España

¿Borbón y cuenta nueva?

De justicia resulta constatar que las malas prácticas que en estas décadas se han cobijado en Zarzuela han sido excesos gratuitos. Todo lo tenían los Reyes de España: un país rendido a sus pies, un país dispuesto a todo…  Y todo lo han tirado por la borda por el pecado de la avaricia, que casi siempre llegó del brazo de las pésimas amistades de las que se rodeó el monarca.

Reunión de pastores. Hablaba un conocido coplista madrileño a rebufo del acontecimiento histórico que estos días nos ocupa y, relatando las ventajas de las que el heredero de la Corona, rey en capilla, va a disponer para tratar de hincarle el diente a problemas crónicos como el de la corrupción, componía el relato ficción de un cara a cara entre Juan Carlos I y el presidente del Gobierno, pongamos que hablo de Zarzuela, el Rey mirando fijamente a Rajoy, Mariano, que os estáis pasando, que esto es una vergüenza, hombre, no puede ser que el partido del Gobierno haya pagado las obras de su sede con dinero negro, y lo de Bárcenas, lo de Bárcenas y sus sobresueldos no tiene un pase… y al instante teatralizaba la respuesta de un Rajoy venido arriba, devolviendo la misma fija mirada, pues peor lo suyo, Señor, ¿qué autoridad tiene vuestra majestad para afear la conducta de nadie en asuntos de dinero? Sin necesidad de ir más lejos, ¿no querrá usted que le recuerde el escándalo de su hija y su marido, o que hablemos de esos últimos viajes precipitados al Golfo Pérsico?, ¿Hemos ido a poner orden en las cuentas, o a recoger los últimos duros? Y claro, remataba el plumífero con media verónica, eso al Príncipe no le va a pasar cuando sea Rey, porque el Príncipe está limpio de polvo y paja… 

A la conversación asistía una señora que, reconocida fan de la Institución, debió sentirse obligada a salir al paso, de modo que la doña, con gesto impostado, pidió la palabra, quiero protestar con toda firmeza por las insinuaciones que sobre la conducta del Rey se acaban de hacer en esta sala…! Y la sala se miró perpleja, con esa perplejidad con la que, quienes han seguido de cerca lo acontecido en el entorno de don Juan Carlos desde los tiempos del “intendente” Manolo Prado y Colón de Carvajal, se enfrentan a esos monárquicos enragé dispuestos, como la dama de armiño aludida, a negar la mayor de lo ocurrido y a decir que no, que es todo una patraña, una burda mentira destinada a desprestigiar a la institución, que los críticos confunden interesadamente los magros dineros del Monarca con las propiedades inmuebles de Patrimonio Nacional, y que no es cierto que el Rey abdicado sea un hombre rico, muy rico, con una fortuna imposible de justificar a la luz de la asignación anual de los PGE.     

Uno de los ricos de siempre que, con Juan Carlos apenas convertido en Príncipe Incierto de Franco, acudieron a socorrer sus penurias económicas fue don Emilio Botín-Sanz de Sautuola y López (1903-1993), padre del actual presidente del Santander. Fue Botín II quien regaló un millón de pesetas de la época a un Juan Carlos recién casado con Sofía de Grecia, para que los novios pudieran pagar su viaje de bodas -una vuelta al mundo-, porque el joven Príncipe estaba más tieso que la mojama. En realidad no tenía donde caerse muerto, de modo que don Emilio hizo más: le fue haciendo una cartera de inversiones capaz de soportar con holgura el entonces modesto tren de vida de la pareja. Luego vendrían operaciones tan inauditas como aquel préstamo (100 millones de dólares, 10.000 millones de pesetas al cambio de la época, a devolver en 10 años sin intereses) efectuado por la monarquía saudita, que, con los tipos de interés entonces vigentes, le hubieran podido permitir doblar la suma –ese era precisamente el objeto del regalo- de haber sido bien gestionados, pero que el genio de Manolo Prado medio malgastó, y a continuación llegarían más favores, más negocios, más intermediaciones y más comisiones, en una orgia de dinero cuyo sustrato psicológico hay que buscar en el recuerdo de los años de penuria vividos al lado de su padre, el conde de Barcelona, algo que llevó a Juan Carlos a sublimar la célebre frase que Scarlett O´Hara inmortalizó en Lo que el viento se llevó: “A Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre…”

El gran éxito del régimen juancarlista ha consistido en mantener los escándalos encerrados bajo siete llave

De aquellos polvos, estos lodos. La corrupción en cadena que ha terminado por embarrarlo todo. Y la irresponsabilidad culposa de los sucesivos presidentes del Gobierno, que vieron, callaron y consintieron. Aquella frase para la historia de Felipe González, un día en Zarzuela en que, cabreado tras llevar una hora larga haciendo antesala, exclama ante Sabino “¡Y dile a Manolo que se conforme con el 2%, porque eso de cobrar 20% es un escándalo!”. La feria de los regalos, las novias, las cacerías. Los negocios varios. Business as usual en una familia rota, donde el Rey no daba los buenos días a la Reina, y donde los hijos crecían en la soledad más absoluta. Todo el que tenía que saber, sabía. Pero todo el mundo callaba, mientras los españoles de a pie seguían llenando las aceras para vitorear a los reyes (a esa “profesional” llamada Sofía) cuando viajaban por provincias. De justicia resulta constatar que las malas prácticas que en estas décadas se han cobijado en Zarzuela han sido excesos gratuitos. Todo lo tenían los Reyes de España: un país rendido a sus pies, un país dispuesto a todo…  Y todo lo han tirado por la borda por el pecado de la avaricia, que casi siempre llegó del brazo de las pésimas amistades de las que se rodeó el monarca.

La ley de hierro de la monarquía juancarlista

El gran éxito del régimen juancarlista, o uno de los más notables, ha consistido en mantener los escándalos encerrados bajo siete llaves, lejos de la opinión pública, gracias a ese pacto no escrito con los grandes medios de comunicación que ha funcionado cual ley de hierro desde que don Juan Carlos asumiera el trono y según el cual lo que ocurría en la casa real era, y en parte sigue siendo, asunto tabú del que no había que hablar. La cortina de silencio, con todo, se hubiera rasgado más pronto que tarde de no ser por los efectos anestésicos que el crecimiento experimentado por el país surtió sobre el inconsciente colectivo. Al españolito de a pie no le importaba demasiado que el Rey se estuviera enriqueciendo de manera poco ortodoxa siempre y cuando él y los suyos pudieran participar del creciente bienestar proporcionado por el desarrollo, la sanidad universal, la educación gratuita, el consumo, las vacaciones… Injusto sería no reconocer que durante estas décadas el país ha conocido una modernización radical de sus infraestructuras y un notable aumento del nivel de vida colectivo, además de haberse familiarizado con el ejercicio de la libertad hasta el punto de, por ejemplo, haberse convertido en el más tolerante del mundo mundial en temas de sexo, lo que explica que la sociedad española haya mirado hacia otra parte con los escándalos de faldas, más bien de bragas, del Monarca.

Todo saltó por los aires en día que los españoles se enteraron de que su Rey había tenido que ser rescatado en avión privado del lejano Botswana, donde, con España sumida en una crisis de caballo, su Monarca se solazaba matando elefantes en compañía de su última novia, a la sazón también compañera de aventuras mercantiles. Además de marcar el principio del fin de la salud del Rey, 76 años, el accidente marcó en lo más profundo el final del régimen de la Transición. Hasta aquí llegó la marea. Aquel 14 de abril de 2012, mientras un par de agentes del CNI ponían a la princesa Corinna y a su hijo de patitas en Barajas, los españoles se despertaron ante la realidad de un país con 6 millones de parados, con todas las instituciones, empezando por la propia Corona, afectadas por la carcoma de la corrupción y con un problema territorial gravísimo, cuya manifestación máxima es el envite secesionista catalán, o el empeño de una elite regional decidida, en el momento de mayor debilidad de España, a romper la baraja para tener Estadito propio. Una crisis económica muy profunda, pero, por encima de todo, una crisis política de grandes proporciones, a la que no se adivina solución con los liderazgos actuales.

La abdicación tiene su exacta metáfora en el aliviadero que se abre en esa presa a punto de reventar que es España

La brecha que en una democracia de baja calidad como la nuestra siempre ha separado al pueblo llano de sus elites políticas y financieras sostenedoras del régimen se ha transformado, tras siete años de sufrimiento colectivo, en un auténtico foso, un abismo que el pasado 25 de mayo se materializó en el derrumbe del bipartidismo y en el surgimiento de partidos nuevos que reclaman un saneamiento integral de las instituciones. La consecuencia inmediata fue el anuncio de dimisión de Rubalcaba, el líder al que los poderes constituidos pretendían mantener entre algodones hasta ver cómo hincarle el diente al drama colectivo. Si hoy hubiera elecciones generales, una hipotética alianza entre Podemos, IU y Equo superaría en voto al PSOE, para convertirse en el segunda fuerza política más votada. Esta es la revolución del momento. La realidad es que la viga maestra, el muro de carga llamado a soportar la nueva etapa histórica que se abre con la entronización de Felipe VI está formado por dos partidos afectados por arterioesclerosis múltiple, caso de PP y PSOE, una circunstancia que habla a las claras del complicado horizonte político al que se enfrentan los españoles.

Juan Carlos I quema el penúltimo cartucho

Y en esto llegó la abdicación. Desde aquí hemos defendido con reiteración la idea del relevo en el trono como una condición sine qua non para abordar un cambio de rumbo que permita encarar los problemas del país. El Monarca finalmente ha cedido, y tal vez la historia llegue a agradecerle un gesto que ha venido a desmentir a quienes, en el propio establishment, juraban por sus muertos que del trono solo lo sacarían con los pies por delante. La abdicación tiene su exacta metáfora en el aliviadero que se abre en esa presa a punto de reventar que es la España de hoy. El muro de contención es muy tenue, y el agua del resquemor que almacena es mucha. Don Juan Carlos se lo ha jugado todo a una carta, ha quemado el penúltimo cartucho. Felipe VI es, en efecto, el último dique de contención de la Monarquía. El desprestigio de la institución es tan grande como esa coronación de tapadillo, casi clandestina, con que la casta política ha decidido obsequiar al nuevo Rey. Una operación, en suma, muy arriesgada, que va a toparse con el inmovilismo exasperante de un tipo como Mariano Rajoy en Moncloa.

Entre el sentimiento monárquico de quienes defienden la continuidad de la institución y el republicanismo creciente de los que reclaman un referéndum como paso obligado para la recuperación por el pueblo español de su plena soberanía, existe la opción, defendible como tantas otras, de quienes, desde un sentimiento genuinamente republicano, valoran la estabilidad como un bien supremo a preservar en momento tan crítico como el actual, un melón que sería locura abrir ahora, con el país reclamando a gritos un periodo de 5 a 10 años de tranquilidad para abordar la cirugía que el enfermo está pidiendo a gritos y que, en consecuencia, dejan a futuras generaciones de españoles la tarea de despejar la incógnita Monarquía-República. ¿Borbón y cuenta nueva, entonces? Ni hablar. Aterriza Felipe VI en el trono con la obligación de abanderar, primero, el saneamiento de la institución monárquica, restaurar el honor perdido de la Corona, manteniendo a raya a ese capitalismo castizo y de amiguetes que de inmediato intentarán captarle para conducirle por el camino de perdición por el que tan alegre y francamente caminó su padre, y, después, la regeneración integral del sistema, regeneración que pasa por dar paso a una reforma en profundidad de la Constitución del 78.

El futuro rey se la juega en este envite. No va a disponer de mucho tiempo. El problema catalán está llamando a la puerta de un otoño muy azaroso, que reclama soluciones inmediatas, soluciones pactadas si es posible, capaces de alumbrar un futuro en común entre españoles, incluidos esos millones de catalanes que no forman parte de la casta nacionalista. En contra de algunas opiniones de botafumeiro que sostienen que “la monarquía tiene un panorama despejado”, la realidad es que ese panorama no puede ser más incierto. Talento, determinación y unas gotas de patriotismo. Y una esperanza como punto de partida: lo que viene es mejor que lo que se va. Felipe es mejor que Juan Carlos, y además llega aprendido, con una mujer al lado que nada tiene que ver con la patética Sofía de Grecia. “¿Qué había de hacer yo, jovencilla, reina a los 14 años, sin ningún freno a mi voluntad, con todo el dinero a mano para mis antojos y para darme el gusto de favorecer a los necesitados, no viendo al lado mío más que personas que se doblaban como cañas, ni oyendo más que voces de adulación que me aturdían ¿Qué había de hacer yo…? Póngase en mi caso”, se preguntaba la reina castiza doña Isabel II en su exilio del parisino palacio Basilewsky ante el gran Pérez Galdós. Tome nota el joven Rey. 

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