Roger Federer nació el 8 de agosto de 1981 en Binningen, un pueblo de Suiza contiguo a Basilea, a un paso de la frontera con Alemania y a dos de la frontera con Francia. Está casi en la orilla del Rin. La localidad pertenece a la Suiza germanófona y Roger considera que su lengua materna es el alemán, aunque conoce bien el dialecto suizo-alemán: es esta una lengua intrincada a la que algunos suizos (generalmente francófonos) consideran no tanto un idioma como una enfermedad de la garganta, como solía decir el diseñador gráfico Jacques Schnieper. Roger es el segundo de los hijos que tuvieron Robert Federer, representante de unos laboratorios farmacéuticos hasta que decidió convertirse en manager de su hijo, y su esposa Lynette, de origen sudafricano.
Roger fue, desde pequeño, un niño problemático, como todos los hiperactivos. Vivía en un entorno de ganaderos y agricultores… suizos, cuyo nivel de vida no es en absoluto parecido a los ganaderos de Senegal. Ni de Cuenca, valga la comparación. No le gustaba la gente elegante. En la escuela fue mediocre tirando a malo (él mismo lo reconoce), porque se distraía constantemente, de nuevo como todos los niños hiperactivos.
Pero le había entrado un veneno. Tenía siete años cuando vio por la tele la final del torneo de Wimbledon que disputaron Stefan Edberg y Boris Becker (ganó el alemán Becker) y, sencillamente, se enganchó. Se tiraba las horas muertas viendo tenis por la tele. Su padre le animó a que jugase y en la escuela también le estimulaban, así que no estaba el niño para atender mucho a las matemáticas. Lo que quería era jugar. A lo que fuese. Porque el tenis le entusiasmaba, pero también le daba al fútbol, al baloncesto, al bádminton, al ping-pong y al hockey sobre hielo.
Hay que decir que, hasta bien entrada su juventud, Federer no es que fuese un niño problemático; es que no había cristiano que le aguantase. Era caprichoso, consentido, respondón, indisciplinado, rabietudo y con un carácter insoportable. Había una cosa que odiaba por encima de todas las demás: perder. Eso le sacaba de quicio. Desde que tenía diez años. Le daban unos ataques de histeria tremendos. Ya crecerá, le decían los educadores a su padre. Pero el niño crecía y crecía, y no se le pasaba la tontería.
Pues vaya si le tocó perder, porque al principio el niño no parecía gran cosa. Empezó a jugar en serio a los catorce años, cuando, gracias a la paciencia y a la fe de algún buen maestro que creyó en él (Adolf Kacovsky, por ejemplo) pudo entrenar en centros de alto rendimiento. Por entonces fue campeón nacional de Suiza. Dejó de estudiar a los 16 años. A los 17 ganó el campeonato de Wimbledon para niños, el llamado junior. Pero la verdad es que perdía tanto como ganaba, o más. Y seguía siendo un niñato malcriado.
Todo cambió con la llegada de un sueco providencial, Peter Lindgren, que le quitó los humos en un largo y minucioso proceso de domesticación. Federer tardó todavía bastante en ser Federer, el príncipe sonriente que hemos conocido todos, pero empezaron a llegar victorias. Se hizo profesional en 1998. Empezó a llegar a algunas semifinales, aunque todavía no había ganado ningún torneo. Se casó con la tenista eslovaca Miroslava Vavrinec (tienen cuatro hijos, gemelos dos y dos) y eso ayudó mucho a sosegarle el mal genio y a que dejase de vocear al juez de silla y de destrozar la raqueta contra el suelo cada vez que le ganaban. Porque le ganbaan. El español Álex Corretja se convirtió en su piedra en el zapato: es uno de los pocos que puede presumir de haber derrotado al suizo varias veces, en los tiempos en que aún echaba espuma por la boca cuando perdía.
El primer título, el de Milán (torneo hoy desaparecido), llegó en 2001. Pero en ese mismo año se produjo un acontecimiento decisivo: el joven Federer, con 19 años, venció sobre la hierba de Wimbledon nada menos que al norteamericano Pete Sampras, que había ganado siete veces el campeonato. Aquello fue como un traspaso de poderes o como la consagración del heredero. Sampras, que reinaba hasta entonces en solitario, lo dijo: el futuro del tenis pasa por este muchacho. Y tenía razón. Aquel partido es recordado por mucha gente. De la eliminación de Federer en la ronda siguiente no se acuerda nadie.
Ganó su primer Masters 1000 en Hamburgo, en 2002. Su primer Wimbledon (ganar en la augusta hierba de Londres es como alcanzar la dignidad cardenalicia del tenis) llegó en 2003, y además ganó media docena de torneos más. Empezaba a quedar claro que, de las tres superficies en que se juega al tenis en los grandes campeonatos (pista dura, tierra batida y hierba), la que peor se le daba era la arcilla roja; la que mejor, el césped.
Un día de febrero, en Miami, se enfrentó por primera vez a un chaval de pelo largo, que solía entonces jugar con camiseta sin mangas y que, con la raqueta en la mano, parecía no tener respeto por nada ni por nadie
En 2004 se producen en la vida de Federer dos acontecimientos trascendentales. Alcanza, a los 23 años, el número uno del mundo. Y un día de febrero, en Miami, se enfrentó por primera vez a un chaval de pelo largo, que solía entonces jugar con camiseta sin mangas y que, con la raqueta en la mano, parecía no tener respeto por nada ni por nadie. Se llamaba Rafa Nadal. Ganó a Federer en dos sets, sin contemplaciones. Y Federer, como solía, se enfadó.
La vida de ambos estaba destinada a edificarse en común durante casi dos décadas. Nadal y Federer no tienen explicación el uno sin el otro: se han enfrentado en 40 ocasiones, algo inconcebible en la llamada “era Open” del tenis. El balance final es de 24 victorias para el español y 16 para el suizo, pero eso es una minucia. Como han dicho todos los grandes tenistas de la historia contemporánea, empezando por John McEnroe, “aquellos dos tipos se hicieron mejores el uno al otro”. Mejores jugadores y mejores personas. Crearon una profunda amistad entre ambos y elevaron al tenis casi a la categoría de arte mayor. Durante varios años, hasta la aparición de un serbio genial y desabrido que se llama Novak Djokovic, Federer y Nadal reinaron en el mundo del tenis sin dejar sitio para nadie más. Lo ganaban prácticamente todo.
Alguien escribió que la llegada al mundo del llamado “Big Three” o “Los Tres Reyes” (Federer, Nadal y Djokovic, por orden de aparición) fue para el tenis lo que la aparición de Mozart y Haydn fue para la música: una explosión de creatividad nunca antes vista, pero también el exterminio de toda una generación de talentos que no pudieron sobrevivir (nadie habría podido) al brillo cegador de los genios absolutos. Y es que todos los campeonatos de Wimbledon que se han jugado desde 2003 hasta hoy los ha ganado uno de los Tres Reyes, con la sola excepción de dos años en que ganó el escocés Andy Murray.
Federer y Nadal jugaron el que se considera el partido de tenis más perfecto de todos los tiempos: la final de Wimbledon de 2008, que ganó Nadal. Federer dijo, en la final del Abierto de Australia de 2017, donde venció a Nadal, que era una lástima que en el tenis no fuese posible el empate, porque aquel partido merecían haberlo ganado los dos. Eso duró años y años.
En 2011 fue elegido como la segunda persona más digna de confianza del mundo, solo por detrás de Nelson Mandela
Roger Federer, antes de su retirada, ganó 103 títulos de diversos campeonatos, 20 de ellos de los cuatro Grand Slam (Australia, EE UU, Roland Garros y Wimbledon). Ocupó el número 1 del ránking mundial 310 semanas, aunque no seguidas. En 2011 fue elegido como la segunda persona más digna de confianza del mundo, solo por detrás de Nelson Mandela. Es el segundo tenista con más victorias en torneos de la ATP (1.202), solo detrás de Jimmy Connors. Ha emprendido incontables iniciativas humanitarias, entre ellas la célebre “Match for Africa” de 2010, con Rafa Nadal, en la que ambos jugaron dos partidos benéficos ante decenas de miles de personas, pero es solo un ejemplo entre muchísimos.
Obligado por las lesiones y por la edad, Roger Federer se retiró del tenis el 15 de septiembre de 2022, tras la Laver Cup de Londres. Él y Nadal jugaron el último partido (de dobles) frente a los norteamericanos Sock y Tiafoe. Perdieron. Nadie que las haya visto olvidará las imágenes de Federer y Nadal llorando como dos niños, tomados de la mano, en la despedida del que ha sido llamado el suizo más importante de todos los tiempos desde Guillermo Tell. Y una de las personas más queridas del planeta, aunque jamás hayan visto un partido de tenis.
Hace unos días alguien le preguntaba a Carlos Alcaraz (que parece el líder de la nueva generación de genios) qué era lo que más le gustaba de Federer, a quien ha admirado desde que nació. La respuesta fue: “La elegancia. No he visto nunca a nadie más elegante que Federer sobre una pista de tenis. Nadie es capaz de jugar así”.
Recibía el homenaje de más de 15.000 personas puestas en pie (entre ellas su esposa y la princesa de Gales) que le aplaudieron interminablemente, durante muchos minutos, en una ovación que recordaba a los grandes triunfos de los cantantes de ópera
Unas pocas horas antes, Roger Federer, vestido con un impecable traje de color claro y una corbata blanca, verde y morada (los colores de Wimbledon), recibía el homenaje de más de 15.000 personas puestas en pie (entre ellas su esposa y la princesa de Gales) que le aplaudieron interminablemente, durante muchos minutos, en una ovación que recordaba a los grandes triunfos de los cantantes de ópera, en reconocimiento por los ¡ocho títulos! logrados en Wimbledon. Nadie ha conseguido más, a fecha de hoy.
Y eso que de chaval se enfadaba cuando perdía…
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El cisne (Cygnus Cygnus) es un ave anseriforme de la familia de las anátidas. Pájaro eminentemente acuático, está entre las aves voladoras más grandes que existen hoy, y suele ser de color blanco… aunque no es nada raro ver cisnes negros, algo que causa muchos problemas a los filósofos. Su pico es rojo o anaranjado.
El cisne, en la mitología, estaba consagrado a Apolo porque a alguien se le ocurrió decir que solo cantaba antes de morir. No es verdad. El cisne canta cuando le da la gana, como todo el mundo, y lo hace bien o mal, también como todo el mundo.
Es un ave que se empareja de por vida y tiene un cortejo verdaderamente conmovedor. Pero lo que le hace destacar por encima de todos los demás seres vivos del planeta es su elegancia. No la pierde jamás, ni al posarse sobre el agua, ni al despegar, ni al volar, y ni siquiera al caminar por tierra. Tiene, eso sí, un carácter… bueno, digamos que difícil. Cuando se siente amenazado (o cree que lo está su nido) ataca sin miramientos, da unos picotazos tremendos y rompe raquetas contra el suelo. Pero lo normal es que conserve su impecable elegancia, su imperturbabilidad y su señorío, asombro de todos los demás bichos del mundo.
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