Letizia Ortiz Rocasolano nació en Oviedo el 15 de septiembre de 1972. Es la mayor de las tres hijas del periodista Jesús Ortiz Álvarez y de la enfermera María Paloma Rocasolano Rodríguez, ambos ya jubilados y divorciados desde 1999. Sus hermanas son Telma y Érika, esta última fallecida en 2007. Es casi obligado mencionar a la abuela paterna de Letizia, Menchu Álvarez del Valle, fallecida en julio de este mismo año; también periodista y dedicada a la radio, fue una de las voces más populares y reconocibles de Asturias durante casi medio siglo.
Letizia comenzó a estudiar lo que entonces se llamaba EGB en el colegio público La Gesta, de Oviedo, y luego en el instituto Alfonso II. Pero su padre era periodista, gente de vida –por lo común– inestable y tornadiza, dada a la trashumancia y al vivaqueo, que saben dónde se levantan pero no siempre dónde se van a echar a dormir, y un día Jesús Ortiz encontró acomodo en Madrid. Así Letizia –que tenía quince años– y su familia se fueron a vivir a Rivas-Vaciamadrid, y la muchacha siguió estudiando en el instituto Ramiro de Maeztu.
Salió lista, atractiva, con don de gentes y un carácter fuerte, prontamente maduro e independiente. No era fácil darle órdenes ni decirle lo que tenía que hacer, a pesar de lo cual estudió periodismo en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense. Le fue bien. Ya de estudiante encontró hueco en ABC y en la agencia Efe, algo que no todo el mundo consigue. Fue becaria en el principal diario de su tierra, La Nueva España. Pasó un tiempo en México, donde intentó un doctorado que no llegó a terminar. Hizo, en fin, un poco de todo, desde economía a espectáculos, desde internacional a información diaria. En 2000, la Asociación de Prensa de Madrid le dio el premio Mariano José de Larra como mejor periodista menor de 30 años. Tenía 28.
Pero su voz de contralto, la confianza que transmitía a la hora de informar y su más que evidente telegenia hicieron de ella una candidata casi natural para la televisión. La cámara “la quería”, como suele decirse, y eso se notó pronto. Trabajó en las delegaciones españolas de los canales Bloomberg y CNN. En 2000 entró en Televisión Española y la pusieron a presentar informativos, programas matinales, a hacer sustituciones veraniegas en el veteranísimo Informe semanal. Pero aquella asturiana frágil solo de apariencia tenía arrestos para mucho más que para quedarse leyendo el “teleprompter” desde detrás de una mesa: informó desde Nueva York cuando los atentados del 11-S, se fue a Galicia para contar el drama del Prestige y narró la guerra de Irak desde Irak, cubriendo su cabeza con un paño negro (quizá un khimar) que le echaba diez años encima. Por fin, en 2003 la hicieron copresentadora de la segunda edición del Telediario de La 1 de TVE, que viene a ser el Everest de los periodistas de informativos en televisión. La veían cada noche unos cuatro millones de personas.
Hasta que un día, sin más, desapareció de la pantalla.
Letizia Ortiz ha sido siempre, es fama, de pocos amores pero largos. Se enamoró de un profesor de su instituto, el Ramiro de Maeztu, de Madrid. Se llamaba Alonso Guerrero y le sacaba diez años. Después de una década de noviazgo, se casaron en el Ayuntamiento de Almendralejo, en 1998. Se divorciaron unos cuantos meses después. Letizia habrá tenido, sin duda, ligues, amoríos, “interludios” (como los llamaba Eduardo Mendicutti), novietes y cosas semejantes, como todas las chicas de su edad y de su tiempo, porque ahí está la clave: Letizia es una mujer de su tiempo, no está sacada de un cuadro de Murillo.
El segundo gran amor (y que parece definitivo) de Letizia Ortiz tuvo, al menos al principio, un nombre curioso: “Michico”. Letizia, que ya era una estrella de la televisión, iba y venía, acudía a fiestas, se reunía con amigos, comentaba sus cosas con sus compañeros de trabajo. Como todo el mundo. Y de pronto empezó a dejar caer, con la mayor naturalidad: “Eso le gusta a Michico. Michico dice… Michico piensa… El otro día, Michico…”. Sus amigos y compañeros estaban perplejos. Letizia estaba enamorada, eso era evidente, pero ¿de quién? ¿Quién era su chico? Nadie lo había visto, nadie les había acompañado al cine o a tomar algo por ahí, nadie sabía nada de él, ni siquiera su nombre. Letizia echaba el cuello para atrás, sonreía y no soltaba prenda.
El misterioso “Michico” resultó ser Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos de Borbón y Grecia. El príncipe de Asturias. Ya eran pareja (clandestina) cuando Letizia informaba desde Irak sepultada por aquel paño negro. Llevaban bastante tiempo juntos. Pero aquello lo sabían poquísimas personas.
A Felipe le costó un triunfo conseguir que aquel amor prosperase. En la “corte” española (nadie la llama así, pero existe) predominaba aún la que podríamos llamar “mentalidad Windsor” de los años 50. El abuelo del príncipe, don Juan de Borbón, ya había dicho alto y claro que Felipe se casaría “con quien se tuviera que casar”, no con quien él quisiese. Periodistas había que parecían sacados de El entierro del conde de Orgaz, de El Greco, y que exigían que el príncipe se casase no con una mujer, sino con una santa, como Catalina de Aragón. Y santas ya no quedaban, eso estaba claro.
El primer amor “grande” de Felipe fue una modelo noruega, Eva Sannum. El príncipe no pudo con la embestida conjunta de parte de su familia y de algunos poderosos medios de comunicación, convertidos de pronto, y solo para esto, en defensores del concilio… de Trento. Sannum no solo no tenía sangre real, sea eso lo que sea, sino que había hecho fotos publicitarias de lencería; esto la convertía, a los ojos de aquellas estantiguas, poco menos que en hija de Satanás. Y Felipe tuvo que renunciar a su noruega, aunque las familias ya se conocían.
Agnóstica y medio progre
Pero con Letizia el príncipe se la jugó. Vino a decir: o me caso con Letizia (quizá dijo “Michica”, quién sabe) o ahí tenéis el Toisón, el principado y la Corona. Vosotros veréis, porque yo me largo. Letizia, casada y divorciada. Letizia, hija de padres también divorciados. Letizia, que ni de lejos pertenecía a la realeza. Letizia, que se apellidaba Ortiz, no Sajonia-Coburgo-Gotha y Glucksburg. Letizia, agnóstica y medio progre. Letizia, que salía todos los días por la tele dando noticias. La décima parte de todo aquello había hecho abdicar a un rey, Eduardo VIII de Inglaterra. Y la mitad de aquello provocó la definitiva infelicidad de su sobrina Margarita, a quien se le impidió casarse con “su chico”. Pero es que aquello había ocurrido dos generaciones atrás.
El rey Juan Carlos ya no tenía ánimos para discutir más y defender cosas en las que, en el fondo, no creía. La reina Sofía adoraba a su hijo y se puso, madre al fin, de su parte. Numerosos vástagos de la realeza europea se estaban casando con quienes querían, como todo el mundo, y aquello unas veces salía bien y otras mal, también como le pasa a todo el mundo. Los periodistas “cortesanos” fracasaron en su intento de convertir a Letizia en una reencarnación de Wallis Simpson. La espectacular boda se celebró en la catedral de la Almudena, de Madrid, el 22 de mayo de 2004, bajo una tormenta casi wagneriana y con el no menos atrabiliario cardenal Rouco Varela como celebrante. Antes, en la petición de mano, Letizia había mostrado su naturalidad (y su carácter) al interrumpir a su novio ante una pregunta; fue aquel inolvidable “No, no, déjame a mí”, que hizo que Felipe se partiese de risa.
El arte de la prudencia
Letizia, durante todos estos años, ha aprendido (ha seguido aprendiendo) el difícil arte de la prudencia, de la discreción y del silencio. No hace el maldito caso de los escribidores ociosos y frívolos que critican que repita un vestido o que lleve una arruga como si eso fuese un crimen de lesa patria. De princesa, no era raro verla con su marido cenando por ahí, o en el cine, o en el teatro. Ahora, cuando es reina consorte, eso se ha vuelto más difícil.
Ha habido en su vida momentos de sufrimiento terrible; el peor, sin duda, el suicidio de su hermana Erika. Pero la reina, que no oculta sus emociones con la bondad casi espartana que siempre usó doña Sofía, se ha convertido en el principal apoyo de Felipe VI, en su sostén y su consejera. Ha habido momentos muy difíciles, como la ruptura de Felipe VI con su padre y, antes, el alejamiento (mayor o menor) de sus hermanas. No hay forma de saber si Letizia es monárquica, pero de lo que no cabe ninguna duda es de que es una demócrata a machamartillo, lo mismo que su marido. Mantiene una intensa actividad pública en la que destaca su apoyo a obras e iniciativas solidarias, infantiles, culturales y medioambientales. Viaja a Asturias cuando puede; con el Rey, viaja a todas partes. Ha tenido un papel determinante en el diseño de la educación de sus dos hijas, la princesa Leonor y la pequeña infanta Sofía.
Es discreta, elegante, firme y cuidadosa. Una mujer de su tiempo, eficaz y librepensadora, a la que se le da un ardite lo que digan o dejen de decir de ella los periodistas “de El Greco” (que ahí siguen y seguirán) o quienes inventan barbaridades sobre ella para obtener dinero o notoriedad. De vez en cuando, eso sí, se suelta un poco el pelo: la última vez fue hace unos días, en su visita a su antigua facultad de periodismo, que cumplía medio siglo. Lo que allí dijo, completamente personal, hacía ver su emoción y su alegría por volver a aquellas aulas y aquellos pasillos de cemento. Estaba feliz y eso a esta mujer siempre se le nota. Dejó otra frase para los anales: “Y qué os voy a contar de la cafetería…”.
Sí, no cabe duda: la Casa del Rey está en el siglo XXI. Con todas sus ventajas y todos sus peligros.
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La garza blanca o garceta (Ardea alba) es un ave de la familia de las ardeidas, que incluye a más de 60 especies. Tiene un notable tamaño (más de un metro de longitud), aunque es claramente más pequeña que la garza real, pero es que la garza real tiene una estatura más que llamativa. Ave semiacuática, la garza blanca puede encontrarse en casi todo el mundo, desde las marismas hasta los grandes lagos de África, desde los litorales mexicanos hasta los faros y acantilados de las Canarias, desde los palacios hasta las facultades de periodismo. Solo está ausente de las zonas polares.
Se caracteriza por su hermoso plumaje blanco y por su costumbre de volar con el cuello prudentemente retraído (como los pelícanos, por ejemplo), al contrario que otras garzas, que vuelan con el cuello estirado, quizá para ver de qué se enteran. Eso dice mucho de su discreción y de su peculiar sentido de la aerodinámica. Su vuelo es pausado, armonioso y, en épocas migratorias, muy largo. No suele cansarse.
La elegante garza blanca tiene un carácter fuerte. Suele guardar silencio pero, cuando se enfada, su graznido es de los que no se olvidan. Forma parejas monógamas y, hasta donde se sabe, de muy larga duración. De costumbres populares, no tiene problemas para anidar lo mismo en carrizos de poca monta que en las suntuosas copas de los árboles, pero siempre la hembra deja que sea el macho quien construya el nido, lo acomode y… la corteje.
No suele ser espantadiza. En vez de asustarse y huir ante el menor ruido, suele quedarse mirando fijamente a quien se acerca, con sus ojos vivos penetrantes, como pensando: “Y qué me vas a contar tú a mí de la cafetería, vamos a ver”.