Santiago Muñoz Machado nació en Pozoblanco (Córdoba) el 27 de julio de 1949, en los “años duros” del franquismo. Es el pequeño de los cuatro hijos que tuvieron Andrés Muñoz Calero, abogado, escritor, historiador (cronista oficial de la localidad) y también alcalde de Pozoblanco, y su esposa, Carmen Machado.
La figura del padre es fundamental en la vida de Santiago Muñoz Machado. Con tres hijos mayores que se dedicaron a la Ingeniería, el abogado hizo cuanto pudo para que el pequeño, por lo menos, heredase la tradición familiar (que venía de lejos) y se dedicase al Derecho. Pero no solo (o no sólo: elija el lector si lo prefiere con tilde o sin tilde) al Derecho. Don Andrés, el padre, era un auténtico humanista al que le interesaba todo. Él fue quien influyó para que el pequeño Santiago, lo mismo que sus hermanos, se acostumbrade al “bien decir”; esto es, al uso correcto de la lengua, con precisión y claridad, y de ahí nació en Santiago un amor por el idioma que no se ha extinguido nunca. Él, el padre, fue quien abrió a su hijo las puertas de una biblioteca repleta de autores de la generación del 27 y también de la del 98. Y él, el padre, fue quien “ayudó” al pequeño Santiago, que tenía siete años, a escribir su primer artículo, que se publicó en el periódico local; se trataba de una crónica del primer viaje que hizo el niño, con sus compañeros de colegio, a Barcelona.
El pequeño Santi salió listo, muy listo, pero no repipi, menos mal. Leía, dice él, “lo que todo el mundo”: de los tebeos pasó a las novelas de Salgari y de Verne, ¡en versión íntegra! (esto lo subraya con mucho énfasis), pero guarda el mismo gratísimo recuerdo que guardamos muchos de aquellas novelas que publicaba Bruguera en las que, cada dos páginas de texto, había una de cómic con el resumen dibujado de lo que decía el relato escrito. No fuimos pocos quienes nos tragamos enterito a Mark Twain, a Melville y a muchos más por ese astuto método. Primero mirábamos los dibujos y luego, quieras que no, acababas leyendo el texto, que enganchaba muchísimo más. Una idea perfecta.
Santiago estudió en las Madres Concepcionistas y en los salesianos, pero aún era un chaval cuando se fue a Madrid, a estudiar Derecho en la Complutense. Le fue bien… o más que bien. Aquel muchacho al que le interesaba todo: la historia, la literatura, la ciencia, lo que fuese, empezó a trabajar, con 23 años, en lo que entonces se llamaba Cuerpo de Técnicos de la Administración Civil del Estado (los famosos TACs). Anduvo siempre en las proximidades de la Presidencia del Gobierno, primero en Castellana 3 y luego en Moncloa. Tuvo un importante papel en la elaboración de los borradores de la Constitución y de muchas leyes más. Lo suyo era el Derecho Administrativo, al que siempre ha considerado la “base del Estado”; cuando le tocó explicarlo en clase, intentó que fuese “divertido” (esto lo dice él mismo), empresa a todas luces muy por encima de las capacidades humanas pero cuyo intento le honra. Sea como fuere, es también un experto de referencia en Derecho Constitucional y Derecho Comunitario.
Tuvo un importante papel en la elaboración de los borradores de la Constitución y de muchas leyes más. Lo suyo era el Derecho Administrativo, al que siempre ha considerado la “base del Estado”
El currículum de Santiago Muñoz Machado es un puro vértigo. Se doctoró en 1974, pero ya llevada dos años dando clase en su Universidad, la Complutense de Madrid. Allí ganó por oposición su primera plaza: la de profesor adjunto de Administrativo en la facultad de Derecho. Pero no dejó el “trabajo seguro” de la Administración del Estado hasta 1980, cuando ganó la cátedra de Derecho Administrativo en Valencia. Luego ganó la misma cátedra en Alcalá de Henares, donde enseñó hasta 1994. Y por último logró lo mismo en “su” Universidad, la Complutense, donde se jubiló voluntariamente (suerte que tienen algunos) en 2014.
Ha escrito alrededor de cincuenta libros, algunos importantísimos como Los grandes procesos de la historia de España (2002); El problema de la vertebración del Estado en la España del siglo XVIII, de 2006); el monumental Tratado de Derecho Administrativo y Derecho Público General, en cuatro volúmenes que pasan, todos, de las mil páginas; o el Informe sobre España. Repensar el Estado o destruirlo (2014). Ha sido profesor visitante en nueve países. Es doctor honoris causa por cuatro universidades españolas y una chilena. Ha ganado el Premio Nacional de Literatura (ensayo) y el Nacional de Historia, en 2018, por un memorable trabajo que se titula Hablamos la misma lengua. Ha llevado a cabo un inmenso trabajo como editor, sobre todo en la editorial jurídica Iustel, de la que es fundador y una de las almas indispensables. Dirige dos diarios digitales (los dos sobre Derecho) y tres revistas, la más conocida de las cuales es El cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, título con el cual es poco probable que convoque largas colas en los kioscos para leer la exclusiva del mes pero que es enormemente seguida en el mundo jurídico.
No le caben los premios en casa, pero dice que los cambiaría todos por el último: el de Hijo Predilecto de Pozoblanco, quizá porque solo hay cuatro (contándole a él) y el primero es del siglo XVI. Se lo acaban de dar.
En diciembre de 2012 fue elegido miembro de la Real Academia Española (que se llama así, Española, y no “de la Lengua”, como muchísima gente cree). Ocupa desde entonces la silla r, que había dejado vacía Antonio Mingote. Es uno de los dos juristas de la que suele llamarse Docta Casa; el otro es el ya nonagenario Miguel Sáenz. Y en 2018, en una reñidísima votación, derrotó al otro candidato, el periodista Juan Luis Cebrián, en la lucha por la presidencia de la RAE. No lo debió de hacer tan mal porque los académicos lo reeligieron en 2022. Desde 2019 es presidente del Instituto de España, entidad que reúne a las diez Reales Academia que existen en nuestro país. Y desde ese mismo año, 2019, es consejero de Estado.
Sepamos que la Real Academia Española ha cambiado mucho desde que, en 2004, falleció el inmenso Fernando Lázaro Carreter, que fue el 26º director (Muñoz Machado es el trigésimo). Lázaro era un hombre de sabiduría inabarcable y de un trato personal delicioso, pero también era algo así como el cardenal Ottaviani en el concilio Vaticano II: el guardián de la ortodoxia. Generalizando mucho, puede decirse que su trabajo era señalar lo que estaba mal, lo que no debía hacerse, las incorrecciones que cometía todo el mundo (sobre todo, los periodistas) en el uso de la lengua española. Sus maravillosos artículos, recogidos en los dos tomos de El dardo en la palabra, son buena prueba de ello.
El mandato y la forma de ser de Lázaro influyeron mucho en el siguiente director, Víctor García de la Concha (1998-2010), pero ya entonces la Academia se enfrentaba a un cambio decisivo: internet, la globalización de las comunicaciones, el principio de las redes sociales. La Academia abrió una de las páginas web más consultadas del mundo en lengua española, se modernizó, se digitalizó, hizo un esfuerzo tremendo para publicar diccionarios nuevos que tuviesen en cuenta a toda Hispanoamérica, gramáticas, ortografías también nuevas; se multiplicó la coordinación y el trabajo conjunto con las Academias de otros países, singularmente con los hispanoamericanos… Y los tiempos de Lázaro Carreter, y su concepto de la inatacable ortodoxia lingüística, quedaron atrás. Era inevitable. Hoy sorprende leer aquel espléndido Dardo en la palabra porque casi ocho de cada diez artículos se han quedado viejos. Lo que el gran Lázaro consideraba errores imperdonables ya están admitidos.
Hoy sorprende leer aquel espléndido Dardo en la palabra porque casi ocho de cada diez artículos se han quedado viejos.
Esta es la Real Academia Española que ha heredado Santiago Muñoz Machado. Una institución que ya no se ocupa de prohibir y condenar palabros, sino de escuchar atentamente para recoger en el diccionario aquello que la gente dice y, con toda probabilidad, va a seguir diciendo durante mucho tiempo. Intenta hacer un idioma unido, sin duda, pero no excluyente ni rígido. Es una institución mucho más dinámica que hace treinta años, aunque a Santiago Muñoz Machado siga dándole urticaria “el llamado lenguaje inclusivo”, como él dice, que considera artificioso, forzado e inútil, porque lo usa poquísima gente.
En este aroma de flexibilidad y concordia llegó el lío de las tildes. Un día, hace más de una década, se decidió que ya no era necesario (pero tampoco estaba prohibido) poner tilde en este o en aquel. Y que al adverbio “solo” sinónimo de “solamente”, tampoco hay que ponerle la tilde (el adjetivo “solo”, de soledad, jamás la llevó), porque la confusión era muy pequeña y fácil de resolver.
Esa maldita tilde no cuajó. A los lectores y a muchos periodistas les “sangraban los ojos”, como suele decirse, al leer, por ejemplo, “solo sé que estoy solo”, y el primero de los dos “solos” sin su tilde de toda la vida. Hubo escribidores que se empestillaron en acentuar “sólo” a machamartillo, por pura militancia tildística.
Y la Academia de Muñoz Machado hizo algo que ha hecho contadísimas veces en su historia, que tiene ya 310 años: rectificar. Otro académico, Arturo Pérez-Reverte (un hombre que parece disfrutar con el escándalo) anunció un “pleno tormentoso” para el pasado jueves, 9 de marzo. No hubo tal. Los académicos cambiaron tranquilamente la declaración de incorrección para la controvertida tilde y dejaron el asunto… ¡en manos de aquel que escribe! Si usted cree que el adverbio “solo” no se entiende bien sin tilde, pues póngasela y asunto resuelto. Pero si piensa que está todo suficientemente claro, pues no se la ponga, y aquí paz y solo después (o sólo después) gloria. A gusto del consumidor.
¡Ay, si Lázaro Carreter levantase la cabeza!
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El ratón casero (mus musculus) es uno de los animales más conocidos del planeta. Se encuentra en casi todo el mundo y hay quien asegura que es la segunda especie de mamíferos más numerosa del mundo, solo (o sólo) por detrás del ser humano; aunque esto es difícil de creer porque parece evidente que hay más ratones que gente. Pero lo mismo es una percepción equivocada. Naturalmente, el ratón casero (o “de ciudad”) es primo directo del ratón de campo. Hay un maravilloso cuento sobre eso, que se atribuye a Esopo.
El “ratón de biblioteca” es una metáfora inventada por un pintor alemán de mediados del siglo XIX. Los ratones caseros, que en Asturias, León y Santander se conocen familiarmente como “sabuches” o “sabuchos”, se meten por todas partes, pero no necesaria o especialmente en las bibliotecas. Si usted guarda libros viejos en un arcón y lo deja en el sótano, es probable que al cabo de algún tiempo se encuentre con las páginas roídas. Sí, son los ratoncitos caseros. Pero lo mismo le pasará con la ropa, las manzanas, el pan o el trigo y, como no podía ser de otro modo, el queso.
Los ratones caseros comen prácticamente de todo, pero especialmente vegetales. Las páginas de los libros están hechas de celulosa. Eso cuenta como vegetal. Pero admitamos que los ratones son especialmente perseguidos en las bibliotecas, porque los libros son una cosa muy seria y hay que mantenerlos a salvo de dientecitos ansiosos. ¿Los hay? Haberlos, haylos.
Aparte de Santiago Muñoz Machado, que se ha pasado la vida entre libros aunque es poco probable que se haya comido alguno (el Derecho Administrativo suele ser especialmente indigesto, diga él lo que diga), hay ejemplos de grandes e ilustres ratones de biblioteca. Es fama que el inolvidable Dámaso Alonso era uno de ellos (incluso guardaba cierto parecido), lo mismo que Marcelino Menéndez y Pelayo, William Shakespeare o el académico Francisco Rico, que royó y royó la memorable edición del Quijote publicada por la RAE en el IV Centenario (2005) hasta dejar, con sus dientecillos, en la última página, una broma insultante en forma de acróstico, metiéndose con el director, Víctor García de la Concha.
Conclusión: si se encuentra con un pequeño ratón por el pasillo, no lo mate, lo persiga ni le ponga veneno. Puede saber de Cervantes más que usted.
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