España

La “determinación” de Rajoy y la “España sin pulso” de Silvela

Tras endiñarle al país un ajustazo de 65.000 millones, adicionales a los 27.000 ya recortados meses atrás, Mariano Rajoy se fue a nombrar un tal “alto comisionado para la marca España” en el momento más bajo del prestigio del país seguramente desde el desastre del 98.

El jueves pasado, tras endiñarle al país un ajustazo de 65.000 millones, adicionales a los 27.000 ya recortados meses atrás, Mariano Rajoy se fue a nombrar un tal “alto comisionado para la marca España”, que vaya usted a saber de qué se trata, aunque se intuye que va de la imagen de España, y ello en el momento más bajo del prestigio de España seguramente desde el desastre del 98, de aquella “España sin pulso” que el 16 de agosto de 1898 escribiera Francisco Silvela en El Tiempo, que ya ha llovido. Dijo el presidente que el nuestro es un país “solvente y fiable, embarcado en un proyecto reformista muy difícil y sin precedentes”, ya digo, como en el 98, para enfatizar a continuación que “nuestro éxito va a ir de la mano de nuestra determinación”, y lo decía con tal aire desmayado, con tanta falta de empuje, tanta tristeza, que daban ganas de acudir a animarlo, ¡adelante Mariano, torero, no te rindas!, porque si la determinación de este Gobierno es la que dejó entrever el aire derrotado del Presidente, entonces sí que estamos apañados.  

El espectáculo se repitió el viernes cuando, en rueda de prensa tras el Consejo de Ministros, Sáenz de Santamaría amagó con derramar la lagrimita, pucheros varios, para enmarcar el inmenso sacrificio, el profundo dolor que al Gobierno le produce cumplir con su obligación, que en la actual coyuntura no es otra que meter a fondo la tijera de los ajustes, sospecha refrendada en la misma sesión por el ministro Montoro, al admitir que le han “obligado” (sic) a subir el IVA. Es esas estamos. Este es el Gobierno bizarro, la aguerrida gente que nos va a sacar de la peor crisis que vieron los tiempos desde el “desastre del 98”. En el mismo acto y parafraseando a Ortega, Don Mariano dijo también que “sólo cabe progresar cuando se piensa en grande, y sólo es posible avanzar cuando se mira lejos”. La mirada del gallego, al que describen como cansado, y más que cansado desmoralizado, como impetrando el “aparta de mí este cáliz”, difícilmente alcance a ver más allá de octubre, y hasta es posible que la Navidad le parezca el siglo XXII, porque lo que está en juego es si él y su Gobierno van a comerse el turrón en el cargo; si él y su Gobierno van a conseguir, tras el gran recorte, convencer a los mercados de que van a hacer los deberes, o van a verse obligados a tirar la toalla y aceptar la intervención formal del Reino de España pasado el verano.

Cuán distinto sería el panorama si todo se hubiera hecho a su tiempo, al menos desde mayo de 2010, si no antes

Para quienes estamos convencidos de la necesidad de estabilizar las cuentas públicas, seguros de que España necesita acometer reformas estructurales de gran calado, con o sin crisis del euro de por medio, simplemente para dotarse de esa economía competitiva de la que hoy carece, el ajuste refrendado el viernes –y su correlato, que vendrá incurso en los PGE para 2013- es una iniciativa que camina en la buena dirección. Si llevamos meses criticando al Ejecutivo y al mismo tiempo animándolo a tomar de una vez por todas el toro del ajuste por los cuernos, incitándolo, en definitiva, a cumplir con su deber, no podemos por menos de reconocer que ya era hora, y lamentar al tiempo los seis preciosos meses que desde enero se han ido por la alcantarilla por culpa de miedos, indecisiones y cálculos partidistas. Cuán distinto sería el panorama si todo se hubiera hecho a su tiempo, al menos desde mayo de 2010, si no antes. Es una simple cuestión de coherencia. A estas alturas de la película no estamos para decir nada que no pensemos. Ya era hora, pues, y más vale tarde que nunca.

Dicho lo cual, el ajustazo de marras es como una pintura impresionista: cuanto más se acerca uno al cuadro menos le gustan esos brochazos que, privados de una visión de conjunto, pueden llegar incluso a carecer de sentido. ¿Están todas y cada una de las medidas bien elegidas? Al ala liberal del Ejecutivo le hubiera gustado acompañar la subida del IVA con una rebaja del IRPF –ese que tan erróneamente se subió en diciembre- para las rentas medias y bajas, ello como una forma de contrarrestar los efectos depresores sobre el consumo provocado por tal subida. Y meterle un buen tajo al empleo público, en lugar de emprenderla con la paga extra de Navidad de los funcionarios. Y haber hecho más agresiva la rebaja de cotizaciones a la SS.SS., como medida anticíclica capaz de animar la creación de empleo. Y dar un escarmiento a las CC.AA., procediendo a la intervención, lisa y llana, de aquella/s que se pasen el objetivo de déficit por el arco del triunfo, etc., etc. Por desgracia, Don Mariano ha dado una de cal y otra de arena; ha puesto una vela a Guindos y otra a San Cristóbal, el socialdemócrata protomártir de la derecha española, a tono con su carácter proclive al arreglo y la componenda. El resultado es una política fiscal que, en términos estrictamente liberales, cabe calificar de contradictoria y cercana al desastre.

Como en el final de “Thelma y Louise”, ¿camino del hoyo?

Los efectos depresores de estas medidas sobre una actividad ya muy deprimida parecen evidentes, y llevan a algunos a decir que, como en la escena final de “Thelma y Louise”, “Rajoy acaba de pisar el acelerador del coche que nos conduce directamente al hoyo; la única forma de salir de ésta es bajar impuestos y recortar gastos, vía reducción drástica del perímetro de las Administraciones públicas”. Hay quien, por el contrario, opina que tales efectos están en el guión: “Es evidente que el PIB se va a comportar peor de lo previsto y que habrá que revisarlo a la baja, pero al hoyo vamos sin la menor duda si no se hace el ajuste. De modo que merece la pena correr ese riesgo. Lo esencial, dada la situación española, es lograr un cambio de expectativas y ponerle de una vez un suelo a la caída libre en la que estamos instalados”.

Es importante saber si será posible arreglar el estropicio económico sin tocar antes el problema político

¿Son suficientes los 65.000 de marras para insuflar confianza en los mercados, reducir nuestra prima de riesgo y, en suma, dar esquinazo a una intervención soberana? Dependerá, en primer lugar, de la determinación del Ejecutivo para completar el trabajo iniciado el miércoles. Les hemos visto tantas veces dudar, remolonear o simplemente tumbarse a la bartola en estos meses; hemos advertido tan a menudo su natural propensión a dejarse llevar, a ir a remolque de los acontecimientos –en eso Rajoy se parece mucho a Zapatero-, que todas las dudas y/o sospechas están justificadas. Las suspicacias aumentan cuando se constata que no es que las CC.AA. hayan incumplido, o estén en vías de, los objetivos de déficit marcados: es la Administración central, cuya responsabilidad recae en ese adalid de la ortodoxia que es Don Cristóbal, quien ha fallado de plano, hasta el punto de que hay quien afirma que el déficit global puede rondar a mediados de año el 8% y se hubiera acercado al 10% en diciembre de no haber mediado el tijeretazo del miércoles.

Más importante aún, en el orden estructural, es saber si este Gobierno será capaz de estabilizar las cuentas públicas, capaz de operar el milagro de recortar el déficit, sin abordar una revisión a fondo de nuestro Estado Autonómico, o, dicho de otra forma, si será posible arreglar el estropicio económico sin tocar antes el problema político que, parodiando de nuevo a Ortega, está en el origen de lo que nos pasa. Hace muchos años que venimos diciendo que ésta no es una crisis económica, o no es sólo económica, sino que, antes que nada, se trata de una crisis política de caballo, crisis institucional y de agotamiento del modelo salido de la Transición.

Crisis económica y estructura del Estado

Nadie duda que el sueño de la clase política que nos ha tocado en suerte, a derecha e izquierda, sería lograr reparar la cochambre económica sin tocar el edificio político, de modo que, con la vuelta al crecimiento y con el dinerito de nuevo en la calle, todos tan felices y aquí no ha pasado nada. Es la misma filosofía –una constante en nuestra Historia- que, tras la derrota y la consiguiente paz con EE.UU., adoptaron los distintos Gobiernos conservadores a finales del XIX y principios del XX (caso de Fernández Villaverde, ministro de Hacienda bajo la presidencia de Silvela): restañar la herida de la ingente deuda creada por la guerra de Cuba y la liquidación de las colonias, dando esquinazo a los afanes de regeneración de los españoles más conscientes. Pero aquí ha pasado demasiado. Ha pasado que la corrupción institucional, como una plaga de termitas, ha terminado por arruinar el edificio de una democracia de baja calidad en origen como la nuestra, llevándose por delante las perspectivas de un crecimiento sano y las esperanzas vitales, las expectativas de futuro –esas que no saldan con el puro dinero- de millones de españoles que aspiran a vivir en una democracia no engolfada.

Esto no viene a humo de pajas. Viene a cuento de la reunión que el pasado jueves mantuvo el ministro Montoro y su séquito de Hacienda con los representantes de las CCAA, donde incluso dos, casi tres, de las gobernadas por el PP se alzaron en armas, un episodio que vuelve a poner en evidencia la dimensión del problema político que gravita sobre nuestra crisis económica y condiciona su solución. Vale la pena insistir en la importancia del envite: va a ser muy difícil, por no decir imposible, superar la crisis económica y enfilar una nueva era de crecimiento sin abordar al tiempo el problema político que, para la propia salud económica, supone la actual estructura del Estado, lo cual nos aboca, cuando menos, a una reforma de la Constitución del 78. Estamos ante el final de una época, ante un episodio parecido al que supuso la quiebra de la Restauración canovista de Alfonso XII. Sin liderazgos y con los partidos mayoritarios desacreditados, los riesgos son enormes, porque este es el momento de los aventureros. Pero la España de hoy, infinitamente más rica, tiene poco o nada que ver con la de finales del XIX, y el premio de la regeneración democrática pendiente podría ser muy grande: nada menos que el de dotarnos de un Estado homologable al de los países con mayor tradición democrática de nuestro entorno, un selecto club al que una mayoría de españoles quiere pertenecer.

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