Luis (nombre ficticio) lo tenía todo hasta que se volvió un ludópata. Graduado con las mejores notas en ingeniería de telecomunicaciones, encontró el trabajo de sus sueños a los pocos meses de colocarse el birrete en la cabeza. Enamorado desde que tenía uso de razón de su mejor amiga, se hicieron novios y llevaban dos años viviendo juntos en un piso al sureste de Madrid. Sus padres y hermana lo adoraban. Para los amigos era el alma de la fiesta.
Era un hombre objetivamente íntegro. De cabeza bien amueblada, su vida había seguido los pasos del perfecto manual. Por no tener, no tenía ni vicios. Bebía en sociedad, no fumaba y jamás había probado ningún tipo de droga. Amaba el tenis y las películas de acción. Sin embargo, un día, pusieron una casa de apuestas en su misma calle.
Pasaba por delante todos los días al ir y volver del trabajo. Estos locales, sean de la franquicia que sean, comparten el mismo aspecto desolador. Decenas de máquinas donde empezar a cavar una tumba sin fin. Un aroma a fracaso y desilusión consume el ambiente. Un terror mudo que acongoja hasta al más valiente. Dos ojos no son suficientes para captar todos los detalles que allí conviven. Un infierno en la Tierra. No hay azufre, pero sí un demonio en cada una de las personas que allí pace.
La vida de nadie
Apenas pasan unos minutos de las siete de la tarde cuando Luis bordea la esquina y entra en el bar donde me encuentro sentado. Tras unos segundos oteando el horizonte, rápidamente atisba mi rostro entre la multitud de mesas. Nos damos un sentido abrazo, uno que conecta los viejos vínculos existentes entre nosotros. Hemos sido parte del mismo vecindario durante años. Y, aunque llevemos muchísimo tiempo sin vernos, el afecto nunca caduca. Los recuerdos son lo único que quedan cuando los cabrones se han llevado todo lo demás.
Está bastante demacrado, nada que ver con el joven lozano que se quería comer el mundo. Su cuerpo de deportista había dejado paso a un físico marcado por las penurias, y su rostro dibuja una tristeza a plazo fijo. Aun así, el reencuentro le saca una sonrisa mientras pide al camarero un café solo. Tras unos minutos de trivialidades, pronto encara la realidad.
"Estoy mejor, la verdad. Llevo cuatro meses ya en casa de mis padres y muy bien. Incluso estoy aplicando desde hace unas semanas a puestos de lo mío. Espero que pronto tenga alguna entrevista y me active laboralmente. Es una de las cosas que más echo de menos. Trabajar me daba la vida. Ya sabes que yo soy un enamorado de mi sector, y cuando todo se torció estaba cerca de que me promocionasen", relata Luis.
"Todo empezó hace tres años. Volví del trabajo, me duché y bajé a la calle a esperar a que Anabel (nombre ficticio) llegase para irnos a cenar con unos amigos. No tenía nada que hacer y me asomé. Evidentemente, yo sabía qué era y a qué se apostaba allí. No he nacido en Marte. Muchos colegas míos apuestan y lo hacen en sitios como este o de forma online. Más allá de las clásicas apuestas de goleadores y marcadores, se puso de moda hacer 'la lista de la compra'. Consistía en meter una cantidad muy baja de dinero a una combinación de 10-12 resultados estrambóticos con la esperanza de llevarse sus 1.000 o 2.000 euros".
"Le metí diez euros a un partido importante de La Liga. Me llevaba el triple. Estuve pendiente del móvil toda la cena. Se me escapó por los pelos. No volví a apostar hasta el mes siguiente. Sin embargo, empecé a ver las casas de apuestas por todos los lados. Y no eran mis ganas de apostar, es la puta realidad de nuestra era. Hay una casa de apuestas cada 300 metros. Es una plaga. Y, si no, es un bingo o los miles de bares con máquinas tragaperras. Luego subes a casa, enciendes la Play y todos los juegos online te quieren sacar las tripas con skins absurdas, pases de batalla y sobrecitos", argumenta.
De repente, ludópata
Sin darle más importancia a esa apuesta aislada, Luis siguió con su vida. Lo único, había empezado a jugar al FIFA y se quedaba algunas noches hasta tarde haciendo desafíos para abrir sobres. Nada, una tontería. El problema era que los días que trasnochaba llegaba pegado de hora al trabajo. Y uno de esos días entró tarde a una reunión, lo cual le valió un rapapolvo curioso. Un café en la salita con sus compañeros y se le pasó el cabreo.
Tenía casi todos los grupos de WhatsApp silenciados. Solo uno familiar y con sus amigos de la universidad le robaban la atención. Había uno en el que interactuaba muy poco: 'los chavales'. El grupo con los amigos del barrio de toda la vida. Buena gente, según él, pero tenían sus cosillas. Muchos de ellos empezaron carreras universitarias por la presión familiar y las dejaron de lado por la insatisfacción que les producía. Cuando no trabajas y tus padres te cierran el grifo, empiezas a meter el poco dinero que tienes en apuestas. El camino pervertido al éxito. Un mantra que muchos jóvenes sin futuro han abrazado. Un evangelio apócrifo que nadie refuta.
"Tuve un par de semanas complicadas. Mucho trabajo y mucho estrés. Además, me jodió bastante que me llamasen la atención cuando yo era un empleado modélico. Como siempre veía a la misma gente, decidí quedar con los colegas del barrio que nunca veía. Por cambiar de aires. En qué momento. Seguían igual de perdidos. Su plan fue beberse unas latas en el parque y pasarse por el bingo a echar unos cartones".
"Pero bueno, como ya estaba con ellos, pues me animé. Dos horas después, lo único que saqué en claro era que había perdido 70 euros. Me hubiera quedado un rato más a recuperar, pero nos dieron las tantas y tenía que cenar y acostarme. El virus del ludópata había entrado en mi cuerpo", lamenta nuestro protagonista.
Enfermos abandonados por su país
Al terminarnos el café, decidimos salir a dar un paseo y estirar las piernas. Luis necesitaba un receso emocional para seguir relatando su bajada a los infiernos. La ludopatía es una enfermedad que se extiende rápidamente, y el ludópata es un enfermo que empeora en cuestión de semanas. Se hizo asiduo del bingo, se puso a comprar sobres del FIFA como un loco y en la casa de apuestas de su calle ya lo trataban de usted. Las pérdidas económicas le agriaron el carácter, lo que repercutió en su relación y sus amistades. Del hombre cariñoso, dedicado y atento pasaron a ver a un tipo desquiciado, nervioso y siempre a la defensiva.
"Yo ganaba un sueldo muy majo, la verdad. Más que suficiente para hacer frente al alquiler, el resto de gastos y vivir una vida bastante buena. Cenábamos fuera de casa muchas noches del mes y viajábamos bastante. Pero claro, empecé a gastar un dineral y los primeros meses no se notaba. Tenía mucho ahorrado y sin problema. Me fundí casi 25.000 euros de ahorros en medio año. Ni mi novia ni mis padres sabían nada, lo ocultaba muy bien. Pero un día mi padre, que ya estaba jubilado, me pilló saliendo del bingo a deshoras entre semana. Vivíamos en el mismo barrio y nos encontrábamos mucho. Ahí empezó el verdadero calvario".
"Mi padre quiso llevarlo con discreción y me confrontó a solas. Yo le confesé que tenía un problema con el juego y que estaba en una situación financiera límite. Me llevó al psicólogo, a unas cuentas reuniones de jugadores anónimos y me ayudaba a controlar mi cuenta bancaria. Pero nada de eso sirvió y recaí a los dos meses. Me echaron del trabajo y tuve que contarle todo a Anabel. Trató de echarme un cable, pero yo fui un completo gilipollas. La hablaba mal, no aportaba nada en casa y encima me desahogaba por ahí con alguna amiga. Cortó la relación y se fue. No la culpo, en su situación es probable que hiciese lo mismo", cuenta entre lágrimas.
En paro, soltero y a la deriva, Luis se inventó que tenía nuevo trabajo y se metió en un piso de una sola habitación en Vallecas. Todo el mundo le creyó, especialmente su padre. La realidad era desoladora. Tras robarle a sus padres el dinero a escondidas para la fianza y dos meses de alquiler, falsificó una nómina y se atrincheró en su nueva casa. Comenzó a vender joyas que su madre, aparentemente, no echaba en falta, y siguió apostando a todo, incluidas las exóticas carreras de caballos que tan poco rédito dan.
"Lo malo de nuestra generación es que podemos apostar a la antigua usanza y tenemos la vía digital también. El abanico de opciones gigante. Yo me levantaba y apostaba desde el móvil a los partidos que hubiese del deporte que hubiese. Me tiraba un par de horas jugando a la ruleta y me volvía a cenar para seguir comprando sobres del FIFA. El nuevo perfil de apostador es terrorífico. Como yo, hay miles de jóvenes en todo el país completamente arruinados y abandonados. A mí no me ha ayudado nadie, solo los médicos de urgencias que me atendían cuando me calentaban el morro en alguna intentona por hacerme con carteras ajenas. Somos enfermos a los que el Estado deja morir."
El Gobierno, desde el Ministerio de Consumo, ha tomado medidas en los últimos tiempos para frenar la sangría. Se ha limitado la publicidad de apuestas deportivas, amén de ideas bastante positivas como intentar regular las famosas lootboxes (cajas de botín), el cáncer en las sombras de los videojuegos online. La media de edad del ludópata ha variado enormemente, apostilla Luis.
Del clásico señor de 50-60 años que vivía pegado a la faraona, hemos pasado al chaval de veinte que le quita la tarjeta a los padres para seguir gastando en Internet. Raro es el joven que desconoce términos como cuotas, hándicaps, combinadas, tipster o underdog.
El fallo del estado español viene a la hora de sacar del pozo a todos aquellos ludópatas que solicitan una mano amiga. Al ludópata se le rehúye, estigmatiza y aparta. Faltan garantías sociales para rehabilitar a los jugadores empedernidos. Es cierto que muchos ludópatas no quieren ni solicitan ayuda, pero es el deber de un país facilitar un programa de reinserción y un seguimiento para asegurarse que no se quedan a medio camino. Contra el juego tenemos que sumar todos.
Tocando fondo
A Luis le cuesta encontrar la fuerza para seguir con su relato, ya que cada palabra se ahoga en un mar de lágrimas. Su sentimiento de culpabilidad lo abruma. Sabe lo que tenía y lo difícil que será volver al punto de partida donde estaba. Encontramos una terraza con una mesa libre a la sombra, y para allá que vamos. Dos tercios bien fríos tienen la misión de rebajar las emociones que flotan en el ambiente.
Hablamos de tenis y de la serie de Obi-Wan, que va camino de esperpento galáctico. Luis es un tipo leído y cultivado, amante de las ciencias, pero ducho en la antigua Grecia y su sempiterno legado. Esos brotes verdes vuelven a él cuando parece que su mente se encuentra lejos de aquí.
"Del piso me largaron antes del medio año, no podía seguir ocultando más los impagos. Pero en aquella época me daba todo igual. No era yo. Antes de acudir a mis padres, empecé a buscar habitaciones en albergues y centros de acogida. Robaba carteras y me pasaba por casa de mis padres para darles el palo y seguir jugando. Pero nunca ganaba."
"Por cada día de ganancias venían cincuenta tardes de perdidas. Tuve varios altercados en los que me cosieron a hostias y pasé muchas noches en los calabozos. Me tenían fichado por robo con intimidación y varios delitos de hurto menor. Tuve incluso una vista. Estaba fuera de todo. No era consciente de mi propia miseria. Hasta que mi madre me volvió a dar la vida", suspira Luis.
De vuelta a casa
María (nombre ficticio) llevaba meses sin dormir. Su pequeño estaba perdido en la jungla de asfalto y se le partía el alma de pensar en qué estado se encontraría. Pueden pasar penurias, que para una madre sus hijos van antes que su propia vida. Lo buscó por todos los rincones de Madrid, ya que nunca contestaba al teléfono. Acabó encontrándolo, y trayéndolo a casa muy a pesar de Luis. Costó mucho, pero volvió a ser él mismo. Al menos una versión de sí mismo reconocible.
"Nunca podré olvidarlo. Estaba cenando en un centro de acogida (no quiere que digamos donde por respeto a los trabajadores) y apareció mi madre corriendo por el comedor y mi padre unos metros atrás. Me abrazó, acercándome a su pecho y no me soltó en varios minutos. No podía parar de llorar. Me llevó varios minutos entender qué estaba pasando. Aquella noche ya dormí en casa, y a la mañana siguiente confesé todo. No dejé nada. Mi padre no pudo perdonarme hasta pasado mucho tiempo, pero entre los dos me llevaron a rehabilitación, pagaron mis deudas y me acogieron de nuevo. A veces pienso que, si no hubiera aparecido mi madre, ahora posiblemente no tendría remedio", relata llorando.
"He sido, soy y seré toda mi vida un ludópata. Pero ahora estoy intentando hacer las cosas de otro modo. Controlan prácticamente todos mis movimientos, y lo agradezco. Estoy en una fase demasiado tierna de mi recuperación como para recuperar el control total sobre mí mismo. Hace unas semanas hablé con Anabel, y cerré otra herida que no paraba de supurar. Ha rehecho su vida, y me alegro mucho."
"No puedo reprocharle nada, solo pedirla perdón. Llevo medio año limpio, y espero llegar a los 12 meses con mucha más fuerza. He engordado unos kilos y he vuelto a hacer deporte. Incluso tengo mis ahorros gracias a unos trabajos de mozo de almacén que he ido haciendo por ahí. La vida es un regalo y yo he vuelto a nacer gracias a mi madre."
Nos despedimos con otro abrazo, mucho más sentido que el primero. Le doy las gracias por contarme su historia y deseo que nos veamos pronto sin tantas penas que narrar. Dice que siempre será un ludópata, y es posible que así sea. Pero es un ludópata que ahora trabaja en comunidad para evitar que más chavales como él caigan en las redes.
La guerra contra el juego se libra en dos frentes. El primero, gubernamental. Todas las fuerzas políticas deben erradicar este cáncer, o al menos tratar de paliar su alcance. La otra batalla se libra en las calles. Donde se debe cambiar la bandera de la desesperanza juvenil y las apuestas por futuro y ayudas. Luis salió del infierno, pero aún quedan muchas personas que ansían salir como Eneas de las profundidades. Sigamos luchando.
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