María Teresa Perales Fernández nació en Zaragoza el 29 de diciembre de 1975, con un frío terrible. Fue la primera de los dos hijos que tuvieron Luis Perales, extremeño de Acebo (Cáceres), y su esposa Sebi Fernández, zaragozana. El matrimonio se instaló en la capital aragonesa.
Teresa fue una niña lista, sonriente, más bien fuerte de carácter, que quería ser médico. Todo iba bien. También le gustaba el fútbol y era hincha, naturalmente, del Zaragoza. Lo que no le gustaba era nadar. Lo odiaba. No sabía y le costaba un esfuerzo enorme llegar al bordillo. Vamos, que le tenía miedo al agua, como tantos niños. El primer dolor, terrible, llegó al comenzar los 90, cuando su padre murió de leucemia. Ella tenía quince años y no olvidará jamás lo que sintió cuando a los pocos días del entierro llegó una carta: había un donante compatible que seguramente habría salvado la vida de aquel hombre. Teresa y su hermano pequeño, David, de ocho años, quedaron a cargo de Sebi, la madre, una de esas aragonesas hechas de madera muy dura, que ni se doblan ni se rompen. Y que tuvo que ponerse a trabajar.
El segundo dolor llegó cuatro años después. El 10 de mayo de 1995, el Zaragoza ganó la Recopa de Europa al Arsenal, en el Parque de los Príncipes de París, por 2-1. Fue el día de la euforia. Teresa salió a la calle a celebrarlo con sus amigas, pero al volver a casa sintió un fortísimo dolor en los pies. Un dolor que se atenuaba pero que no desaparecía. Tres meses después estaba en una silla de ruedas: los médicos detectaron una enfermedad neurológica, una neuropatía. Y le dijeron la frase brutal: nunca volverás a andar.
Ahí brotó como un géiser la gran virtud de Teresa: la tenacidad. Nunca le digas a esta mujer que hay algo que no puede hacer, porque se pondrá a ello y lo hará. Sea lo que sea. Lo primero, incluso antes de la silla de ruedas, fue apoyarse en su madre, Sebi, que ha sido siempre el pilar fundamental de su vida. Lo segundo que hizo fue librarse del cursi del novio que tenía entonces, porque al jovenzuelo le daba vergüenza ir por la calle con aquella chica que andaba raro y se caía. Así que ella, en sus propias palabras, lo mandó “a freír espárragos”. Lo tercero, aprender a soportar a los vecinos de la casa en que vivía la familia, que durante diez años se negaron a hacer en el portal la obra que necesitaba Teresa para salvar los 25 escalones que allí había. Y lo cuarto fue tirarse a la piscina. Literalmente.
Era verano y el ánimo se lo dio su hermano pequeño, David. A Teresa le pusieron un chaleco salvavidas y le dieron un silbato por si tenía que pedir ayuda. Y al agua. Allí, sin la silla de ruedas, se sintió libre por primera vez en mucho tiempo. Flotaba. Podía mover las piernas. Apenas notaba la gravedad. Y se dio cuenta de que estaba en su elemento; que el agua, a la que de niña temía, se había vuelto su aliada.
Empezó a nadar para hacer ejercicio, nada más. Pero no tardó en fijarse en ella su entrenador, que le dijo las palabras mágicas: “Eres un diamante en bruto que hay que pulir”. Teresa no sabía que eso, en realidad, se lo decía a todas (él mismo lo admitió, entre risas, años después), así que se lo creyó. ¿Competir en natación? ¿Ella, que le tenía miedo al agua y que no podía caminar? No, eso no podía hacerse, era imposible, dijeron algunos. Y eso era exactamente lo que Teresa necesitaba para dedicarse a la natación con todas sus fuerzas. Que eran muchas. Quizá no en las piernas, pero sí en todo lo demás. Incluida su cabeza. No había pasado un año desde aquel chapuzón “de prueba” al que le animó su hermano David cuando Teresa ya estaba compitiendo en natación adaptada.
Fue como la erupción de un volcán. El currículum deportivo de esta mujer es de los de sudar frío. Ningún deportista español ha conseguido, ni remotamente, lo que ha logrado ella, con su inaudita tenacidad y su negativa radical, cabezona, aragonesa, a darse por vencida.
En 1998 ganó su primera medalla en un campeonato del Mundo de natación. Fue de bronce y la logró en Christchurch (Nueva Zelanda). Muchos dijeron: bueeeeno, ya está, ya tiene su medallita; ahora descansará y nos dejará tranquilos. Pero no fue así. Teresa Perales ha logrado, a día de hoy, 37 medallas en campeonatos de Europa y otras 22 (cuatro de oro) en seis campeonatos mundiales. Sus primeros Juegos Olímpicos fueron los de Sídney, en 2000. Ha participado en cinco más, que se dice pronto: Atenas, Pekín, Londres (fue la abanderada de España, sentada en su silla de ruedas y con un sombrero chulísimo), Rio de Janeiro y Tokio. Los que acaban de comenzar en París son sus séptimos Juegos, algo que solo está al alcance de los extraterrestres, y no de todos. Cuando comienzan los Juegos de París, Teresa Perales ha ganado la escalofriante cantidad de 27 medallas olímpicas, lo cual la iguala con un monstruo de leyenda como es el estadounidense Michael Phelps, el mejor nadador de la historia. Lo que busca Teresa en París es, por supuesto, romper ese empate. Es algo así como el Novak Djokovic de la natación paralímpica.
El año pasado su enfermedad, que no se detiene, le privó de la movilidad del brazo izquierdo. ¿Qué hizo Teresa? Decir: Pues bueno, pues nadaré con el derecho. Se cambió de clase competitiva y aquí no ha pasado nada. Y si pasa, no importa, como decía otro aragonés al que mejor será no citar aquí.
Como le sobraba tiempo (habrá advertido el lector la sutil ironía), Teresa Perales se empeñó en hacer más cosas que, según los ‘cuñaos’ habituales, ella no podía hacer. Una de ellas, dedicarse por un tiempo a la política. En 2003 fue elegida diputada autonómica en Aragón por el Partido Aragonés Regionalista y se dedicó, como era lógico, a los discapacitados y a los dependientes. Otra cosa que no podía hacer porque no sabía: escribir. Pues es autora de dos libros, “Mi vida sobre ruedas” (La Esfera, 2007) y “La fuerza de un sueño” (Conecta, 2014).
Los premios, reconocimientos y galardones que Teresa ha recibido durante este último cuarto de siglo no se pueden contar aquí, sencillamente porque no caben. Tan solo para transportar las medallas obtenidas en los campeonatos y en los Juegos Olímpicos necesitaría una carretilla: no hay quien pueda con eso.
Hay algunos, sin embargo, que merecen una mención inexcusable. Por ejemplo, el de noviembre de 2012, cuando el entonces rey Juan Carlos I le impuso la Gran Cruz de la Real Orden al Mérito Deportivo, el mayor honor que puede recibir un deportista español. Fue la primera atleta paralímpica en recibirlo.
O el del 2 de junio de 2021, cuando la princesa Leonor le entregó, en el teatro Campoamor de Oviedo, el premio Princesa de Asturias de los Deportes, en presencia de los Reyes… y también de su madre, Sebi, a quien Teresa dedicó un discurso emocionantísimo. Menos mal que la mascarilla, obligatoria entonces, ayudaba a enjugar las lágrimas.
Aquel día de Oviedo, Teresa iba vestida de rojo y con unos zapatos muy elegantes (“como no me duelen los pies, puedo ponerme lo que me da la gana”, se reía), pero sobre todo llevaba al cuello una llamativa gargantilla hecha con hojas y frutos ovalados, todo en color oro viejo. Es difícil distinguir, viendo las fotos y los vídeos, si aquellas hojas pretendían ser de laurel o de olivo.
Pero seguramente eran de olivo. Porque uno de los primeros –y más queridos– honores que recibió Teresa Perales, que por aquel entonces todavía tenía 29 años (ahora 48), fue el que le entregaron las Cortes de Aragón: el brote de un olivo cinco veces centenario de los que forman el jardín que rodea el Palacio de la Aljafería, en Zaragoza; precisamente la sede de esas Cortes.
Sí, está claro que a Teresa Perales la simboliza más el olivo que el laurel…
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El olivo (Olea europaea) es un árbol perennifolio, típico de los países ribereños del Mediterráneo, que produce un aceite apreciadísimo desde hace miles de años; de sus numerosas variedades, el olivo típico o genuino de Aragón es el llamado olivo empeltre.
No es un árbol grande, aunque puede llegar a los quince metros de altura, pero sí extraordinariamente longevo. No es demasiado raro encontrar olivos milenarios y es casi frecuente hallarlos varias veces centenarios, siempre con su tronco más retorcido y fisurado cuanto más vieja es la planta, su color gris y su enorme resistencia a las inclemencias del tiempo. Es un árbol fortísimo. Y da abundantes frutos hasta que se muere.
Su simbología es bien conocida: la paz, desde luego. Esa advocación se le otorga desde la Biblia, cuando Noé envió a una paloma a que sobrevolase la tierra anegada, por ver si encontraba algo, y el pájaro volvió con una rama de olivo en el pico: señal de que Dios se había reconciliado con los hombres (la astuta paloma aprovechó para colarse ella misma como símbolo de la paz, cuando ese honor correspondía al olivo; pero ya se sabe cómo son las palomas).
De olivo estaba hecha la maza de Hércules y también los cetros de los reyes: símbolo de fuerza, de tenacidad, de perdurabilidad y de perseverancia. Y, desde luego, de la victoria, tanto o más que el laurel.
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