Taylor Alison Swift nació en el pueblo de West Reading, en el interior de Pensilvania (nordeste de EE UU), el 13 de diciembre de 1989. Es la mayor de los dos hijos que tuvieron (niña y niño) Scott Kingsley Swift y su esposa, Andrea Gardner Finlay. El padre ha sido asesor financiero del Bank of America Merril Lynch y procede de una larga dinastía de banqueros. La madre trabajó como "ejecutiva de mercadotecnia" en un fondo de inversión.
Muy bien, pero eso son las cosas que se ponen en los currículos. Lo cierto es que Taylor creció en el pueblecito próximo de Cumru, en medio de la naturaleza, en un vivero de árboles de navidad. Esa era la verdadera actividad de la familia, más que los negocios bancarios, y está claro que esa circunstancia influyó profundamente en la pequeña Taylor. Árboles de navidad. Imagínense. Taylor habrá escuchado villancicos y "carols" ocho o nueve meses al año y habrá vivido rodeada de renos de peluche, gnomos de jardín y fotos dedicadas de Santa Claus. Una infancia sacada de las adorables ilustraciones de Norman Rockwell. Eso explica muchas cosas.
Un detalle más: la abuela materna de Taylor, Marjorie Finlay, antigua cantante de ópera, se empeñó en enseñar a cantar a la niña desde que esta tenía cuatro años. Y vaya si lo consiguió.
La pequeña Taylor dejó muy claro, desde su más tierna infancia, que no era una niña normal. Era una genuina, completa e indisimulable niña prodigio: tenía un talento sencillamente extraordinario para la música, para el baile, para la escritura y –esto se vería más tarde– para el maquillaje, el modelaje y la actuación. Es imposible saber qué habría sido de la niña Taylor si hubiese nacido en una aldea de Sudán o en una yurta de Mongolia. Pero nació en una familia tradicional del Este de EEUU, rodeada de árboles y luces de colores; una familia media-alta, sonriente y moderadamente conservadora, alejada de la pobreza, los problemas raciales y los desastres del mundo. Las mayores tragedias que vivió la adolescente Taylor consistían en que un chico de la clase de matemáticas le gustaba pero él no se fijaba en ella y prefería a otra. Lo que hemos visto toda la vida en las películas y típicas series de televisión "de adolescentes" estadounidenses.
Pero Taylor, que salió alta (1,78 sin tacones), rubia con el pelo dulcemente ondulado y muy llamativamente guapa, tenía un talento que los demás estudiantes y animadoras de su escuela estaban muy lejos de tener: llegaba a casa, se abrazaba a su guitarra y empezaba a ponerle música y letra a aquellos dulces –pero dolorosos, admitámoslo– dramas sentimentales de jóvenes privilegiados. Es decir, que escribía canciones. Y lo hacía maravillosamente. La chiquilla quería dedicarse a la música.
Lo curioso es que su vocación fuera el "country". Este género es muy peculiar porque exige, además de aptitudes musicales evidentes, una actitud ante la vida (y ante la música) que no todo el mundo tiene. El "country" rara vez genera ídolos juveniles, no está pensado para ser una carrera hacia el estrellato sino una forma de transmitir emociones. Tú no tienes que ser un astro inalcanzable sino "uno de ellos", como los que te escuchan, y deberás contarles con la mayor sinceridad las cosas que les pasan a ellos. Que son, en lo esencial, las mismas que te pasan a ti.
E indispensablemente deberás ir a Nashville, en Tennessee. Nashville es al country lo que el Vaticano es a la iglesia católica.
Taylor Swift, con catorce años, agarró su guitarra y sus rizos dorados y se fue a Nashville a patearse clubes y cafés y karaokes, y a distribuir maquetas caseras de sus canciones. No todos, ni mucho menos, creían que aquellas piezas deliciosas fuesen obra de aquella niña que, por aquella época, estaba ya en plena transformación física. Se convirtió en un bellezón que de inmediato aprendió a maquillarse, a caminar por escenarios y pasarelas, y a posar para los fotógrafos poniendo una insinuante cara de gata, en escorzo y con los ojos entrecerrados. Para ser más precisos: la cara y la expresión de la gata "Duquesa, de la película "Los aristogatos" de Walt Disney, territorio sociológico natural de Taylor Swift.
Su tenacidad tuvo éxito. Ganó un concursito de jóvenes talentos en Nashville. Hizo de telonera de Charlie Daniels, un cantante country mucho más viejo, mucho más feo y mucho más prestigioso que ella. Y consiguió grabar su primer disco (estamos en 2006), que se llamó, naturalmente, Taylor Swift.
Naturalmente, sí. Porque en ese disco, como en casi todos los demás, la muchacha nos contaba… su vida. ¿Qué otra cosa podía contar? Nada de protestas, nada de posicionamientos políticos, nada de reflexiones profundas: seguíamos con el drama del chico de clase que me gusta pero yo a él no, así que me siento desdichada mientras le doy celos con su mejor amigo. Los discos de Taylor Swift son, en realidad, su diario personal.
Pero aquellas canciones tenían verdadero talento. Tanto en la música como en la letra. Llegaban al fondo del corazón de los quinceañeros y sobre todo de las quinceañeras. La pieza "Tim McGraw", de aquel disco, llegó inmediatamente al número dos de las listas y el vídeo se mantuvo en lo más alto durante siete meses y medio. Otras canciones, como "Lágrimas sobre mi guitarra" y "Nuestra canción" llegaron a la misma altura o mayor. La Meca del género se rindió a la muchacha: en octubre de 2007, la Asociación de Compositores de Nashville (algo así como el colegio cardenalicio del country) le concedió su premio al mejor cantante y compositor. Taylor tenía 18 años. Nadie tan joven lo había recibido nunca.
Y se desató la fiebre. Apareció una nueva especie de mamíferos vertebrados, los "swifties", que rápidamente se propagaron por todo EEUU y no tardando mucho por todo el planeta. Eran fans de día y noche, de 24 horas diarias, que la adoraban. Y no faltaban motivos. De su segundo álbum, "Fearless", lanzado en 2008 e inspirado en su relación con el actor Joe Jonas, se vendieron diez millones de copias en todo el mundo. Ganó cuatro premios Grammy. Canciones como "Love Story", muy lejanamente inspirada en el "Romeo y Julieta" de Shakespeare, están en la memoria colectiva de millones de críos de todo el mundo (mejor: de todo el primer mundo, pero eso incluye a los chinos) que a finales de la primera década del siglo eran adolescentes; ahora, casi quince años después, lo está además en la de la siguiente generación. No es algo fácil de conseguir. Y no es el único caso.
Sería enojoso, además de imposible, relatar aquí por lo menudo la carrera musical de esta muchacha que ya tiene 34 años y que ha ido cambiando, lo mismo que su música y su imagen, a medida que el tiempo pasaba. Hace años que se convirtió en un fenómeno sociológico de carácter planetario. Ha ganado catorce Grammys y, literalmente, decenas de premios musicales de otras instituciones artísticas de todo el mundo. Ha escrito e interpretado más de doscientas canciones, muchas de las cuales se convirtieron en éxitos absolutos inmediatamente… y lo siguen siendo. Ha vendido alrededor de 230 millones de copias de sus once álbumes, lo cual la convierte en la tercera cantante que más éxito comercial ha tenido en todos los tiempos, solo por detrás de Madonna y Rihanna, y por delante de Withney Houston, Beyoncé, Mariah Carey, Lady Gaga o Britney Spears. Ha participado, como actriz o haciendo de ella misma, en catorce películas. Y ha emprendido seis agotadoras giras o "tours" mundiales, cuyos conciertos reúnen a multitudes mayores que las migraciones de los ñus en el Serengueti. Hoy los "swifties" se cuentan por decenas de millones.
Con el paso de los años, Taylor Swift se convirtió en el "puente" entre el country y el pop, que acabó siendo su territorio natural. Se hizo moderadamente feminista, moderadamente demócrata (es muy amiga de Michelle Obama), moderadamente indie y moderadamente mala, al menos en apariencia: todo moderadamente, como puede verse, y cambiando según cambiaban los tiempos. Se asoció a otros "ángeles del Señor" de la música, como Ed Sheeran o Shawn Mendes; pero estos no sabían posar para las fotos con el estilazo de Taylor. Domina como nadie las redes sociales, es la mejor haciéndote creer que eres especial para ella (eso le pasa a todos sus fans) gracias a un estudio detalladísimo de su audiencia, y controla con mano maestra los inmensos réditos económicos de su música: llegó a regrabar varios de sus primeros álbumes para evitar que algunos mercaderes demasiado listos, en cuyas manos cayó cuando era una niña rizosa e inocente que soñaba con el chico de la clase de matemáticas, se quedasen con la pasta que nacía de su trabajo.
Fue siempre el cielo de hija que cualquier madre de la costa Este, de EEUU, o del medio Oeste, querría tener. Lo sigue siendo. El número de sus novios, ciertos o de márketing, es como las estrellas del cielo o las arenas del mar, porque la castidad y la fidelidad no están entre sus escasos defectos. Sigue contándonos lo que le pasa a ella en cada canción que hace, y es poco probable que algún día vaya más allá.
Esta mujer prodigiosa se ha plantado en Madrid para dar dos conciertos en dos días seguidos (estadio Santiago Bernabéu) con las entradas vendidas desde hace meses. El movimiento de multitudes ha sido de tales dimensiones que los vecinos han pensado que se trataba de una invasión y hay quien jura que las lámparas y las sillas y los útiles de cocina temblaban como si hubiese un terremoto. Las inmediaciones del estadio fueron tomadas por adolescentes (y no tan adolescentes) que pasaron allí, en tiendas de campaña, dos noches enteras, en peregrinación "swíftica"; y que, cuando veían que una cámara se les acercaba, se ponían a cantar "Love Story" con voz monjil y desafinada por el agotamiento.
Ninguna mujer ha tenido semejante éxito como compositora desde Dolly Parton. Ahora la pregunta que flota en el aire es la que hicieron, hace décadas, los Beatles: "¿Me seguirás queriendo cuando tenga 64 años?".
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En las líneas anteriores ha quedado clara la extraordinaria semejanza de Taylor Swift con una gata elegante y seductora, pero lo importante de su presencia en España es la multitud que ha movilizado. Esto recuerda inmediatamente a las migraciones de los ñus (connochaetes), mamíferos artiodáctilos bóvidos parientes de los antílopes que habitan en todas las llanuras del África central, desde Namibia a las lindes del Sahara.
El ñu, individualmente, es un animal poco peligroso, a pesar de su ostentosa cornamenta. Dispone de cierta bondad, no le gustan los problemas y podría adivinársele cierta propensión al sentimentalismo. Solo se irrita, y mucho, cuando los depredadores (que tiene unos cuantos) tratan de cazar a sus crías, pero eso le pasa a casi todo el mundo.
Ahora bien, el ñu se transforma cuando se junta en las inmensas manadas (millones de individuos) que, anualmente, migran en busca de mejores pastos o de zonas más húmedas cuando llega la estación seca o la de conciertos. Y luego regresan. Ahí es donde aparece el heroísmo oculto del ñu, su temeridad, su fortaleza de ánimo y su desprecio por la vida, que se basa únicamente en la fuerza del número.
Todos hemos visto cien veces cómo inmensas miríadas de ñus se lanzan a las turbulentas aguas del río Mara, en Kenia, infestadas de cocodrilos. ¿Por qué lo hacen? Sin duda porque saben que al otro lado del río está el concierto de Taylor Swift, y para lograr un buen sitio (y quizá reproducirse, que en realidad es lo que buscan todos los mamíferos artiodáctilos y los que no son tan artiodáctilos) son capaces de arrostrar los mayores peligros: que les agredan los vecinos, que no haya dónde ducharse, que se los coman los cocodrilos o que acaben muriendo pisoteados y aplastados por otros ñus que vienen detrás, a ver si pillan primera fila.
Es duro ser "swiftie", o en este caso "ñuftie". Pero nadie dijo nunca que la pasión por los ídolos juveniles (o por las verdes praderas del Serengueti) sea sencilla. A ellos les merece la pena. No es sensato ni generoso decir nada más.
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