Pedro Sánchez ha metido la directa en la renovación del Tribunal Constitucional, consciente de la importancia que supone un vuelco de la actual mayoría conservadora. El tribunal de garantías se ha convertido en los últimos 10 años en un órgano determinante en el proceso soberanista de Cataluña y sus advertencias han sido la base de posteriores condenas que han llegado a alcanzar el delito de sedición.
Con la derogación de este tipo va a ser especialmente difícil que futuras acciones encaminadas a la desconexión del territorio español tengan respuesta penal. De hecho, la supresión del delito de sedición y su cambio por la figura de desórdenes públicos agravados implica que hechos como los que fueron juzgados en el Tribunal Supremo difícilmente sean perseguidos penalmente.
A no ser que exista un alzamiento tumultuario (escenario que abriría la puerta a la rebelión), actuaciones del gobierno catalán que dirige Pere Aragonés y que se asemejasen a las juzgadas en el marco del procés tendrían un difícil encaje penal. De hecho, el procés en sí, ya juzgado para 12 de sus líderes, tendrá que revisarse de nuevo en el Tribunal Supremo para estudiar si los hechos probados encajan o no en los desórdenes públicos agravados.
La desobediencia
Con este escenario solo parecería factible actuar contra los responsables de estos actos por desobediencia, delito recogido en el artículo 556 del Código Penal que solo lleva aparejadas penas de multa y de inhabilitaciones, en el peor de los casos. La clave para condenar por este tipo penal la tiene el Tribunal Constitucional, ya que este órgano es el encargado de apercibir y prohibir actuaciones que chocan con los artículos que recoge la Carta Magna.
Con este telón de fondo y teniendo en cuenta los avances de la Mesa de Diálogo, el Ejecutivo considera especialmente relevante inclinar el Tribunal Constitucional hacia una mayoría progresista con cambio de presidente incluido. La celeridad del Ejecutivo en renovar el tribunal de garantías no ha ido aparejada a la del CGPJ. El órgano de gobierno de jueces tendría que haber nombrado a sus dos candidatos por ley en septiembre, pero el trámite se ha ido retrasando.
El motivo reside, principalmente, en la postura de los vocales conservadores, que han ido dilatando el proceso, en parte por los continuos ataques del Ejecutivo al Poder Judicial y también debido al rechazo que generó la reforma legal que les despojó de su facultad de efectuar nombramientos. Con los meses, el Ejecutivo se vio obligado a hacer su propia contrarreforma si quería lograr la renovación del Tribunal Constitucional ya que él mismo había imposibilitado al CGPJ efectuar nombramientos. Por ello le devolvió la facultad, pero únicamente para elegir a sus candidatos del TC.
"Es un asalto al TC"
Las dilaciones en las negociaciones llevaron al Gobierno a dar un golpe en la mesa y cambiar las reglas del juego para poder nombrar a sus dos candidatos (el exministro de Justicia Juan Carlos Campo y la exalto cargo de Moncloa Laura Díez). La enmienda presentada por el grupo socialista habla de la necesidad de renovar para evitar el colapso del tribunal de garantías.
Sin embargo, la urgencia con este ente -que lleva caducado seis meses- choca con la escasa iniciativa para buscar solución al colapso que vive la cúpula de la Justicia desde hace más de año y medio, debido también a la imposibilidad que tiene el CGPJ de efectuar nombramientos. Solo en el Supremo la situación es ya extrema, al sumar 18 vacantes.
Así pues, la postura del Gobierno de Pedro Sánchez lleva al Poder Judicial a sospechar que su interés por controlar el Tribunal Constitucional trasciende lo meramente jurídico. Fuentes jurídicas de alta solvencia consultadas por Vozpópuli consideran que este movimiento obedece exclusivamente al acuerdo que tiene con sus socios de ERC y viene a poner el broche a otras dos reformas también impulsadas a petición de la formación republicana independentista: la derogación de la sedición y la rebaja de la malversación cuando no ha habido ánimo de lucro.
Sin embargo, las mismas fuentes sostienen que lo relativo al Constitucional es especialmente grave porque en este nuevo periodo que comienza va a depender del Tribunal Constitucional el frenar conductas que, como la propia ERC ha anunciado, van encaminadas hacia un objetivo final que no es otro que "la resolución política del conflicto con España en base a dos premisas clave: la amnistía y ejercer el derecho a voto en referéndum".
El proceso soberanista en el TC
La duda ahora reside en los cauces que el gobierno catalán adoptará para evitar que, a diferencia de anteriores ocasiones, esta vez logren que el Tribunal Constitucional no les tumbe sus proyectos estrella. El órgano ha emitido decenas de avisos y ha suspendido numerosas normas desde hace más de 10 años al entender que chocan con lo recogido en la Constitución.
Así, en 2010 ya se pronunció sobre el Estatuto de Autonomía que se aprobó en Cataluña 4 años antes. Aunque avaló parte del proyecto, tumbó más de una decena de artículos por inconstitucionales. Entre otros preceptos, frenó el intento de la Generalitat de contar con un sistema judicial autónomo (una especie de CGPJ catalán) y también la referencia del preámbulo de Cataluña como una nación.
En 2013 también dejó en agua de borrajas la declaración soberanista que aprobó la cámara regional en Cataluña. Un año después asestó un golpe mortal a uno de los ejes del mandato de Artur Mas: la consulta independentista que organizó el 9 de noviembre de 2014. El desacato al tribunal de garantías le valió su condena y posterior inhabilitación por delito de desobediencia.
Lo mismo ocurrió con los líderes del procés. Años antes de que el asunto acabara juzgándose en la Sala Segunda del Tribunal Supremo, el Tribunal Constitucional ya advertía de los riesgos de sus actuaciones. En 2015 suspendió la resolución independentista del Parlament en la que se trazaba la hoja de ruta de la independencia que se acordó dos años más tarde. También en septiembre de 2017, un mes antes del 1-O, prohibió el referéndum y apercibió al entonces presidente Carles Puigdemont, a la expresidenta del Parlament Carme Forcadell y a otro millar de personas más.
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