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Teresa Ribera y lo que sabe hacer el loro yaco

Teresa Ribera y lo que sabe hacer el loro yaco
Teresa Ribera y lo que sabe hacer el loro yaco

Teresa Ribera Rodríguez nació en Madrid el 19 de mayo de 1969, en una familia de académicos. Su madre (a la que se parece físicamente muchísimo) es nada menos que Teresa Rodríguez de Lecea, escritora, ensayista e intelectual, doctora en Filosofía por la Complutense, experta en la obra de Karl F. Ch. Krause y el krausismo en España, en Julián Sanz del Río, en Francisco Giner de los Ríos y en Fernando de los Ríos, cuyas obras completas publicó en México en 1995. El padre de Teresa es el vallisoletano José Manuel Ribera, miembro de la Real Academia de Medicina (sillón 15), catedrático emérito de Geriatría en la Complutense y uno de los impulsores de España de esa especialidad médica, aunque también está especializado en Medicina interna y en Aparato Circulatorio. Con esos antecedentes, a nadie puede extrañar que Teresa, la mayor de cinco hermanas, saliese una chica seria.

Se ha educado siempre en centros públicos. Lo mismo hay que decir de las tres hijas que tiene con su esposo, Mariano Bacigalupo, consejero de la Comisión Nacional de Mercados y de la Competencia. A los 14 años, más que evidentemente influida por las actitudes y posiciones de sus padres, comenzó a militar en grupos pacifistas, contrarios a la OTAN (el referéndum aquel “de entrada no” se celebraría poco después) y favorables al desarme nuclear. Fue la época en que su madre fue nombrada redactora jefe de la revista trimestral Tiempo de Paz, impulsada por la ONG Movimiento por la Paz y presidida por Francisca Sauquillo. Esta última, abogada progresista, fue algo así como la “madrina política” de Teresa.

Ribera es una mujer de carácter fuerte, reservada (algunos dicen “seca”), seria y muy trabajadora. Se licenció en Derecho en la Complutense. Logró la diplomatura en Derecho Constitucional y Ciencia Política por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales de Madrid. Y en 1995, con 26 años, sacó la oposición al Cuerpo Superior de Administradores Civiles del Estado, los TAC.

Su preocupación por el cambio climático, la sostenibilidad y el medio ambiente vienen de muy lejos, de sus tiempos de juventud. A los 30 años (ya era presidente Zapatero, acababa de ganar) se ofreció para ocuparse del sistema de vigilancia de cumplimiento del Protocolo de Kioto, aquel trascendental acuerdo medioambiental de Naciones Unidas que, en 1997, firmaron todos los países menos los que deberían haberlo firmado, y que ha sido, desde entonces, denostado sin desmayo por todos los gobiernos populistas o ultraconservadores del mundo. Ribera fue una de las primeras cinco personas que integraron la Oficina Española de Cambio Climático (OECC).

Su trayectoria ha sido tan rápida como constante. Rara vez, por no decir nunca, ha peleado por un puesto o despacho: ha habido que ir a buscarla a su casa. En 2004 fue nombrada directora general de esa misma Oficina del Cambio Climático que había contribuido a fundar. En 2008, aún con Zapatero en la presidencia del Gobierno, Ribera fue nombrada secretaria de Estado de Cambio Climático, dentro del Ministerio de Agricultura Pesca y Alimentación que entonces dirigía Elena Espinosa. Por entonces fue cuando Ribera cometió su primer error: avalar, como secretaria de Estado, el tristemente célebre 'proyecto Castor', que pretendía construir un gran depósito de gas sumergido frente a las costas de Castellón y Tarragona. Aquello fue un desastre y, cuando empezaron los famosos terremotos y la Fiscalía entró en acción, todo se fue a pique. Es verdad que Ribera jamás fue citada ni imputada. Pero era la máxima responsable. Como habría dicho el presidente Reagan, “ocurrió durante su guardia”.

El PSOE perdió las elecciones de noviembre de 2011 (la recordada inmolación de Alfredo Pérez Rubalcaba, que puso la cara para que se la partiesen cuando nadie más quería hacerlo), el PP de Rajoy logró una clamorosa mayoría absoluta y Teresa Ribera hizo dos cosas. La primera, afiliarse al Partido Socialista, algo que no había hecho hasta ese momento; un emotivo rapto de romanticismo porque lo normal, en política, es acudir presurosa y generosamente en socorro del vencedor, no del perdedor. Y la segunda, unos meses después, fue pedir la excedencia como funcionaria e irse al extranjero a seguir trabajando en los mismos asuntos que siempre le interesaron: el medio ambiente y el cambio climático.

El gobierno francés no tardó en ficharla como asesora (luego directora) del Instituto para el Desarrollo Sostenible y las Relaciones Internacionales (IDDRI), el principal laboratorio de ideas de la república francesa para estudiar y combatir el cambio climático. Todo esto con la vista puesta en la Cumbre del Clima que se celebró en París en 2015. Teresa Ribera fue una de las personas esenciales para alcanzar los acuerdos de París y los célebres ODS, los Objetivos de Desarrollo Sostenible que adoptaron las Naciones Unidas, y que se han convertido en la última esperanza para evitar un desastre global no demasiado lejano.

Pedro Sánchez la llamó para que ayudase en la elaboración del programa electoral del PSOE. Esto fue en 2015. Estaba claro que Sánchez necesitaba “pintar de verde” su programa, hacerlo más ecologista y medioambiental, y recurrió a quien más sabía del asunto. Cuando en junio de 2018 aquella equilibrista moción de censura sacó al PP de la Moncloa y a Mariano Rajoy de la política, Teresa Ribera fue hecha ministra para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, el florido nombre que entonces añadieron a los muchos que ha tenido el Ministerio de Agricultura de toda la vida. Lo más importante que hizo fue acabar con el perverso “impuesto al sol”, que penalizaba las placas solares en beneficio de las compañías eléctricas, y acordar con patronal y sindicatos el final de las minas de carbón en España. Dos decisiones de auténtica envergadura.

En 2020 fue hecha vicepresidenta cuarta del Gobierno. Eso fue un órdago. Podemos, la parte menor del gobierno de coalición, exigía las competencias de Medio Ambiente, que pueden lucir mucho electoralmente si se las vende bien. Ribera dijo que por encima de su cadáver. Que el asunto medioambiental no era un chascarrillo mitinero sino el futuro de la humanidad, y Pedro Sánchez, siempre proclive a inclinarse ante quien sabe que es más inteligente que él, se puso de su parte.

Ribera será una eminencia en lo suyo pero, quizá por haber pasado casi toda su vida en puestos sin demasiada exposición pública, no ha cultivado lo suficiente el arte de hablar sin decir nada, las evasivas, los melindres diplomáticos, las risas huecas y la indispensable demagogia parlamentaria. Es de las que va derecha al grano, sin contemplaciones ni titubeos. Se vio cuando le cayó encima, como vicepresidenta, un caso para ella extraño, como el llamado Delcygate: la prensa la corneó a base de bien. Luego, ya avanzada la pandemia, Sánchez determinó que fuese aquella mujer tan inteligente y tan decidida quien elaborase un plan para la “desescalada”. Y Ribera nombró una comisión de expertos… diríase fantasmales, evanescentes, translúcidos o espectrales, porque entonces no llegó a saberse quiénes eran ni a qué dedicaban su tiempo. La vicepresidenta, viendo el espectáculo grotesco de chillidos y aspavientos que cada miércoles se montaba en el Congreso, decidió poner a los expertos a salvo, para que se dedicasen a trabajar, y ocultó sus nombres. Ellos hicieron lo que tenían que hacer y aquí paz, y después gloria. O ni eso, porque gloria hubo muy poca.

La ministra y vicepresidenta (tercera desde julio de 2021) del Gobierno se vio luego enredada en un asunto muy oscuro, por más que se tratase de luz: el precio de la energía, que parecía haberse vuelto loco y que hacía que uno, en casa, tuviese que poner la lavadora a las cuatro de la madrugada si quería poder pagar el recibo de la luz, porque si la ponía a las once de la mañana se arruinaba. Los españoles llegaron a pagar por la energía eléctrica más o menos el doble de lo que pagaban un año antes. Y nadie les explicaba por qué. Las cosas se pusieron todavía peor cuando Putin invadió Ucrania (febrero de 2022) y empezó a usar el precio de su gas, del que dependía más de media Europa, como medio de chantajear a quienes pretendían ayudar al país agredido. Costó muchos meses reajustar las fuentes de energía para lograr que el precio de la luz recuperase el juicio, al menos en la medida de lo posible. Teresa Ribera fue, durante aquel tiempo, la ministra más odiada por los ciudadanos (y había dura competencia para el puesto); alguien tenía que tener la culpa y desde luego no eran ellos.

En julio de 2023, tras las “elecciones órdago” que convocó Sánchez en pleno verano y que terminaron dejando al gobierno de España pendiente del humor con que se levantase cada mañana el atrabiliario señor Puigdemont, Teresa Ribera fue elegida diputada por Madrid, cómo no (la habían puesto en el segundo puesto de la candidatura, justo detrás del propio Sánchez), pero duró poco en el escaño. A Ribera, que es una currante infatigable, le daba mucho coraje perder su tiempo contestando impertinencias de la oposición en las sesiones de control parlamentario al gobierno. Tuvo que hacerlo de todos modos, pero renunció al escaño con la voluntad de dedicar todo su tiempo a trabajar. Lo hizo.

Algo parecido sucedió en abril de 2024, en las elecciones al Parlamento Europeo. Sánchez estaba convencido de que aquella mujer terminante, más bien seca, un poco repipi, nada demagógica ni televisiva, que corregía a los demás (incluido él) cuando se equivocaban; aquella ministra mucho más lista y preparada que él mismo, pero que no parecía tener tirón popular, era sin embargo un activo para ganar aquellos comicios europeos. La puso al frente de la candidatura, pero Ribera lo advirtió: pase lo que pase, me quedo en Madrid, en el gobierno; a Bruselas, que vaya otro. Así sucedió. El PP logró 22 escaños (ganó nueve) y el PSOE obtuvo 20 (perdió uno), pero Ribera cumplió su promesa, no recogió el acta de eurodiputada y se quedó en “su” Ministerio medioambiental.

No le sirvió de mucho. Sánchez, que cada vez consultaba con menos gente a la hora de tomar decisiones (eso en el caso de que consultase con alguien), propuso a Teresa Ribera para un puesto en la Comisión Europea, que iba a presidir de nuevo la conservadora alemana Ursula von der Leyen. La Comisión está formada por 27 comisarios, uno por país. Algún día sabremos cómo se negoció, quién lo hizo, qué se prometió y qué se intercambió, pero, de Moncloa para abajo, casi nadie esperaba que Teresa Ribera fuese nombrada nada menos que vicepresidenta ejecutiva de la CE (una de las “manos derechas” de la presidenta) y se le encargasen, además, dos cometidos importantísimos: el de Competencia, que hasta hace diez años ocupó Joaquín Almunia, y el de Transición ecológica. Un asunto, el medioambiental, que Ribera domina como muy pocos (lleva toda su vida dedicándose a eso) y que cada vez tiene más peso en el electorado y en la sociedad europea.

Esta señora de Madrid de toda la vida, seria, inteligentísima, muy preparada, poco simpática y no especialmente dotada de paciencia, sobre todo con quienes no saben lo que dicen, “empata el partido” (en cuanto a poder e influencia en el gobierno europeo) nada menos que con Josep Borrell, seguramente el mejor Alto Comisario de Exteriores que ha tenido Europa desde Javier Solana, a pesar de que le tocaron dos guerras terribles: Ucrania y Gaza.

No lo tiene fácil Teresa Ribera. Comparte equipo de gobierno con varios euroescépticos, algún putinista poco disimulado (el húngaro Olivér Várhelyi) y algún ultraderechista menos disimulado aún, como el italiano Raffaele Fitto. Pero la política europea funciona de manera diferente de las políticas nacionales, sobre todo de la española. No es que haya menos colmillos retorcidos, que los hay; es que la inmensa mayoría de los comisarios y de los eurodiputados tienen “sentido de Europa” y hablan de política, no hacen demagogia ni aspavientos ni espectáculos para la televisión día sí y día también. Su ambición no es conseguir el poder o mantenerlo, como pasa aquí con nuestros políticos, ni darle patadas en las espinillas al de enfrente a propósito de lo que sea, como también pasa aquí, sino hacer algo útil o por lo menos sensato. Y en eso sí es muy buena Teresa Ribera.

Su nombramiento ha sido recibido con satisfacción por la mayoría de la gente (no todos los países tienen una vicepresidenta de la CE) y con el previsto desagrado por el PP, que ha argumentado que quien fue mala ministra (¿?) no puede ser buena vicepresidenta europea.

En fin, son los tiempos “a cara de perro” que nos ha tocado vivir. Aunque no sepamos por qué.

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El loro yaco, también llamado loro gris de cola roja (Psittacus erithacus) es un ave psitaciforme de la familia de los psitácidos, cosa completamente lógica llamándose como se llama. Quiere esto decir que pertenece a la gran familia de los loros, cotorras, guacamayos y demás primos psitaciformes.

Vive en el centro de África. No es muy común y, como miles y miles de especies más, está en peligro de extinción, aunque hay otros que lo tienen mucho peor. Se caracteriza por su plumaje gris, en diversos tonos, y por su vistosa cola roja.

Este pájaro destaca, digámoslo de una vez, por dos cosas: su impertinencia y mal carácter, que le hace esconderse de quien no le interesa ni le cae bien, y sobre todo su extraordinaria inteligencia. El yaco es uno de los animales más inteligentes y hábiles del planeta, y en esa lista están (algunos por detrás de él) los delfines, las orcas, los chimpancés y no pocos parlamentarios, europeos o no. Se ha demostrado que el yaco alcanza el nivel cognitivo de un niño de seis años, lo cual es bastante más de lo que puede decir mucha gente que sale por la tele hablando de esto y de lo otro. Quizá una de las causas de estas extraordinarias dotes intelectuales la tiene su longevidad: viven hasta 60 años. Si se les deja en paz.

No debería usted tener a un loro yaco en casa, metido en una jaula. Primero porque es probable que se muera… de aburrimiento. Segundo, porque le hará poco caso, aunque eso dependerá del tema de conversación. Y tercero porque, si intenta usted la habitual estupidez de tratar de enseñarle a decir “lorito real”, es muy posible que le conteste profiriendo una grave ofensa a la madre de usted… o una breve disertación sobre los efectos del cambio climático en el África central. En inglés, naturalmente.

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