Inspirado por un artículo publicado en The New Republic, donde se abordaba las graves secuelas que sufrió la investigadora Iris Chang al profundizar en episodios críticos de la Segunda Guerra Mundial -y que terminó quitándose la vida tras sufrir una profunda depresión-, el doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco traslada la misma pregunta al ámbito del estudio sobre el terrorismo de ETA: “Tiene una magnitud incomparable con la Segunda Guerra Mundial, pero que también puede ilustrar sobre la problemática de la investigación académica en tiempos recientes”, explica López Romo.
El historiador quiso obtener respuestas a partir de un formulario que remitió a 52 personas de diversos ámbitos asiduas a la investigación sobre ETA, recibiendo contestación de 32. Algunas de las cuestiones formuladas ofrecían la posibilidad de dar dos o más respuestas, y el resultado obtenido revela las presiones que algunos de los expertos han sufrido durante décadas o aún las padecen: “Quince [de los encuestados] pidieron mantener su anonimato, lo que es significativo”, señala el documento.
La primera pregunta se centra en las dificultades que los investigadores se han podido encontrar a la hora de tratar con las fuentes. El 60% se ha visto ante negativas de potenciales informantes a conceder entrevistas personales y el 56,7%, con falta de centros de documentación o archivos específicos. Además, el 46,7% ha sufrido restricciones de acceso a la documentación por la actual ley de protección de datos y el 13,3%, con restricciones derivadas de la “identidad del investigador”.
La siguiente cuestión interpela directamente al investigador sobre si ha sufrido amenazas u otra forma de violencia política al margen de su labor académica relacionada con el terrorismo: el 45,2% dice que sí, frente al 54,8% que lo hace en sentido negativo. La proporción cambia significativamente cuando se cambia el sujeto de la pregunta y se interroga al encuestado por la percepción de “miedo o falta de libertad” entre los colegas que se dedicaban al mismo tiempo. Sólo el 18,8% responde que “nada”, el mismo porcentaje apunta que “algo”, otro tanto que “poco”, un 31,3% dice que “bastante” y el 12,5% restante afirma que “mucho”. O lo que es lo mismo, el 81,2% ha percibido esa sensación entre sus compañeros en alguna ocasión.
Presiones por investigar sobre ETA
¿Y en qué modo se articulan las presiones ejercidas contra los investigadores en su labor de rastrear la historia de ETA? El 40,6% dice que no ha recibido ninguna, pero el 59,4% restante detalla que ha sufrido insultos (34,4%), señalamiento en medios de comunicación afines a los terroristas (25%), agresividad en redes sociales (25%) o pintadas, llamadas u otras formas de amenaza (21,9%). En menor medida -sólo uno respondió de forma positiva ante cada una de las siguientes afirmaciones- han padecido acoso en el lugar de trabajo, acoso en el domicilio o ataques de kale borroka. Ninguno fue víctima de agresiones físicas. ¿Con qué frecuencia? El 70,6%, varias veces; el 23,4%, recurrentemente; y el 5,9%, en alguna ocasión.
Las presiones han generado consecuencias entre el 59,3% de los investigadores, siendo el estrés o ansiedad la más habitual (33.3%), seguida del dolor o sufrimiento (22,2%) o el miedo (18,5%). En una persona también supusieron problemas de sueño, insomnio o pesadillas. Es por eso que el 37,5% de los encuestados se vio obligado a tomar medidas de autoprotección, como evitar hablar de la investigación con ciertas personas, dejar de publicar sobre el tema de forma transitoria o permanente, cambiar las rutinas, negarse a conceder entrevistas o incluso llevar escolta o “marchar al exilio/destierro”.
Raúl López Romo concluye su informe con una batería de preguntas surgidas a partir del análisis de la encuesta, sobre las que no hay una respuesta definitiva: “Hoy, ¿qué ocurre? ¿Ya hay completa libertad para investigar (o simplemente para hablar) sobre terrorismo, o sigue habiendo autocensura ante un tema aún delicado?
Las reflexiones del historiador forman parte de un estudio más profundo coordinado por el Observatorio Internacional de Estudios sobre Terrorismo (OIET) articulado en un monográfico sobre ETA, al cumplirse diez años del cese definitivo de su violencia, y que cuenta con la colaboración de investigadores como Ana Escauriaza Romero, María Jiménez Ramos, Matteo Re, Martín Alonso Zarza o Manuel Javier Peñalver Casares, entre otros contenidos.
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