España

Sánchez Dragó y el difícil entrenamiento del dragón

En la universidad ingresó en el Partido Comunista. ¿Era comunista Sánchez Dragó? Pues muy probablemente no, pero era una manera de llamar la atención, de hacer amigos, de “correr aventuras”

Fernando Sánchez Dragó nació en Madrid el 2 de octubre de 1936. Es el primer hijo que tuvo la alicantina Elena Dragó Carratalá y el único que llegó a tener su padre, Fernando Sánchez Monreal. Este había muerto poco antes del nacimiento del niño. Acababa de estallar la guerra civil española y la vida humana valía muy poco, pero la figura ausente de su padre, periodista e hijo de periodistas, es fundamental en la vida de Fernando. Sánchez Monreal fue asesinado, eso está claro. El niño creyó, en sus primeros años, que lo habían matado los republicanos. Acabaría por descubrir que habían sido los sublevados. Dedicó muchos años a investigar aquello.

Desde muy pequeño, Fernando mostró las características esenciales de su carácter. Era muy inteligente, seguramente un superdotado; tenía verdadera pasión por la lectura y, esto sobre todo, era extraordinariamente fantasioso, lo cual lo convertía en un niño singular. Un crío que se pasa horas y horas hablando con su ángel de la guarda, a quien bautizó como “Jai”, o es Marcelino Pan y Vino (que hablaba con su amigo imaginario, Manuel) o le espera una vida difícil, eso si logra evitar que lo apedreen los compañeros de clase. En cualquier caso, otra de las características fundamentales de aquel niño, rasgo que no ha desaparecido jamás, era que necesitaba ser el centro de atención del mundo que le rodeaba. El protagonista. El héroe. El elegido. El bueno de la película, aunque esto no necesariamente. La excepción. El singular. 

Sánchez Dragó estudió en el que seguramente era el mejor colegio de España, o al menos aquel en el que se formó la futura clase dirigente del país: el madrileño de El Pilar, de los padres marianistas. Pero era un niño raro. Llegó al colegio convencido de que la película El mago de Oz era verdad y que había que seguir el camino de baldosas amarillas, lo cual prueba su portentosa imaginación porque la película, dirigida en 1939 por Victor Fleming, está rodada originalmente en blanco y negro y no hay forma de saber de qué color eran las baldosas por las que zascandileaba Judy Garland. Luego pasó de ser más que religioso, casi místico en su primera adolescencia, a abandonar la religión a los 16 años, primero porque estaba cargado de hormonas hirvientes (eso tampoco le ha abandonado nunca) y luego porque leía demasiado. 

Naturalmente, su vocación eran las Letras. Sus padres se llevaron un disgusto porque Filosofía y Letras era una carrera “de chicas y de curas”, pero se salió con la suya. Estudió de firme. A los 22 años se licenció en Románicas en la Universidad de Madrid. A los 25, en Lenguas Modernas (italiano). El mismo año (1962) concluyó sus cursos de Doctorado en Letras. Acabaría doctorándose, muchos años después, con una tesis sobre las Comedias bárbaras de Valle Inclán.

En la universidad ingresó en el Partido Comunista. ¿Era comunista Sánchez Dragó? Pues muy probablemente no, pero era una manera de llamar la atención, de hacer amigos, de “correr aventuras” (esto lo dijo él) y sobre todo de ir contra el poder, contra lo establecido, contra el que manda… sea quien sea, que es otra de sus obsesiones. Lo metieron en la cárcel tres veces, por rojo. Acabó exiliándose. A cualquiera que se le diga esto hoy…

Empezó a escribir a los 24 años. Fue una deflagración porque no ha parado jamás. Y la práctica totalidad de sus libros, que pasan de 40, tienen algo curioso en común: hablan sobre él. Son explícita (o implícitamente) autobiográficos. Aquel muchacho incapaz de estarse quieto que un amanecer de finales de los 60, en las orillas del Ganges, creyó ver “danzar el sol”, entró en una especie de éxtasis dramáticamente perfecto y volvió de cabeza a la religión (pero una religión a su manera, desde luego), ha viajado por todo el mundo, ha colaborado con incontables medios de comunicación (casi todos de cariz conservador), ha hecho numerosas traducciones, ha dado clase de lengua o literatura española en ocho países, ha mantenido una actividad sexual digna del libro Guinness (al menos según él, claro), se ha casado tres veces y está pensando si lo hace una cuarta, ha dirigido numerosos y muy seguidos programas de televisión sobre libros… y no ha dejado ni un solo día de conseguir que se hable de él. Que era de lo que se trataba. Desde niño.

La estrategia dragoniana, desde siempre, ha sido en realidad bastante sencilla: llevar la contraria. Sánchez Dragó es un hombre que iría por el carril contrario de la autovía tan solo porque todos los demás van por el otro, lo cual les convierte en ovejas, esclavos y gente con las “ideas acartonadas”, como ha dicho alguna vez de quienes no piensan como él. Es adicto a incontables teorías de la conspiración que tienen, todas, un denominador común: desconfiar o detestar lo que dice la mayoría, a quien se identifica con el “poder oculto” de lo que sea. Desde aquel precoz pseudocomunismo de su juventud universitaria ha viajado, como un cometa solitario, por numerosas posiciones políticas, cada vez más conservadoras, hasta inventar una ideología solo para él: lo que llama el “anarcoindividualismo”, hecho de chamanismo, astrología, misticismo, filosofía presocrática, budismo, hinduísmo, pitagorismo, zoroastrismo y cincuenta cosas más. Su biografía es inabarcable; entre otras cosas porque casi siempre la cuenta él mismo. Y de eso no se cansa nunca.

Es adicto a incontables teorías de la conspiración que tienen, todas, un denominador común: desconfiar o detestar lo que dice la mayoría, a quien se identifica con el “poder oculto” de lo que sea

Se tiene por defensor a ultranza de los derechos individuales. Está en contra del aborto, lo cual complace a los ultraconservadores. Niega la propiedad privada, lo cual aterroriza a los conservadores. Se puso tres dosis de la vacuna anticovid (ni que fuera tonto) pero se negó, airadísimo, a ponerse la cuarta, y se alineó de inmediato, aunque un poco tarde, con los fanáticos antivacunas. Está a favor de la eutanasia. Lloró como nunca en su vida por la muerte de Soseki, su gato, pero es un ferviente taurino y sostiene que José Tomás es comparable a Santa Teresa de Ávila y a San Juan de la Cruz. Está en contra de la tecnología, empezando por la revolución industrial, y propugna el regreso a los modos de vida del Medievo. De Sánchez Dragó se pueden decir muchísimas cosas, unas buenas y otras todavía peores, pero hay algo incuestionable: no es lo que se dice un ejemplo de coherencia. Algo que le da exactamente igual.

El autor de Gargoris y Habidis; el ganador del Premio Nacional de Literatura, del Planeta y del Fernando Lara de novela (entre otros), ha cometido algunas barbaridades, como todo aquel que va sistemáticamente “a la contra” de lo que sea. Una de las más tremendas fue presumir de haber tenido sexo con dos niñas japonesas de trece años. Pero lo dijo en un libro (Dios los cría…) y en 2010, cuando el delito ya había prescrito. Medio mundo pidió que lo despidiesen de Telemadrid, donde entonces trabajaba. No hubo manera. Dragó, quizá asustado por primera vez, argumentó que aquello era ficción. Le defendieron Esperanza Aguirre y media docena de intelectuales, todos amigos. Salió vivo de aquello. Siempre sale vivo. 

Ya en su ancianidad (aunque proclama que es capaz de provocarle a su pareja 20 orgasmos en una sesión de sexo), Dragó, el solitario siempre acompañado, Dragó el respondón, Dragó el apasionado, el iracundo, el fatuo, el tuitero, el “de qué se habla que me opongo”, el grafómano, el tipo que se lo ha leído todo, el islamófobo y “protestantófobo”, el presuntuoso y cínico (también de la escuela cínica de Diógenes de Sinope, siglo IV a. C.), ha terminado posándose, con el fuego de sus fosas nasales ya bastante agotado, sobre la extrema derecha con la que siempre simpatizó, al menos desde que dejó de ser comunista… si es que alguna vez lo fue. 

Pidió el voto para Aznar en las elecciones de 1993 y ahora asegura que apoya “al 90%” el programa de Vox. Se ha convertido en uno de los intelectuales de cabecera de Santiago Abascal, hombre que no destaca precisamente por sus lecturas. Fue Dragó quien, en una comida casi reciente, tuvo la ocurrencia de presentar a su amigo Ramón Tamames como candidato a la moción de censura que ha planteado la extrema derecha contra el gobierno de Pedro Sánchez. Tamames, divertido y desde luego halagado, dijo que sí. Perdieron, por supuesto; perdieron por muchísimo, pero casi nueve millones de ciudadanos vieron en algún momento la retransmisión de aquel surrealista debate parlamentario. No hay precedentes de esas cifras, en algo que ocurra en el hemiciclo, al menos desde la proclamación de Felipe VI, en junio de 2014, o desde el golpe de Estado del 23-F de 1981.

Y Dragó, cómo no, estaba allí. Dragó siempre está allí, donde se huele la pólvora.

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El dragón es un animal mitológico, aunque no siempre. Existe una especie de saurópsidos (los llamados dragones de Komodo) que viven en Indonesia y que no vuelan, ni echan fuego por la nariz, si bien tienen una saliva letal para sus presas. Pero no argumentemos con excepciones. Hoy nos referimos a los dragones legendarios; esos animales fantásticos que comenzaron a aparecer en amuletos chinos hace casi 7.000 años y que, en Europa, proceden de una tradición que va más atrás de la Grecia clásica y del Oriente Próximo.

Este dragón tiene muchas características notables, pero sobre todo estas. La primera, es un ser solitario. La segunda, casi siempre es alado y vuela, va de un sitio a otro sin pensárselo demasiado. La tercera, tiene un carácter muy difícil: suele expresar sus opiniones (sobre cualquier cosa) echando fuego por la boca o por las fosas nasales, lo cual no contribuye precisamente a que los niños lo quieran ni a que las gentes normales le tengan aprecio. Eso, naturalmente, ha cambiado bastante desde la aparición de Twitter, donde la especie parece haberse multiplicado muchísimo.

Un dato más: es fama que los dragones europeos tienen debilidad por las jovencitas, cuanto más jovencitas mejor, como puede comprobarse en la numerosísima iconografía medieval de nuestro continente. Y, en contra de lo que suele creer mucha gente, el valeroso caballero que intentaba rescatar a la niña, lanza en ristre, por lo general acababa sirviendo de aperitivo al monstruo. Al que nadie detenía, desde luego: conservaba su trabajo o le proporcionaban otro en otra caverna.

También en contra de las maravillosas películas de animación que muchos hemos visto con gran complacencia, es imposible entrenar, amaestrar o domesticar a los dragones. Eso es un cuento vikingo contemporáneo. El dragón tiene un ego mucho mayor que su propio tamaño y sabe bien que su función en el mundo (aunque sea en el mundo fantástico) es dar miedo, asustar, provocar, armar follón; unas veces en nombre de la libertad de expresión, otras de la libertad individual y las más, sencillamente porque le da la gana, porque le encanta que se hable de él, porque dejaría de existir sin su popularidad y su maestría a la hora de manipular y aterrorizar a la gente. El dragón, de más está decirlo, desprecia íntimamente a la gente. ¿Por qué? Pues porque es eso, gente. Porque no son él.

Nadie sabe cuánto viven los dragones mitológicos. Sin duda mucho. Pero da un poquito de lástima verlos viejos, apagados, ya sin el fuego de antaño. Sin ganas de volar a asustar en otro periódico. 

Aunque no hay que fiarse. Está en la naturaleza del dragón dar sorpresas. Nunca agradables, eso sí.

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