Francisco Javier García Gaztelu, por mal nombre Txapote, alias Jon, y conocido también como Xabier y Otsagi, nació en Galdácano (Vizcaya, cerca de Bilbao) el 12 de febrero de 1966.
Es costumbre en esta sección anotar quiénes son, o fueron, los padres y hermanos del biografiado; qué estudió, si es que lo hizo, y cómo se forjó su personalidad. En este caso es imposible. De su madre nada se sabe. De su padre, si aún vive, se conoce su avanzada edad y que estaba enfermo: hace cinco años, su hijo Francisco Javier logró un breve permiso para ir a verle a Basauri, donde el anciano residía. Txapote tuvo al menos un hermano, Juan Carlos (Jon), a quien las andanzas de Francisco Javier (y las suyas propias, pero en menor medida) han reventado la vida: vivió en Francia clandestinamente, ha sido detenido numerosas veces y la Policía francesa lo expulsó a Venezuela (esto fue hace más de 35 años), donde lo rechazaron; anduvo también por México, pero lo único cierto es que se ha pasado la vida huyendo.
Francisco Javier, Txapote, debió de estudiar de niño, puesto que leer y escribir sí sabe, pero su formación académica no existe. Nunca la necesitó. Tan solo hace unos pocos años se supo que se puso a estudiar Psicología desde la cárcel de Huelva; no hay forma de saber para qué, quizá para matar (también) el tiempo. Quienes le conocen y le han tratado coinciden que es una persona extremadamente fría, carente de empatía y de capacidad autocrítica. A la vez, tiene un carácter intemperante y agresivo. Eso es típico de quienes han vivido por muy largo tiempo en lo que los sociólogos y expertos en comunicación llaman “cámara de eco”: un ambiente o grupo en el que solamente se escucha una idea o tesis, y se persiguen todas las demás; esa idea, a fuerza de repetición y de “competición” entre los miembros del grupo por destacar y evitar que los demás los tengan por tibios, se va endureciendo progresivamente hasta que se impone la versión más extrema. Es un comportamiento típicamente sectario. Txapote vivió en esa “cámara de eco”, que anula el pensamiento libre, prácticamente toda su vida.
Su expresión verbal, hasta donde se ha podido comprobar, es muy pobre, muy tosca, algo que no sucede con otros miembros de ETA. Usa (o conoce) pocas palabras y sus frases están veteadas de eslóganes, consignas y lugares comunes adquiridos, como es lógico, en esa larga “cámara del eco”, que no se distingue precisamente por su abundancia de pensamiento ni por su agilidad mental.
Eso comenzó en los años 80, cuando García Gaztelu se integró, como tantos críos de su tierra, en Jarrai, la fanática organización juvenil tutelada por la banda terrorista ETA. Los jarraitxus se entrenaban en el terrorismo callejero o de baja intensidad, que consistía en quema de automóviles y autobuses, destrozos de negocios y mobiliario urbano, batallas contra la policía (cualquier policía), ingestión de alcohol en las herriko tabernas y, quizá sea esto lo más importante, crear en los muchachos la sensación colectiva de que eran los dueños del barrio, los que mandaban, los que decían a los demás qué debían hacer y qué no, con total impunidad. En nombre de la patria, naturalmente. No es demasiado diferente de los grupos de las SA (Sturm Abteilung) nazis en la Alemania de los años 30, o de las escuadras de “camisas negras” de Mussolini. O de los alevines de yihadistas en Kabul.
A Txapote lo detuvieron por primera vez cuando apenas tenía 20 años. Fue por atacar un concesionario de automóviles. Le condenaron a un año de prisión. En 1992 colaboraba ya con el comando Vizcaya y ya sabía todo lo que había que saber sobre cómo burlar a la policía que le buscaba: llegó a protagonizar “escapadas” cinematográficas. Pasó un tiempo huido en México, con su hermano Jon, y en 1994 volvió para integrarse en el llamado comando Donosti, uno de los más escalofriantes grupos de matarifes que produjo la mafia de ETA en toda su negra historia.
Txapote destacaba por su autocontrol, su frialdad y su capaz de matar a alguien sin que se le alterase sensiblemente el ritmo cardiaco. Era, si se puede decir así, uno de los asesinos más fiables de la banda. Un carnicero como había pocos. La lista de sus crímenes pone los pelos de punta. Alfonso Morcillo (1994). Gregorio Ordóñez (1995). Mariano de Juan Santamaría (1995). Enrique Nieto Viyella (1995). Fernando Múgica (1996). José Luis Caso (1997). José Ignacio Iruretagoyena (1998). Manuel Zamarreño (1998). José Luis López de la Calle (2000). Jorge Díez Elorza (2000). Irene Fernández Perera y José Ángel de Jesús Encinas (2000). Máximo Casado Carrera (2000). José Javier Múgica Astibia (2001). En unos casos era él quien disparaba y en otros no, pero eso carece de importancia porque en los comandos se solía sortear quién apretaba el gatillo: esto se consideraba un privilegio… que podía tocarle a cualquiera.
Pero sin duda el crimen que más fama dio a Txapote fue el asesinato, a sangre fría, de Miguel Ángel Blanco, joven concejal del PP en el Ayuntamiento de Ermua (Vizcaya). La mafia vasca, despechada porque las fuerzas del orden habían conseguido liberar al funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara después de 532 días de cautiverio (habían determinado ya dejarlo morir de hambre), secuestró a Blanco, que era un objetivo muy fácil, y amenazó con matarlo si el gobierno español no acercaba a los presos de ETA al País Vasco en 48 horas. Sabían que eso era imposible.
España entera se estremeció de horror. Millones de personas se echaron a la calle. Los lazos azules inundaron las solapas, las camisetas, las fachadas, los medios de comunicación. Hubo cientos de vigilias nocturnas. Todo el país, con las manos blancas levantadas, esperaba que ETA no cumpliese su amenaza. Fueron horas en las que casi nadie durmió.
Pero a las cinco menos diez de la tarde del sábado 12 de julio de 1997, en un descampado próximo a Lasarte (Guipúzcoa), Francisco Javier García Gaztelu, Txapote, disparó dos veces en la cabeza de Blanco. Un tiro entró por debajo de la oreja y el otro le dio en la nuca. El muchacho estaba arrodillado y maniatado. Lo dejaron allí.
Fue el principio del fin de ETA, su peor error. La reacción de la sociedad fue gigantesca y, esto sobre todo, de una ira que no tenía precedentes. En las calles del País Vasco, la policía se vio obligada a proteger las sedes de los partidos que apoyaban a ETA, como Herri Batasuna, y las huras en que se refugiaban los cómplices de los asesinos, las herriko tabernas, porque multitudes enteras iban allí a cazarlos. Todo cambió en aquellos días. Todo menos la cabeza de Txapote y de algunos más.
Txapote “ascendió” a la categoría de “jefe militar” de ETA tras la detención de su predecesor, Kantauri, en 1999. La actividad de los matarifes aumentó significativamente bajo su dirección. Hasta que un día de febrero de 2001, Txapote estaba tranquilamente tomando algo en la terraza del bar Havana, en Anglet (Francia), contemplando el mar con un amigo. Los parroquianos que estaban en la mesa de al lado se levantaron, también tranquilamente, y le encañonaron. La operación de las policías francesa y española había sido impecable. El carnicero llevaba encima una pistola que no llegó a usar y unos 12.000 francos franceses de entonces. Txapote entró en prisión. No ha vuelto a salir.
Txapote fue juzgado sucesivamente por todos sus crímenes. Su actitud ante el tribunal fue siempre la misma: teatral, sobreactuada, gritona, provocativa y desafiante, sobre todo delante de los familiares de las víctimas. No es que no se diese cuenta de lo que había hecho; es que no quería darse cuenta. Irantzu Gallastegi, alias Amaia, miembro del comando que asesinó a Miguel Ángel Blanco, se convirtió en su pareja: hoy tienen dos hijos, concebidos en prisión y criados, seguramente, por familiares. Eran muy llamativos los exagerados besuqueos, sobeteos y arrumacos con que se obsequiaban, en el banquillo de los acusados, cuando los juzgaban juntos. Y miraban de reojo a los familiares de los asesinados. Y se reían.
Aquellas pantomimas no sirvieron de mucho. Txapote fue sacado del módulo de aislamiento de la prisión de Huelva (el lugar del mundo en que más tiempo ha pasado) en noviembre de 2020. A partir de entonces pudo relacionarse más con otros presos. No fue agradable para él. Se dio cuenta (aunque ya lo sabía) de que una gran cantidad de antiguos etarras habían dado la guerra por perdida, habían aceptado beneficios penitenciarios, incluso muchos se habían arrepentido y habían pedido perdón a los familiares de las víctimas que causaron. Él, no. Nunca. Es comprensible. Si alguna vez llegase a reconocer lo que hizo, y sobre todo por qué lo hizo, es probable que se volviese loco y acabase por pegarse un tiro, que fue lo que decidió hacer en 1999 otro de los miembros del grupo que asesinó a Blanco, José Luis Geresta. El único espacio posible que le queda a Txapote es aquella “cámara de eco” en la que solo le dicen lo que él quiere oír. El problema es que en esa cámara de eco ya no queda prácticamente nadie.
ETA fue derrotada en toda regla. Dejó de matar en 2011 y se disolvió “formalmente” siete años después, cuando ya era una reliquia sin sentido. Los antiguos partidarios de la banda mafiosa forman hoy partidos políticos independentistas, pero legales: participan de las instituciones, tienen coches oficiales, cobran y gestionan subvenciones, ocupan escaños en Ayuntamientos, en el Parlamento vasco y en el Congreso de los Diputados. Negocian, pactan, participan en los homenajes a las víctimas del terrorismo y no matan a nadie, aunque mucho más de medio país siente asco cuando les ve. Pero a Txapote se lo llevan los demonios. No deja de decir que son todos unos traidores (¡todos menos él!), que hace falta el regreso de “la generación anterior” (¡la suya!) para seguir asesinando gente “por la libertad de Euskal Herria”.
Nadie le escucha ya. Hoy Txapote, con su chulería intacta, el pelo ya blanco y su perfil de vultúrido, es algo mucho más triste que un viejo asesino: es un anacronismo. Mejor dicho: un anacronismo inútil. Es como aquellos ancianos soldados japoneses que, hasta hace algunos años, aparecían de vez en cuando en lo más profundo de las selvas indochinas. No sabían que la guerra había acabado en 1945. La diferencia es que Txapote sí lo sabe. Pero no lo quiere admitir.
Hace poco tiempo lo sacaron del penal de Huelva y lo llevaron a Madrid, a la cárcel de Estremera. Instituciones Penitenciarias y el gobierno acaban de decidir su traslado a una cárcel del País Vasco… junto con otros doce etarras, lo cual tiene que haber sido humillante para él, que siempre se creyó el Darth Vader de su rollo. Ya no le dejan ni singularizarse.
Saldrá de la cárcel, si nada más se le tuerce, en 2031. Tendrá cerca de 70 años. Y, con toda probabilidad, seguirá sin hacerse la pregunta más importante de todas: “Y todo esto ¿para qué?”.
La moral del macho cabrío
El macho cabrío (capa aegagrus hircus) es un mamífero artiodáctilo de la subfamilia de los caprínidos. Quien esto escribe admite desde ahora mismo que este animal, uno de los primeros domesticados por el ser humano (hace alrededor de 10.000) años, no tiene la menor semejanza física, caracteriológica ni de costumbres con el personaje cuyo perfil hemos expuesto hoy. Ni el menor parecido.
Pero haga la prueba el lector: busque en todos los tomos del National Geographic, en todos los libros de Biología que sea capaz de encontrar, en todas las clasificaciones desde Linneo para acá, a un solo animal que posea o sugiera la maldad, la crueldad, la vesania y la frialdad (casi el orgullo) a la hora de matar que tiene nuestro personaje de hoy. No lo encontrará. No hay lobo, serpiente, tiburón ni escorpión que posean la vileza inmoral del señor García Gaztelu; que sean capaces de matar casi por placer, o por orgullo, o por competición con otros congéneres. Los animales nunca son malos: hacen lo que tienen que hacer, matan para alimentarse, para defender a su prole, para sobrevivir ellos o sus familias. Hace falta haber nacido ser humano para matar por una quimera, por un sueño, por una mentira que uno se ha empeñado en creer desde niño, por la sencilla razón de que… todos los demás lo hacían.
¿Por qué, entonces, adscribimos al macho cabrío a la lóbrega figura de Txapote?
Pues por una sola razón: el nombre. Al macho cabrío, en nuestro idioma, se le llama cabrón. Eso es todo.
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